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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cómo ser toda una dama (35 page)

BOOK: Cómo ser toda una dama
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Viola miró a Jin por encima del hombro, pero él tenía la vista clavada en la terraza.

No, no en la terraza. La tenía clavada más allá, en el mar.

Capítulo 23

A la atención de
La Dama de la Justicia

Brittle & Sons
, editores

Londres

Queridísima señora:

Envuelto en este modesto paquete no encontrará una delicia comestible, ni otro retrato de su persona (con cola). Comprendo que esos presentes, muestras del afecto que le profeso, no hayan sido de su agrado. Le envío lo único que un caballero que admira a una dama debe enviarle: poesía. La de Samuel Taylor Coleridge, más concretamente. Se la envío porque después de haber recibido devueltos todos los regalos que le he hecho llegar, necesito ayuda para saber qué debo enviarle a fin de que lo acepte.

Una cita de la Canción del viejo marinero.

Si quiere saber a dónde ir,

ella lo guía con delicadeza o crueldad.

¡Mira, hermano, mira!

Con qué elegancia lo guía.

Milady, le ruego que me guíe con clemente elegancia y que no devuelva este humilde presente.

Atentamente,

Halcón Peregrino

Secretario del
Club Falcon

Halcón Peregrino
:

Por más que acicale sus plumas y por más que se pavonee, acabará desplumado. Y sólo tendré que decirle: «¡El juego se ha terminado! ¡He ganado, he ganado!»

La Dama de la Justicia

Capítulo 24

El señor Yale se fue al día siguiente. Viola lo acompañó al vestíbulo, donde él le cogió la mano y se la llevó a los labios, pero no se la besó.

—Ha sido todo un placer, señorita Carlyle. Espero verla por la ciudad.

—Gracias. Ha sido usted muy amable.

—La amabilidad no ha tenido nada que ver.

—No creo que sepa lo que ha tenido o ha dejado de tener que ver —torció el gesto—. No me he expresado bien. O puede que no sea gramaticalmente correcto, al menos. Después de todos sus esfuerzos.

—Es usted encantadora, señorita Carlyle.

—Aún no he aprendido qué copa va con qué bebida o cómo atarme las ligas.

—Y, tal parece, que tampoco ha aprendido qué temas no debe discutir con un caballero —sus ojos grises relucían—. Pero no se preocupe, un criado siempre se ocupará de lo primero y no me cabe la menor duda de que otro hombre estará encantado de lo segundo.

Se puso colorada.

Él sonrió.

—¿Sabe? Creo que le voy a besar la mano después de todo. A lo mejor no me lo permiten en el futuro.

Viola apartó la mano a toda prisa. El señor Yale rió entre dientes, se puso el sombrero y se marchó.

Lady Emily, que se encontraba en el vano de la puerta del vestíbulo, salió en ese momento. Llevaba unos anteojos del color de su melena rubio platino y un libro en las manos.

—¿Se ha ido de verdad? —su voz sonaba más aguda que de costumbre.

—Sí. Le gusta meterse con usted. ¿Por qué?

—Porque tiene la cabeza hueca. Prefiero al señor Seton. Él no abruma a una mujer con tonterías mientras intenta hacerle creer que es una conversación.

Desde el frustrante encuentro en la terraza, el señor Seton no la había abrumado con conversación alguna. No lo había visto para que la abrumara ni para abrumarlo ella.

—El señor Seton es taciturno —murmuró.

—No. Es un pensador, señorita Carlyle. No se debe tachar a hombres como él de taciturnos sin más.

—¿Un pensador?

—El señor Seton lee —abrió el libro que llevaba como si buscara algo—. «El que no tiene temor a los hechos, tampoco tiene temor a las palabras». Es una cita de Sófocles. Me lo encontré en la biblioteca esta mañana, muy bien acompañado por Herodoto. Un compañero inestimable.

¿Heródoto? Podía ser una coincidencia. Pero ¿por qué le latía el corazón como aquella noche delante de la puerta de su camarote, cuando lo tocó por primera vez?

