Come, Reza, Ama (46 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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—Ahí conozco un buen restaurante.

—¿Tick-Tock, Cheyenne o Starlight? —le pregunto.

—Tick-Tock, tío.

—¿Has probado los huevos batidos de Tick-Tock?

—Madre mía, pues claro... —gimotea.

Se le nota tanto lo que añora la ciudad que, por un momento, me creo que a mí me pasa lo mismo. Su nostalgia me influye tanto que de repente se me olvida que puedo volver a Manhattan cuando quiera, aunque él no. Yudhi juguetea con los dos palos de las Torres Gemelas, los clava en la arena, mira hacia el silencioso océano azul y dice:

—Ya sé que esto es muy bonito. Pero ¿tú crees que volveré a Estados Unidos alguna vez?

¿Qué le puedo decir?

Nos quedamos los dos callados. Entonces se saca de la boca el asqueroso caramelo indonesio que lleva más de una hora chupando y dice:

—Tío, este caramelo sabe como el culo. ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo ha dado tu madre, tío —le contesto—. Me lo ha dado tu madre.

99

Cuando volvemos a Ubud, voy directamente a casa de Felipe y no salgo de su dormitorio en un mes aproximadamente. Y no estoy exagerando demasiado. Nunca en toda mi vida me habían amado y adorado así, nunca con tanto placer, energía y dedicación. Nunca me habían desvelado, revelado, desplegado y transportado de semejante manera durante el acto del amor.

Lo que está claro es que en la intimidad existen ciertas leyes naturales que gobiernan la experiencia sexual entre dos personas y que estas leyes no pueden alterarse, como tampoco se puede alterar la gravedad. El hecho de sentirse físicamente a gusto con el cuerpo de otra persona no depende de nosotros. Tiene muy poco que ver con lo que piensan, hacen, dicen o parecen las dos personas en cuestión. Hay un imán misterioso que puede estar ahí, enterrado en las profundidades del esternón, o no. Cuando no existe ese imán (cosa que sé por mi dolorosa experiencia propia), no se puede forzar, como un médico no puede obligar al cuerpo de un paciente a aceptar un riñón del donante equivocado. Según mi amiga Annie, todo se reduce a una pregunta muy sencilla: «¿Quieres pasarte el resto de la vida restregándote la tripa con esa persona, o no?».

Felipe y yo, como descubrimos con enorme placer, somos un caso de pareja perfectamente combinada, genéticamente programada para frotarnos la tripa estupendamente. Todas las partes de nuestros cuerpos son perfectamente compatibles sin que haya el más mínimo síntoma de alergia. Nada es peligroso, nada es difícil, nada es imposible. Todo nuestro universo sensual se complementa simple y totalmente. Y también se cumplimenta.

—Mírate —me dice Felipe, poniéndome ante un espejo después de hacer el amor por enésima vez, enseñándome mi cuerpo desnudo y mi pelo, que parece recién salido de una centrifugadora espacial de la NASA—. Mira lo hermosa que eres..., cada línea de tu cuerpo es una curva..., pareces un paisaje lleno de dunas...

(Efectivamente, no creo haber tenido el cuerpo así de relajado en la vida, bueno, puede que a los seis meses estuviera igual de esponjada, cuando mi madre me hacía fotos en la encimera de la cocina después de haberme dado un buen baño en la pila.)

Y entonces me vuelve a llevar hacia la cama, diciéndome en portugués:


Vem, gostosa
.

Ven conmigo, deliciosa.

Felipe es un maestro en el terreno de los cariñitos. En la cama me ama en portugués, así que he pasado de ser su «cielito bonito» a convertirme en su
queridinha
, que viene a ser lo mismo. Estando en Bali me ha dado pereza ponerme a estudiar indonesio o balinés, pero el portugués se me da bastante bien. Bueno, sólo estoy aprendiendo el lenguaje de la cama, pero es un apartado interesante.

