Cometas en el cielo (46 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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—Sí que lo era —repliqué sonriendo, y recordé que, poco después de nuestra llegada a Estados Unidos, Baba empezó a despotricar sobre las moscas americanas.

Se sentaba a la mesa de la cocina con su matamoscas y observaba cómo los insectos se precipitaban de una pared a otra, zumbando de un lado a otro, molestas y excitadas. «En este país hasta las moscas viven apresuradas», gruñía. Yo me reía. Sonreí al recordarlo.

Hacia las tres dejó de llover y el cielo, cargado de grupos de nubes, adoptó un color gris hielo. En el parque soplaba una fría brisa. Aparecieron más familias. Los afganos se saludaban, se abrazaban, se besaban, intercambiaban comida. Alguien encendió el carbón de una barbacoa y muy pronto el olor a cebolla y a
morgh kabob
me inundó los sentidos. Se oía la música de algún cantante nuevo que yo no conocía y risas de niños. Vi a Sohrab, todavía con su impermeable amarillo, apoyado en un cubo de basura y mirando a lo lejos el área de bateo del campo de béisbol, que estaba vacía.

Poco después, mientras el ex cirujano me explicaba que Baba y él habían sido compañeros de clase en octavo, Soraya me tiró de una manga.

—¡Mira, Amir! —Señalaba hacia el cielo. Media docena de cometas volaban en lo alto, un grupito de motas amarillas, rojas y verdes que resaltaban en el cielo gris—. Ve a ver —me dijo Soraya, señalando esa vez a un tipo que vendía cometas en un puesto cercano.

—Sujeta esto —repuse, y le pasé mi taza de té.

Me disculpé y me dirigí al puesto de cometas. Los zapatos se me hundían en la hierba mojada. Le indiqué al vendedor una
seh-parcha
amarilla.


Sawl-e-nau mubabrak
—dijo el hombre cogiendo el billete de veinte dólares y entregándome a cambio la cometa y un carrete de madera con
tar
de hilo recubierto de vidrio.

Le di las gracias y le deseé también feliz año nuevo. Comprobé el hilo como lo hacía Hassan, sujetándolo entre el pulgar y el índice y tirando de él. La sangre lo tiñó de rojo y el vendedor de cometas sonrió. Le devolví la sonrisa.

Me acerqué con la cometa al lugar donde seguía Sohrab, apoyado aún en el cubo de basura y con los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba el cielo.

—¿Te gusta el
seh-parcha
? —le pregunté sujetando la cometa por los extremos de las barras cruzadas. Sus ojos pasaron del cielo a mí, luego a la cometa, luego otra vez al cielo. De su cabello descendieron hacia la cara varios riachuelos de agua—. En una ocasión leí que en Malasia utilizan las cometas para pescar —dije—. ¿A que no lo sabías? Les atan un sedal y las vuelan hasta las aguas profundas para que la sombra que proyectan no espante a los peces. Y en la antigua China los generales volaban cometas por los campos de batalla para enviar mensajes a sus hombres. Es cierto. No bromeo. —Le mostré mi pulgar ensangrentado—. Este
tar
tampoco es de broma.

Vi por el rabillo del ojo a Soraya, que nos observaba desde la tienda. Se la veía tensa, con las manos escondidas bajo las axilas. A diferencia de mí, ella había ido abandonando gradualmente sus intentos de animarlo. Las preguntas sin respuesta, las miradas vacías, el silencio, todo le resultaba excesivamente doloroso. Había decidido aguardar a que Sohrab pusiera el semáforo en verde. Esperaba.

Me humedecí el dedo índice y lo alcé al aire.

—Recuerdo que tu padre a veces comprobaba la dirección del viento levantando polvo. Daba una patada en la tierra y observaba hacia dónde la arrastraba el viento. Sabía muchos trucos —dije. Bajé el dedo—. Oeste, creo.

Sohrab se secó una gota de lluvia que le caía por la oreja y cambió el peso del cuerpo a la otra pierna. No dijo nada. Pensé en Soraya, cuando unos meses atrás me preguntó cómo sonaba su voz. Le contesté que ya no la recordaba.

