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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cómo ser toda una dama (29 page)

BOOK: Cómo ser toda una dama
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—Me duele… el trasero —murmuró a modo de excusa con su doncella.

—Por supuesto, señorita —replicó Jane mientras le retorcía un par de mechones de pelo antes de colocárselos en su sitio.

—¡Ay!

—Seguro que la condesa no se queja ni se mueve mientras su doncella la peina, ¿no cree?

Viola la miró a través del espejo, echando chispas por los ojos.

—¿No se supone que eres una criada? ¿Mi criada? ¿Le hablaste así al señor Seton cuando te contrató? ¿Te pidió referencias?

—No y sí, señorita —la doncella apretó los labios.

Una vez que Jane acabó de peinarla, Viola se echó un vistazo y estuvo a punto de reír. O de llorar.

Hizo un mohín y se quitó todas las horquillas que le sujetaban el tirante recogido. Una vez que se soltó el pelo, se lo cepilló. Cuando lo tuvo desenredado, se hizo una trenza, levantó la barbilla con orgullo y así pasó frente a Jane mientras salía del dormitorio para bajar al comedor matinal.

Se perdió. Antes de llegar, tres criados distintos le indicaron el camino. Cuando por fin encontró el comedor, estaba un poco mareada y no supo muy bien cómo había llegado. La estancia era muy bonita. La puerta estaba flanqueada por dos criados y los rayos del sol entraban por las altas ventanas.

—Buenos días, señorita Carlyle —la saludó el señor Yale, que soltó el periódico y se levantó para hacer una reverencia.

Jin, que estaba al lado de una ventana, se volvió y le hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

Un nubarrón invadió la mente de Viola. ¿A pesar de estar en la casa de un conde de repente decidía no hacerle una reverencia, y sí se la había hecho cuando estaban a bordo de un barco? Era un hombre insoportable, y encontrarse en su presencia después de tantas semanas sin verlo era como beber agua fresca después de haber estado en una isla desierta.

Se percató de que observaba su camisa, su chaleco y sus calzas con el asomo de una sonrisa en los labios. Y la invadió una repentina debilidad. Por fuera aún parecía una mujer de mar, salvo por la ausencia del tahalí donde llevaba las armas, que estaba guardado. Sin embargo, por dentro se sentía como uno de los profiteroles de crema franceses que Serena la había obligado a comer la noche anterior después de la cena. ¡Era maravilloso sentirse como un profiterol de crema! A lo largo de los años, se había obligado a endurecerse, pero en el fondo jamás le había gustado. Porque ella no era así por naturaleza.

Por desgracia, su naturaleza la instaba a enamorarse de hombres que no la correspondían. Jin debía marcharse. Debía hacerlo. Y después disfrutaría por fin de esa temporada de descanso entre los ricos y los poderosos.

—Pensaba que ya se habría marchado —comentó, tratándolo con formalidad.

Él enarcó una ceja.

—Tengo pensado hacerlo en breve. Pero me apetecía desayunar antes.

Viola se sintió fatal. «
Tonta, tonta, tonta
», se dijo.

—¿Adónde va?

El señor Yale rió por lo bajo.

—Eso es como preguntarle a un tiburón lo que planea cenar. El señor Seton siempre va donde le place, señorita Carlyle, y nunca se lo comunica a los demás. ¿No es así, amigo mío?

Jin se acercó al aparador y cogió una taza.

—¿Esperas seguir mis movimientos, Yale? —preguntó mientras se servía café—. Pensaba que ya no hacías ese tipo de cosas.

—Es una antigua costumbre —adujo el señor Yale para restarle importancia al tiempo que retiraba la silla de Viola—. Señorita Carlyle, ¿quiere que le pida a uno de estos eficientes caballeros que le prepare un plato con una selección de delicias para desayunar? —sugirió, señalando hacia los criados.

Viola tenía el estómago un poco revuelto por culpa de los profiteroles de crema de la noche anterior. Esas delicias rellenas no podían ser buenas para un estómago acostumbrado a los bizcochos duros y a las galletas infestadas de gorgojos.

—Té —dijo mientras se sentaba, consciente de que las miradas de los hombres estaban clavadas en ella. Carraspeó—. ¿Cómo es que se conocen?

—Nos presentó un viejo amigo.

—¿Quién? —preguntó ella, que se puso de pie para aceptar la taza y el platillo que le llevaba el criado. Sus manos chocaron, el té se derramó y tanto el puño de su camisa como el guante del criado acabaron manchados—. ¡Ay, lo siento! —se disculpó mientras cogía una servilleta para limpiarle el guante.

—No es nada, señorita —le aseguró el criado, colorado como un tomate.

—Oh, no debería… Lo siento mucho.

El criado le hizo una reverencia y se marchó de la estancia. El señor Yale se acercó al aparador y le sirvió otra taza de té.

—Nos presentó el vizconde Gray. Un hombre serio y responsable; un gran tipo, de hecho. Y además de presentarme a nuestro lobo de mar, aquí presente, indirectamente también ha sido el artífice de que la conozca a usted, por lo que le estoy agradecido —dejó una humeante taza de té frente a ella y esbozó una sonrisa afable.

