La cuestión de cómo leer
Crimen y castigo
se convierte pronto en una pregunta precisa: ¿cuál es la causa de que Raskolnikov se vuelva asesino? Una vez más como Macbeth, está repleto de buenas cualidades; sus impulsos son en lo esencial decentes, por cierto humanos. Me asombra que el eminente novelista moderno italiano Alberto Moravia haya visto en Raskolnikov un precursor de los comisarios stalinistas, que eran más conocidos por oprimir a otros que por atormentarse a sí mismos. Lo mismo que Svidrigáilov, su parodia demónica, Raskolnikov se autocastiga; el masoquismo que practica es absolutamente incompatible con el profeso deseo de ser un Napoleón. En cierto sentido, Raskolnikov mata para descubrir si es o no un Napoleón en potencia, aunque tiene sobradas razones para creer que no lo es ni por asomo. Quizá sea más profunda la feroz culpa de Raskolnikov,
que precede a los crímenes
. De que lo suyo sea una versión grosera de la voluntad de sufrir de Sonia tengo serías dudas. Tampoco es un doble pasivo de Svidrigáilov, cuyo sadismo malevolente es una máscara para «marchar a América», esto es, para suicidarse. Parece imposible distanciar a Raskolnikov de Dostoievski, que a los veintiocho años soportó ocho meses de prisión solitaria por haber sido parte de un grupo extremista. Bajo sentencia de muerte, sus compañeros y él recibieron el indulto cuando ya se hallaban ante el pelotón de fusilamiento. Siguieron cuatro años de trabajos forzados en Siberia, en el curso de los cuales Dostoievski se hizo monárquico reaccionario y devoto fiel de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Raskolnikov va siete años a Siberia, leve sentencia por un doble asesinato, pero ha confesado los crímenes y el tribunal lo ha declarado demente al menos en parte, sobre todo en el momento del acto. No veo cómo un lector común y abierto podría atribuir con mediana certeza algún motivo a las transgresiones de Raskolnikov, en cualquiera de los sentidos corrientes de la palabra
motivo
. La malignidad, hondamente arraigada en Svidrigáilov —como en Yago y Edmund— tiene escaso lugar en las psiquis de Raskolnikov y Macbeth, lo cual hace sus caídas aún más aterradoras. Tampoco progresamos mucho buscando en Raskolnikov y Macbeth el Pecado Original. Ambos sufren de imaginaciones poderosamente prolépticas o proféticas. En cuanto perciben que una acción potencial será un avance para la personalidad, dan el salto y experimentan el crimen como si ya lo hubieran cometido, con toda la culpa consiguiente. Con una imaginación tan potente, y una consciencia tan culpable, el asesino real es apenas una copia o una repetición, un auto-agresor que lacera la realidad, aunque sólo para completar lo que en cierto modo ya se ha hecho.
Absorbente como es
Crimen y castigo
, resulta imposible limpiarla de tendenciosidad, el invariable defecto de su autor. Dostoievski es un sectario, y en todo lo que escribe deja explícita su feroz perspectiva. Lo que se propone es levantarnos, como a Lázaros, del nihilismo o el escepticismo y convertirnos a la Ortodoxia. Escritores tan eminentes como Chéjov y Nabokov han sido incapaces de soportarlo; no lo consideraban un artista sino un estridente pseudoprofeta. Para mí, cada relectura de
Crimen y castigo
es una experiencia terriblemente poderosa pero un tanto nociva; casi como si fuese un
Macbeth
compuesto por el propio Macbeth.
Raskolnikov nos lastima (como nos lastima Macbeth) porque no podemos desatarnos de él. A mí Sonia me parece del todo insufrible, pero ni Dostoievski tenía el poder de crear una santa cuerda; lo que siento ante ella es crispación. Pero es extraordinario que Dostoievski haya podido darnos dos personajes secundarios tan nítidos como Porfiri, el juez de instrucción que es el poderoso oponente de Raskolnikov, y el asombrosamente plausible Svidrigáilov, cuya fascinación no se agota nunca.
Porfiri, investigador consumado, es una especie de pragmático y un utilitarista; cree que mediante el ejercicio de la razón puede alcanzarse el mayor bien para la mayoría. Supongo que cualquier lector, incluido yo, preferiría cenar con Porfiri que con el peligroso Svidrigáilov, pero sospecho que Dostoievski habría preferido al segundo. En un juego de espera de hermosa composición, Porfiri se compara sin ningún reparo con una vela, y a Raskolnikov con la polilla que vuela alrededor:
—¿Y si huyo, qué? —preguntó Raskolnikov con una sonrisa extraña.
—No huirá usted. Huiría un campesino, o un disidente moderno, cualquier lacayo de ideas ajenas, porque a esos basta con enseñarles la punta del dedo, como al Grumete Obediente, para que el resto de sus vidas crean lo que uno quiera. Pero usted, que ya no cree ni en su propia teoría, ¿por qué iba a huir? ¿De qué le valdría ocultarse? La vida del fugitivo es larga y odiosa, y lo que usted más necesita es una posición y una existencia definidas, y una atmósfera adecuada. ¿Qué clase de atmósfera tendrá si escapa? Huya y verá como acaba regresando de usted mismo.