—¿Te he dicho alguna vez que tu padre era el mejor volador de cometas de Wazir Akbar Kan? ¿Tal vez de todo Kabul? —dije, anudando el extremo suelto del carrete de
tar
al lazo de hilo sujeto al aspa central—. Todos los niños del vecindario estaban celosos de él. Volaba las cometas sin mirar nunca al cielo, y la gente decía que lo que hacía era seguir la sombra de la cometa. Pero ellos no lo conocían como yo. Tu padre no perseguía ninguna sombra. Sólo... lo sabía. —Acababan de emprender el vuelo media docena más de cometas. La gente empezaba a congregarse en grupitos, con las tazas de té en la mano y los ojos pegados al cielo—. ¿Quieres ayudarme a volarla? —le pregunté. La mirada de Sohrab saltó de la cometa a mí y volvió luego al cielo—. De acuerdo. —Me encogí de hombros—. Parece que tendré que volarla
tanhaii
. Solo. —Mantuve en equilibrio el carrete sobre la mano izquierda y solté cerca de un metro de
tar
. La cometa amarilla se balanceaba en el aire justo por encima de la hierba mojada—. Última oportunidad —dije. Pero Sohrab estaba observando un par de cometas que se habían enredado en lo alto, por encima de los árboles—. Bueno. Allá voy.

Eché a correr. Mis zapatillas deportivas salpicaban el agua de lluvia de los charcos. Mi mano derecha sujetaba el hilo de la cometa por encima de mi cabeza. Hacía tanto tiempo que no hacía eso que me preguntaba si no montaría un espectáculo. Dejé que el carrete fuera rodando en mi mano izquierda mientras corría; sentía que el hilo me cortaba en la mano derecha a medida que lo soltaba. La cometa se elevaba ya por encima de mi hombro, levantándose, dando vueltas, y corrí aún más. El carrete giraba más deprisa y el hilo abrió un nuevo corte en la palma de mi mano. Me detuve y me volví. Mire hacia arriba. Sonreí. Allá en lo alto mi cometa se balanceaba de un lado a otro como un péndulo, produciendo aquel viejo sonido de pájaro de papel que bate las alas que siempre he asociado con las mañanas de invierno de Kabul. Llevaba un cuarto de siglo sin volar una cometa, pero de repente era como si volviese a tener doce años y los viejos instintos hubieran vuelto a mí precipitadamente.

Sentí una presencia a mi lado y bajé la vista. Era Sohrab. Continuaba con las manos hundidas en los bolsillos del chubasquero. Pero me había seguido.

—¿Quieres intentarlo? —le pregunté.

No dijo nada. Sin embargo, cuando le acerqué el hilo, sacó una mano del bolsillo. Dudó. Lo cogió. El ritmo del corazón se me aceleró cuando empecé a enrollar el carrete para recuperar el hilo suelto. Nos quedamos quietos el uno junto al otro. Con el cuello hacia arriba.

A nuestro alrededor los niños se perseguían entre sí, resbalando en la hierba. Alguien tocaba en aquel momento una melodía de una antigua película hindú. Una hilera de hombres mayores rezaba el
namaz
de la tarde sobre un plástico extendido en el suelo. El ambiente olía a hierba mojada, humo y carne asada. Deseé que el tiempo se detuviera.

Entonces vi que teníamos compañía. Se acercaba una cometa verde. Seguí el hilo hasta que fui a parar a un niño que estaría a unos diez metros de distancia de nosotros. Tenía el pelo cortado a cepillo y llevaba una camiseta con las palabras «The Rock Rules» escritas en grandes letras negras. Se dio cuenta de que lo miraba y me sonrió. Me saludó con la mano. Yo le devolví el saludo.

Sohrab me dio el hilo.

—¿Estás seguro? —dije, recogiéndolo. Entonces él sujetó el carrete—. De acuerdo —añadí—. Démosle un
sabagh
, démosle una lección,
nay
?

Lo miré de reojo. La mirada vidriosa y vacía había desaparecido. Sus ojos volaban de nuestra cometa a la verde. Tenía la tez ligeramente sonrosada, la mirada atenta. Estaba despierto. Vivo. Y me pregunté en qué momento había olvidado yo que, a pesar de todo, seguía siendo sólo un niño.

La cometa verde avanzaba.

—Esperemos —dije—. Dejaremos que se acerque un poco más. —Hizo un par de caídas en picado y se deslizó hacia nosotros—. Ven..., ven para acá. —La cometa verde se acercó hasta situarse por encima de la nuestra, ignorante de la trampa que le tenía preparada—. Mira, Sohrab. Te enseñaré uno de los trucos favoritos de tu padre, el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado».

Sohrab, a mi lado, respiraba aceleradamente por la nariz. El carrete seguía rodando entre sus manos; los tendones de sus muñecas llenas de cicatrices parecían las cuerdas de un
rubab
. Pestañeé y durante un instante las manos que sujetaban el carrete fueron las manos callosas y con las uñas melladas de un niño de labio leporino. La multitud runruneaba en algún lado y levanté la vista. La nieve recién caída sobre el parque brillaba, era tan deslumbradoramente blanca que me quemaba los ojos. Caía en silencio desde las ramas de los árboles, vestidos de blanco. Olía a
qurma
de nabos. A moras secas. A naranjas amargas. A serrín y a nueces. La calma amortiguada, la calma de la nieve, resultaba ensordecedora. Entonces, muy lejos, más allá de esa quietud, una voz nos llamó para que regresásemos a casa, la voz de un hombre que arrastraba la pierna derecha.