—Cariño, vas a acabar harta —sentencia él—. Te vas a acabar aburriendo de que te acaricie tanto, de que te diga sin parar lo guapa que eres.

Porque tú lo digas, encanto
.

Los días se me pasan casi sin darme cuenta, como si desapareciese entre sus sábanas, entre sus manos. Me gusta la sensación de no saber qué día es. Mis maravillosos horarios se han ido al garete. Eso sí, después de muchos días sin verlo, una tarde hago una visita a mi amigo el curandero. Nada más verme, Ketut me lo nota en la cara sin que yo haya abierto la boca.

—Tienes novio en Bali —me anuncia.

—Sí, Ketut.

—Bien. Cuidado, no te pongas embarazada.

—De acuerdo.

—¿Es hombre bueno?

—Tú sabrás, Ketut —le digo—. Le leíste la mano. Me prometiste que era un hombre bueno. Lo dijiste unas siete veces.

—¿Yo? ¿Cuándo?

—En junio. Yo lo traje aquí. Un hombre brasileño. Mayor que yo. Me dijiste que te había caído bien.

—Yo, no —insiste y no hay manera de sacarlo de ahí.

A veces a Ketut se le olvidan las cosas, como nos pasaría a todos, si tuviéramos entre 65 y 112 años. Suele estar coherente y atento, pero hay días en que me da la sensación de haberlo sacado de otro nivel de conciencia, casi de otro universo. (Hace unas semanas me dijo, de repente, sin venir a cuento para nada: «Tú eres una buena amiga mía, Liss. Amiga fiel. Amiga cariñosa». Y luego suspiró, se le nubló la mirada y añadió con tono de tristeza: «No como Sharon». ¿Quién demonios es Sharon? ¿Qué le habrá hecho? Cuando intenté sonsacarle, no hubo manera. De golpe fingió no saber de quién le hablaba. Como si fuese yo la que había sacado el tema de la maldita traidora de la Sharon.)

—¿Por qué nunca traes a tu novio para yo conocerlo? —me pregunta ahora.

—Si lo traje un día, Ketut. De verdad. Y me dijiste que te caía bien.

—No recuerdo. ¿Es hombre rico, tu novio?

—No, Ketut. No es rico, pero tiene dinero suficiente.

—¿Medio rico? —pregunta el curandero, que quiere detalles, cifras, datos.

—Tiene suficiente dinero.

Mi respuesta parece indignarle.

—Si tú pides dinero a este hombre, ¿te lo da o no? —me pregunta.

—Ketut, no quiero su dinero. Nunca he pedido dinero a un hombre.

—¿Duermes todas noches con él?

—Sí.

—Bien. ¿Te mima?

—Mucho.

—Bien. ¿Y meditas todavía?

Sí, sigo meditando todos los días de la semana. Me salgo a escondidas de la cama de Felipe y me instalo en el sofá en silencio para intentar dar las gracias por todo lo que me ha sucedido. En el jardín, al borde del porche, una bandada de patos se pasea por los arrozales, soltando graznidos y chapoteando. (Felipe dice que los patos balineses siempre le recuerdan a las mujeres brasileñas que se pasean por las playas de Río de Janeiro, chillando, interrumpiéndose unas a otras sin parar y meneando el trasero vanidosamente.) Ahora estoy tan relajada que me deslizo al reino de la meditación como si fuese un baño de espuma preparado por mi amante. Desnuda bajo el sol de la mañana, con una ligera manta sobre los hombros, estoy en un estado de gracia, encaramada sobre el vacío como una pequeña concha marina metida en una cucharilla.

¿Por qué lo habré pasado tan mal en la vida?

Un día llamo a mi amiga Susan a Nueva York y la oigo contarme, con las sirenas de la policía aullando al fondo, los últimos detalles de su último fracaso amoroso. Con una voz suave y sensual, como la de una locutora de un programa de jazz nocturno, le digo que tiene que relajarse, tía, que tiene que descubrir que las cosas son perfectas aunque no lo parezcan, que el universo es generoso, nena, que todo es paz y armonía...