—No creo que sus halagos sean sinceros, señor Yale —murmuró ella.

—Lo son, señorita Carlyle —le aseguró el caballero—. No todos los días se tiene la fortuna de conocer a una joven que ha hecho algo útil con su vida. La interesantísima conversación que mantuvimos ayer sobre su barco contribuyó a que el viaje me pareciera muy corto.

—Gracias —miró a Jin de reojo. Él parecía estar analizando su taza de café—. Debo admitir que no recuerdo muy bien de qué estuvimos hablando, aunque me gustó la historia que nos contó sobre la hermana de lord Savege y cómo conoció a su marido mientras estaban atrapados en una posada por culpa de una ventisca. Supongo que estaba cansada —o más bien distraída, pensando en el hombre que cabalgaba tras el carruaje y en la forma de arrancárselo del corazón.

—Ah, sí. Hicimos el trayecto a una velocidad inusual. Aquí nuestro amigo es un tipo dictatorial, que no tiene en cuenta los deseos de los demás, ni siquiera los de una dama —comentó el señor Yale con su característica socarronería—. Podría decirse que es un poco brutal.

Viola lo miró y se percató de que había algo más en su mirada además de la sorna. El hombre desvió la vista hacia el otro extremo de la estancia y la clavó en Jin.

—¡Aquí estáis! —Serena entró en el comedor matinal con una enorme sonrisa. Llevaba un vestido de muselina azul ribeteado con encaje. Al coger la mano de Viola, se percató de que tenía el puño de la camisa mojado—. Señor Yale, ¿qué ha hecho? ¿Tirarle el té encima a mi hermana? Qué truhán…

—Me parece un término muy medieval —replicó él, entrecerrando sus ojos grises—. Señorita Carlyle, si adopto el papel de truhán, ¿consideraría la idea de ser la damisela en apuros? Así podría reformarme y su hermana me miraría con mejores ojos.

Viola deseó poder sonreír, pero fue incapaz de hacerlo.

—Ser, el señor Yale no ha derramado el té. He sido yo.

—Da igual quién lo haya hecho, pero no puedes seguir con esa camisa manchada. Ven, querida —la instó a levantarse de la silla—. Te cambiarás de ropa y desayunaremos en la terraza. Tiene vistas al mar y la brisa es maravillosa esta mañana, así que no pasaremos calor —se pegó al costado el brazo mojado de Viola—. Jinan, el señor Button me ha dicho que has ordenado que ensillen tu caballo. ¿Debes irte tan pronto? Al menos, quédate hasta que Alex vuelva de Londres.

Jin le hizo una reverencia.

—Milady, lo siento mucho, pero tengo asuntos que resolver en la ciudad.

Viola sintió una extraña opresión en el corazón. Jin hablaba con un acento muy inglés… y extrañamente formal.

—Negocios —musitó el señor Yale—, siempre negocios pese a los votos y las declaraciones.

—Yale, me vas a perdonar, pero no recuerdo haber hecho declaración alguna.

—Veo que no incluyes los «votos».

—Pues no. Aunque estoy seguro de que esta conversación aburre a las damas. Lady Savege, si es tan amable, dígale a su marido que volveré en cuanto pueda. Lo haré encantado.

—Excelente —replicó Serena, dándole un apretón en la mano a Viola—. ¿Nos vamos, pues?

Ella asintió en silencio. Jin la estaba mirando. Que dijera que pensaba volver significaba bien poco. Podría estar lejos quince días o un año.

Esa era la despedida.

Se obligó a hablar.

—Que tenga un buen viaje —consiguió decir.

Jin sí le hizo una reverencia en esa ocasión, pero se mantuvo en silencio y distante. Viola sintió el escozor de las lágrimas en la garganta. Apartó la mirada de él y siguió a Serena.

—Ser —dijo mientras subían la escalera—, me gustaría comprarme un vestido nuevo. Tal vez unos cuantos. ¿Hay algún establecimiento cerca donde pueda hacerlo?

—Por supuesto. Lo que tú quieras. Pero ni hablar de que vayas a una tienda. Haremos venir a la modista de Avesbury. Confecciona los vestidos más bonitos de todo Devonshire. Será muy divertido vestirte, tanto como cuando lo hacía de pequeña. Nunca te importó la ropa que llevaras, siempre y cuando te diera libertad para correr con comodidad.

Viola respiró hondo.

—Me gustaría que me enseñaras a ser una dama.

Serena frunció el ceño.

—Vi, ya eres una…

—No, salta a la vista que no lo soy. Si alguna vez aprendí todo lo que una dama tiene que saber, he debido de olvidarlo —enderezó los hombros—. Pero me gustaría aprender a ser una e intentarlo antes de decidir si me conviene o no.

—¿Si te conviene? —le preguntó su hermana, con voz estridente—. ¿Estás planeando volver a América? ¿Tan pronto?

Viola le cogió las manos.

—No. No. No lo sé con seguridad. De verdad. Me encantaría quedarme aquí contigo, pero es que he dejado toda mi vida atrás. Mi barco, mi tripulación y… en fin, no importa. Ser, debes enseñarme a ser una dama. Te prometo que seré una alumna aplicada.