No puede seguir adelante sin nosotros
.
Este es un momento merecidamente clásico en la historia de la «novela detectivesca»: difícil encontrar algo más sutil que el «
No puede seguir adelante sin nosotros
» que la vela Porfiri asesta a la polilla Raskolnikov. Uno siente que incluso el soberbio Chéjov se equivocaba; subestimar a Dostoievski es riesgoso, incluso cuando no se le tiene ninguna estima.
Más riesgoso y aún más memorable es Svidrigáilov, nihilista auténtico y extremo final de lo que podría llamarse vía shakesperiana en Dostoievski (si añadimos al Stavroguin de Los demonios). Svidrigáilov es un personaje tan fuerte y raro que ante él casi me retracto de haber acusado a Dostoieveski de tendencioso. Raskolnikov se enfrenta a Svidrigáilov, que persigue a Dunya, hermana del protagonista. He aquí a Svidrigáilov hablando de la mujer que lo rechazará ahora y siempre:
Pese a la sincera aversión que Avdotia Romanovna me tiene, y a mi aspecto permanentemente sombrío e intimidatorio, al fin se apiadó de mí; se apiadó de un alma perdida. Y desde luego que cuando su corazón empieza a sentir piedad por un hombre, una muchacha se encuentra en grave peligro. Le da por querer «salvarlo», hacerlo entrar en razón, educarlo, ponerle delante metas nobles y despertarlo a una nueva vida y nuevas actividades… Bien, todos sabemos lo que se llega a soñar en esas circunstancias. Yo comprendí enseguida que el pájaro había volado al nido de la voluntad propia y a mi vez puse en marcha los preparativos. Da la impresión de que frunce usted el ceño, Rodión Romanóvich. Descuide. Como bien sabe, el asunto no llegó a nada. (¡Demonios, qué cantidad de vino estoy bebiendo!) Sabe, desde el comienzo mismo me pareció una pena que el azar no hiciera nacer a su hermana en el segundo o tercer siglo de nuestra era, como hija de un príncipe cualquiera o de un gobernador o procónsul de Asia Menor. Sin duda habría sido una mártir, y por supuesto habría sonreído mientras le quemaban los pechos con pinzas al rojo vivo. Pienso que hasta lo habría provocado. Y en el siglo cuarto o quinto se habría ido al desierto egipcio a vivir treinta años de raíces, éxtasis y visiones. Es esa clase de personas que se desviven por que alguien las torture, y si no consiguen el martirio son bien capaces de tirarse por la ventana.
Cuando queda demostrado que Advotia Romanovna (Dunia Raskolnikov) no podrá matarlo (aunque el deseo de hacerlo sea más desesperado que el de él por ella), Svidrigáilov «se marcha a América»: se suicida.
Como la de Stavroguin en
Los demonios
, la libertad de Svidrigáilov es absoluta y también absolutamente aterradora. Aunque Raskolnikov nunca se arrepiente, en el epílogo se quiebra y cede a la santidad de Sonia. Pero es Svidrigáilov, no Raskolnikov, quien escapa de la feroz ideología dostoievskiana y se diría que escapa del libro. Aunque nadie quiera escribirlo en las paredes del metro, bien puede ocurrir que el lector llegue a murmurar: «Svidrigáilov vive».
Retrato de una dama
, mi novela favorita de Henry James, apareció originalmente en 1880-81. Más de un cuarto de siglo después, en 1908, James la revisó extensamente para la New York Edition de sus novelas y cuentos. Tenía treinta y siete años cuando hizo el primer boceto de Isabel Archer y sesenta y cinco cuando lo revisó.
Como hay casi dos Isabeles Archer, el lector hará bien en escoger su edición con cuidado, siendo siempre preferible la versión última. No ha habido ningún novelista —ni siquiera Cervantes, Austen o Proust— con una conciencia tan vasta como la de James. Habría que volver a Shakespeare para encontrar, como dijo Emily Dickinson, una demostración mayor de que el cerebro es más ancho que el cielo. Heroína de la conciencia, Isabel Archer manifiesta en la revisión de 1908 una conciencia palpablemente expandida.
¿Por qué leer
Retrato de una dama
? Si bien deberíamos leerla en virtud de muchos propósitos, y para obtener copiosos beneficios, un propósito primordial y un beneficio considerable de la lectura profunda es sin duda el cultivo de la conciencia individual. Entusiasmo y lucidez: tales son los atributos de la conciencia del lector solitario que aumenta en mayor medida la lectura. Pienso que la información social pasada o contemporánea es un rédito periférico, y la conciencia política un dividendo aún más tenue.
Con la revisión de
Retrato de una dama
, la casi-identidad de James con Isabel Archer se intensifica. Dado que Isabel es el personaje más shakespeariano de James, su identidad está puesta en la perspectiva del lector. En la edición revisada James nos guía más; por eso puede afirmarse que en 1881 Isabel es una personalidad más rica y enigmática que en 1908. En otras palabras, a medida que su mirada sobre Isabel va cambiando, el más consumado novelista norteamericano parece confiar menos en los lectores y más en sí mismo.