No me hace falta verla para saber que ha puesto los ojos en blanco mientras dice, alzando la voz sobre las sirenas de la policía: «Hablas con la voz de una mujer que ya ha tenido cuatro orgasmos en lo que va de día».

100

Pero los efectos de tanta juerga y diversión aparecen al cabo de unas semanas. Después de tantas noches sin dormir y tantos días haciendo el amor mi cuerpo se desquita con una siniestra infección de vejiga. Parece ser que es la típica enfermedad de las personas muy sexuales, sobre todo cuando llevan tiempo sin practicar el deporte sexual. A mí se me manifiesta con la rapidez de toda tragedia. Una mañana estoy en la ciudad haciendo unos recados cuando, de repente, caigo al suelo doblada por la fiebre y el dolor. He tenido infecciones como ésta cuando era una joven casquivana, así que sé de qué va el tema. Al principio me entra el pánico —estas cosas pueden ser horribles—, pero luego pienso: «Menos mal que la mejor amiga que tengo en Bali es una doctora». Y me voy corriendo a la tienda de Wayan.

—¡Estoy enferma! —exclamo.

Wayan me mira por encima y me dice:

—Estás enferma de mucho sexo, Liz.

Suelto un gruñido y me tapo la cara con las manos avergonzada.

—Con Wayan no puedes tener secretos —me dice riéndose.

Me dolía muchísimo. Quien haya tenido una infección como ésta sabe lo horrible que es. A quien no haya experimentado este dolor concreto puede valerle una metáfora siniestra que incluya el término «hierro candente» en algún momento.

Wayan, como los bomberos veteranos y los cirujanos de urgencias, nunca se apresura en su trabajo. Tranquila, metódicamente, corta unas hierbas con un cuchillo, pone a hervir unas raíces, sale y entra de la cocina trayéndome unos oscuros brebajes que saben asquerosos, diciéndome: «Bebe, cielo».

Mientras hierve el siguiente potingue, se sienta delante de mí, mirándome con gesto taimado y viciosillo, aprovechando la oportunidad para cotillear.

—¿Seguro que no estás embarazada, Liz?

—Es imposible, Wayan. Felipe se ha hecho una vasectomía.

—¿Felipe se ha hecho una vasectomía? —pregunta asombrada.

Está igual de atónita que si hubiera dicho «¿Felipe se ha hecho una casa en Lombardía?» (A mí me parece igual de maravilloso, la verdad.)

—En Bali muy difícil que el hombre hace esto. Siempre es problema de la mujer.

(Lo cierto es que la tasa de natalidad ha bajado mucho en Bali gracias a un programa de control de natalidad incentivado: el Gobierno ofrece una moto nueva a todos los hombres que se hagan la vasectomía voluntariamente aunque los pobres tengan que volver a casa en moto el mismo día recién operados.)

—El sexo tiene gracia —murmura Wayan, viéndome hacer un gesto de dolor al tomarme su pócima casera.

—Sí, Wayan, gracias. El sexo es tronchante.

—De verdad. El sexo tiene gracia —insiste—. Pone a la gente un poco loca. Al principio del amor todos como tú. Todos quieren mucha felicidad, mucho placer, hasta que ponen enfermos. Hasta a Wayan le pasa al principio de una historia de amor. Todos pierden el equilibrio.

—Estoy avergonzada —le confieso.

—No estés —me dice, añadiendo en un inglés perfecto (y con una perfecta sensatez balinesa) —: Perder el equilibrio por el amor a veces es parte de una vida equilibrada.

Decido llamar a Felipe. Tengo unos antibióticos en casa en un botiquín de emergencia que siempre llevo en los viajes. Como ya he tenido infecciones parecidas, sé que pueden ser graves y llegar a los riñones. Y no quiero pasar por una cosa así estando en Indonesia. Así que lo llamo, le cuento lo que me ha pasado (se queda horrorizado) y le pido que me traiga las pastillas. No es que no me fíe de la capacidad médica de Wayan, pero me duele una barbaridad.