De la misma forma que había aprendido a izar una vela y a aparejar un barco, aprendería a ser una dama. Quince años antes el hecho de aprender el oficio de un marinero había sido el único modo de soportar la pérdida de su familia, de su vida en Glenhaven Hall y la muerte de su madre.

En ese momento, se lanzaría de lleno al proyecto de convertirse en una dama de la que su hermana se enorgulleciera. Ya no dormiría en el diván, ni se vestiría como un hombre, ni les echaría encima el té a los sirvientes. Y si se mantenía ocupada con esa monumental tarea, tal vez olvidara unos cristalinos ojos azules y los devastadores abrazos del hombre brutal a quien le había entregado tontamente el corazón.

—Es una mujer despampanante —susurró Yale, con la vista clavada en el vano de la puerta por la que habían desaparecido lady Savege y Viola—. Preciosa.

Jin miró al criado y le ordenó sin palabras que se marchara.

El galés soltó un suspiro afectado.

—Ah, por lo que se ve, no estamos de humor para hablar de mujeres guapas, sino de negocios. Una lástima —se acomodó en la silla, mostrando la imagen indolente de un aristócrata moreno y elegante.

Jin no se dejó engañar por esa falsa apariencia.

—Tendrás muchas oportunidades para coquetear con la señorita Carlyle cuando me vaya.

—Pero sería mucho más divertido coquetear con ella mientras tú estás aquí. Me gusta ver sufrir a los hombres ricos.

Jin no se molestó en corregirlo. Como siempre, Yale era muy perspicaz con las personas. Era una de las razones por las que confiaba en él y también una de las dos razones por las que había decidido abandonar Savege Park tan pronto. La otra era mucho más incómoda y tenía mucho que ver con la imposibilidad de estar en la misma habitación que ella sin desear tocarla. Sin embargo, no podía volver a tocarla, y tampoco quería que sus pensamientos se vieran sometidos al escrutinio de Yale.

Tenía otro sitio al que ir. El otro objetivo que debía lograr puesto que ese ya estaba zanjado.

—¿Sigues a dos velas, Wyn?

—¿Por qué si no crees que me he mostrado tan presto para acatar tus órdenes desde el otro lado del océano? Lo hago por la esperanza de que aflojes un poco de pasta, ¿sabes?

—Yo no sé nada. Jamás me has pedido una sola libra —se apoyó en el aparador—. Constance me ha escrito. Está preocupada por ti.

—Por supuesto que lo está. Constance siempre debe preocuparse por alguien y ya no tiene a Leam. Colin, el lord Comandante y Jefe Supremo, no le da motivo de preocupación a una mujer temerosa como ella y, en todo caso, está tan ocupado burlándose de
La Dama de la Justicia
que siempre está alegre. Y tú, por supuesto, llevas tanto tiempo ausente que ni siquiera recordábamos tu cara. Así que supongo que sólo puede preocuparse por mí.

—Un buen discurso —Jin se llevó la taza de café a los labios. Ya estaba frío, pero el día prometía ser caluroso, así que disfrutaría del calor una vez que se pusiera en camino. Un camino que lo alejaría de Viola Carlyle de una vez por todas, y para siempre—. Constance no es una mujer temerosa ni mucho menos. ¿Tiene motivos para estar preocupada?

Yale se volvió hacia él con los ojos entrecerrados y su característica sonrisa torcida.

—¿No puedes averiguarlo por ti mismo, amigo mío?

—No he ordenado que te sigan, si te refieres a eso.

—Ah —exclamó Yale al tiempo que asentía con la cabeza—, una novedad.

—Por supuesto, sólo ordené que te siguieran en aquella ocasión.

—Y supongo que ahora dirás que era Leam quien más te preocupaba en aquel entonces.

—Pues sí. Es cierto.

Yale lo miró con expresión pensativa.

—Nunca mientes, ¿verdad, Jinan?

—¿Puedo ayudarte en algo, Wyn? ¿Necesitas dinero?

El galés tamborileó con los dedos sobre la resplandeciente mesa.

—Más bien necesito una copa.

—De ahí la carta de Constance.

Yale lo miró echando chispas por los ojos.

—¿Sabes? Se me acaba de ocurrir una idea maravillosa, Jinan. Constance necesita un hombre del que preocuparse y tú llevas una vida muy peligrosa. ¿Por qué no te casas con ella y me la quitas de encima?

Jin enarcó una ceja.

—No. Escúchame —insistió Yale con un brillo malicioso en sus ojos plateados—. Una heredera casada con un rey Midas aventurero. La pareja perfecta. Así podrá preocuparse de ti durante los restos y no de mí. ¿Por qué no?

—Sí, claro, ¿por qué no?

—¿Cómo dices? ¿No te basta con una belleza extraordinaria y una enorme dote como alicientes? —se cruzó de brazos y adoptó una pose reflexiva—. Supongo que una dama también debe saber gobernar un barco para hacerse con la atención del
Águila Pescadora
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