La cometa verde estaba suspendida exactamente encima de nosotros.

—Irá a por ella. En cualquier momento —dije. Mi mirada vacilaba entre Sohrab y nuestra cometa. La cometa verde dudó. Mantuvo la posición. Y se precipitó hacia abajo—. ¡Ahí viene! —exclamé.

Lo hice a la perfección. Después de tantos años. El viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado». Aflojé la mano y tiré del hilo, esquivando la cometa verde. Luego se produjo una serie de piruetas con sacudidas laterales y nuestra cometa salió disparada hacia arriba en sentido opuesto a las agujas del reloj, trazando un semicírculo. De pronto era yo quien estaba arriba. La cometa verde se revolvía de un lado a otro, presa del pánico. Pero era demasiado tarde. Había caído en la trampa de Hassan. Tiré con fuerza y nuestra cometa cayó en picado. Casi pude sentir el contacto de nuestro hilo, que cortaba el suyo. Prácticamente sentí el crujido.

En ese mismo instante la cometa verde empezó a girar y a dar vueltas en espiral, fuera de control.

La gente gritaba a nuestras espaldas. La multitud estalló en silbidos y aplausos. Yo jadeaba. La última vez que había sentido una sensación como ésa fue aquel día de invierno de 1975, justo después de cortar la última cometa, cuando vi a Baba en nuestra azotea aplaudiendo, gritando.

Miré a Sohrab. Una de las comisuras de su boca había cambiado de posición y se curvaba hacia arriba.

Una sonrisa.

Torcida.

Apenas insinuada.

Pero sonrisa.

Detrás de nosotros se había formado una
melé
de voladores que perseguían la cometa sin hilo que flotaba a la deriva por encima de los árboles. Parpadeé y la sonrisa había desaparecido. Pero había estado allí. La había visto.

—¿Quieres que vuele esa cometa para ti? —Tragó saliva. La nuez se le levantó y descendió acto seguido. El viento le alborotaba el pelo. Creí verlo asentir—. Por ti lo haría mil veces más —me oí decir.

Me volví y eché a correr.

Fue sólo una sonrisa, nada más. No lo haría todo mejor. No haría nada mejor. Sólo era una sonrisa. Algo minúsculo. Una hoja en medio de un bosque, temblorosa como un pájaro asustado que emprende el vuelo.

Pero la recibiría. Con los brazos abiertos. Porque cuando la primavera llega, la nieve se derrite copo a copo, y tal vez lo que acababa de presenciar fuera el primer copo de nieve que se derretía.

Corrí. Era un hombre hecho y derecho corriendo junto a un enjambre de niños alborozados. Pero no me importó. Corrí con el viento en la cara y con una sonrisa en los labios tan ancha como el valle del Panjsher.

Corrí.

Agradecimientos

Estoy en deuda con los siguientes colegas por su consejo, ayuda o apoyo: el doctor Alfred Lerner, Dori Vakis, Robin Heck, el doctor Todd Dray, el doctor Robert Tull y la doctora Sandy Chun. Gracias también a Lynette Parker del East San Jose Community Law Center por asesorarme sobre los procedimientos de adopción, y al señor Daoud Wahab por compartir sus experiencias en Afganistán conmigo. Agradezco la tutela y el apoyo de mi querido amigo Tamim Ansary, y el ánimo y el intercambio de ideas de la pandilla del San Francisco Writers Workshop. Quiero dar las gracias a mi padre, mi amigo más antiguo y la inspiración de todo lo noble que hay en Baba; a mi madre, que rezó por mí e hizo
nazr
en todas las fases de la escritura de esta novela; y a mi tía, que me compraba libros cuando yo era joven. Gracias también a Ali, Sandy Daoud, Walid, Raya, Shalla, Zahra, Rob y Kader por leer mis historias. Asimismo quiero dar las gracias al doctor Kayoumy y a su mujer —mis otros padres— por su calidez y apoyo incondicional.

Debo dar las gracias a mi agente y amiga, Elaine Koster, por su sabiduría, paciencia y gentileza, así como a Cindy Spiegel, mi atenta y juiciosa editora, que me ayudó a abrir muchas de las puertas de este relato. Y también me gustaría dar las gracias a Susan Petersen Kennedy por arriesgarse con este libro, y al equipo de Riverhead por trabajar con él.

Por último, no sé cómo dar las gracias a mi maravillosa mujer, Roya —a cuya opinión soy adicto—, por su gracia y bondad, y por leer, releer y ayudarme a corregir todos los borradores de esta obra. Te querré siempre por tu paciencia y comprensión, Roya
jan
.

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