—No necesitas medicinas occidentales —me dice ella.

—Algo me harán —le contesto—. Es por si acaso...

—Espera dos horas —me pide—. Si yo no te curo, entonces tomas tus pastillas.

Poco convencida, acepto. Por experiencia sé que estas infecciones tardan días en curarse, hasta con antibióticos fuertes. Pero no quiero ofenderla.

Tutti, que está jugando en la tienda, me trae sus dibujos de casas para animarme, dándome palmaditas en la mano con toda la comprensión de sus 8 años.

—¿Mamá Elizabeth enferma? —pregunta.

Me consuela pensar que no sabe lo que he hecho para estar enferma.

—¿Ya te has comprado la casa, Wayan? —le pregunto.

—No todavía, cielo. No hay prisa.

—¿Qué me dices de ese sitio que te gustaba tanto? ¿No te lo querías comprar?

—No está en venta. Muy caro.

—¿Tienes pensado algún otro sitio?

—No piensas en eso ahora, Liz. Ahora déjame curarte rápidamente.

Felipe llega con mis medicinas y, atormentado por los remordimientos, nos pide perdón a mí y a Wayan por haberme hecho sufrir tanto, pues se considera totalmente culpable, según parece.

—No es serio —le confirma Wayan—. No preocuparse. La curo rápido. Pronto se pone mejor.

Entonces se mete en la cocina y trae un cuenco de cristal enorme lleno de hojas, raíces, frutos, una especia que me recuerda a la cúrcuma, una maraña de algo que parece pelo de bruja y un ojo que puede ser de un tritón... todo ello flotando en un líquido marrón. En el cuenco habrá unos cuatro litros de mejunje, sea lo que sea. Y apesta como un cadáver.

—Bebe, cielo —me pide Wayan—. Bebe todo.

Me lo trago entero, con lo asqueroso que está. Y en menos de dos horas... Bueno, ya sabemos todos cómo acaba esta historia. En menos de dos horas me encuentro perfectamente. Estoy curada. Una infección que hubiera tardado dos días en curarse con antibióticos occidentales ha desaparecido sin dejar ni rastro. Quiero pagarle por haberme curado, pero se echa a reír.

—Mi hermana no me paga —sentencia.

Luego se vuelve hacia Felipe y le dice, como regañándole:

—Ahora ten cuidado con ella. Hoy sólo dormir, no tocar.

—¿No te da vergüenza curar a la gente de este tipo de cosas, problemas sexuales? —pregunto a Wayan.

—Liz, soy curandera. Soluciono todo tipo de problemas, vaginas de mujer, bananas de hombre. A veces hago pene falso para las mujeres. Para tener sexo solas.

—¿Consoladores? —pregunto atónita.

—No todas tienen un novio brasileño, Liz —me advierte, diciéndole alegremente a Felipe—: Si alguna vez necesitas poner dura tu banana, puedo darte una medicina.

Aseguro a Wayan que Felipe no necesita ni pizca de ayuda con su banana, pero me interrumpe —con su mentalidad empresarial— para preguntar a Wayan si esta terapia para poner duras las bananas podría embotellarse y comercializarse.

—Podemos ganar una fortuna —afirma.

Pero Wayan le explica que la cosa no funciona así. Sus medicinas deben tomarse recién preparadas para que funcionen. Y deben ir acompañadas de sus oraciones. Pero la medicina interna no es la única técnica que usa Wayan para endurecer la banana de un hombre. Nos explica que también puede hacerlo con un masaje. Entonces nos deja pasmados al describir los distintos tipos de masaje que aplica para solucionar el problema de la banana impotente. Parece ser que agarra el miembro por la base y se pasa como una hora meneándolo para mejorar la circulación mientras reza unas oraciones especiales.

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