En 1881 Isabel es víctima de su propia búsqueda de autonomía. En 1908, James convierte su pérdida parcial de autonomía —causada por errores de juicio— en una dilatación de conciencia. Al costo aparente de una buena parte de libertad, ve muchas más cosas. Por adoptar un talante actual: a la lectora feminista la satisfaría más la Isabel de 1881 que la más jamesiana de 1908, cuya preocupación primera es precaverse de los engaños. La temprana tendencia de Isabel a la confianza en sí, valiente pero errónea, es reemplazada por un énfasis en la óptica superior de la propia identidad. La autoconfianza es la doctrina principal de Ralph Waldo Emerson y —como en algún plano interior James debía saber— Isabel es una hija de Emerson. Considerando que Henry James padre nunca logró independizarse de Emerson, hay que leer con mucha cautela los comentarios de su hijo sobre el Sabio de Concord:
No exagera uno mucho, ni se queda corto, si dice que de los escritos de Emerson que en general no están en absolutocompuestos.
Pero no hay nadie con una visión más firme y constante, y sobre todo más natural, de nuestras necesidades y nuestra capacidad en materia de aspiración e independencia.
… la rareza del genio de Emerson, que para las gentes atentas lo ha erigido en el primer espíritu americano de las letras y el único verdaderamente singular…
La primera observación es casi absurda de tan condescendiente; basta leer el ensayo de Emerson titulado «La experiencia» para disentir con James. Pero el segundo párrafo es pura Isabel Archer; ésa es exactamente la visión de ella. En cuanto al tercero, dudo de que James pensase eso de veras; él prefería a Hawthorne, el incómodo compañero de viaje de Emerson. La apasionada Hester Prynne, de
La letra escarlata
de Hawthorne, me parece una heroína mucho más emersoniana que Isabel Archer, que huye de la pasión como huía de ella Henry James. Emerson amó a sus dos esposas, Ellen y Lidian; puede que con más pasión a Ellen, que murió tan joven. El responsable de la represión que Isabel ejerce sobre su naturaleza sexual no es Emerson sino James. Nunca muy lector de novelas, Emerson leyó
La letra escarlata
pero la subestimó; y dudo de que hubiera admirado
Retrato de una dama
. No obstante habría reconocido en Isabel Archer a una auténtica hija suya, y deplorado el esteticismo que la lleva a elegir por esposo al horrendo Gilbert Osmond, parodia a la vez de Emerson y de Walter Pater, sumo sacerdote del movimiento estético en Inglaterra.
Quizá resulte útil, para una primera lectura de
Retrato de dama
, comprender que Isabel Archer siempre se nos presenta mediada por el narrador, Henry James, y por sus admiradores: Ralph Touchett, lord Warburton y Gaspar Goodwood (¡nombre imperdonable y escandaloso!
[9]
) De Isabel en tanto personalidad dramática, en el sentido shakesperiano, James es capaz de darnos muy poco. Le otorgamos confianza por la destreza compleja y magistral con que James estudia su conciencia, y por el fortísimo efecto que causa en todos los personajes de la novela, mujeres u hombres —con la irónica excepción de su marido, el
poseur
Osmond. Para éste, ella no debería ser más que un retrato o una estatua; la amplitud de alma de Isabel lo ofende en su estrechez. Como reconocen todos los lectores, el enigma crucial de la novela es por qué se casa ella con el agotador Osmond y, aún más, por qué vuelve con él al final.
¿Por qué se enamoran de Isabel Archer tantos lectores, mujeres y hombres? Si ya en la primera juventud uno es un lector lo bastante intenso, es muy probable que su primer amor sea ficticio. Célebremente definida por James como «heredera de todas las edades», Isabel Archer nos atrae a muchos porque es el arquetipo de todas esas jóvenes ficticias o reales anhelantes de fatalidad: muchachas que buscan la realización completa de su potencial sin deponer un idealismo reacio al egoísmo. La Dorothea Brooke de
Middlemarch
, de George Eliot, tiene aspiraciones valientes, pero sus anhelos trascendentes carecen del elemento que le añade a Isabel el emersonismo: un impulso hacia la libertad interior a casi cualquier costo.
Puesto que Isabel es el autorretrato de James como dama, su conciencia tiene que ser extraordinariamente amplia, casi rival de la de su creador. Esto vuelve más bien irrelevante el juicio moral que el lector emita sobre su carácter. El novelista Graham Greene, discípulo de James, insistía en que la pasión moral de éste en
Retrato de una dama
se centra en la idea de traición tal como la ejemplifica madame Merle, que trama exitosamente casar a Isabel con Osmond para que éste y Pansy (la hija de Merle con Osmond) puedan gozar de la fortuna de Isabel. Pero, pese al engaño, madame Merle deja escasa huella en la holgada conciencia de Isabel. La traición obsesionaba a Greene muchísimo más que a James.