—¿Heródoto? —preguntó con su voz más inocente—. ¿Acaso ha llegado otro caballero a Savege Park a quien debo conocer?

—Heródoto murió hace unos dos mil años en Grecia. Espero que no se nos aparezca —tenía una expresión tan sincera que Viola se echó a reír.

Lady Emily entrecerró sus ojos esmeraldas.

—Interroga usted casi tan bien como el señor Yale, señorita Carlyle —pero sonrió.

—No lo odia, ¿verdad?

—Por desgracia, no puedo. Me ayudó en una difícil situación con mis padres, algo que no puedo olvidar, por más que me gustaría hacerlo. Es como un irritante hermano mayor.

—Me alegro. Me cae bien. Ha sido muy bueno conmigo.

Lady Emily volvió a inclinar la cabeza, con su elegante peinado, sobre el libro.

—Yo que usted, señorita Carlyle, no le atribuiría ese hecho al señor Yale —pasó otra página—. Es muy fácil cogerle cariño. Si todas las damas fueran como usted, no me importaría tanto ser presentada en sociedad —tras decir eso, echó a andar hacia la puerta opuesta, inmersa en su libro.

Después del almuerzo, en el que no estuvieron presentes los caballeros, Viola fue a la biblioteca en busca de lectura. Más de una vez.

Era la tonta más grande del mundo. Jin no estaba allí, por supuesto. De vuelta en el salón, lady Fiona le comunicó que los caballeros habían salido a montar. Viola pensó en ir al establo y ensillar un caballo, pero no sabía cómo hacerlo.

Los caballeros volvieron justo antes de la cena. En el salón, su hermanastro le regaló muchos halagos, pero a ella le dio igual su tonteo. Al menos, le hablaba.

Durante la cena y el té que la siguió, la conversación fue bastante animada y general, y Jin no se acercó a ella. Viola había aprendido lo suficiente acerca de los buenos modales como para saber que no podía levantarse de su asiento para ocupar uno más cerca de él. Pero lo haría si Jin demostraba, aunque fuera un poquito, que le gustaría que lo hiciera, algo que no sucedió. Parecía distraído, con la atención dividida entre el grupo donde se encontraba y la puerta de la terraza.

Esa noche durmió mal, atenta a los ronquidos de madame Roche a través de la pared, ya que sus dormitorios estaban pegados, y mientras se preguntaba dónde estaría el dormitorio de Jin. La idea de que pudiera estar en una de las estancias más accesibles en ese momento, tal vez bebiendo en el salón o jugando al billar con Alex y Tracy, casi la animó a vestirse para ir en su busca. Sin embargo, su orgullo herido no se lo permitía. Él no la deseaba, así que no lo perseguiría.

Al día siguiente, Serena se reunió con las damas para tomar el té en un establecimiento de Avesbury, un local muy coqueto junto a la tienda de la modista. Después del refrigerio, Serena llevó a Viola, a solas, a la tienda adyacente.

—¿Qué hacemos aquí, Ser? —echó un vistazo por el diminuto local, lleno de cintas, encajes y metros de tela—. Estoy segura de que la señora Hamper entregó todos mis… —se llevó una mano a la boca—. ¡Madre del amor hermoso! ¿Es para mí?

La sonrisa de Serena era tan radiante que no le cupo duda de que el reluciente vestido que llevaba la modista en las manos era para ella.

—¿Te gusta?

Viola extendió una mano para tocar la suave seda del color del atardecer, con diminutas perlas y lentejuelas en el corpiño que caían por la diáfana falda como gotas de lluvia bañadas por el sol.

—¿Cómo no me va a gustar? Pero…

—Es para el baile de mañana por la noche. Los vestidos que tienes son preciosos, pero ninguno es adecuado para una celebración de este calibre.

Viola puso los ojos como platos.

—Dime que el baile no es por mí.

—Claro que es por ti. Todos los vecinos de varios kilómetros a la redonda se han enterado que estás aquí. Se mueren por verte de nuevo después de tantos años —Serena torció el gesto—. Pero… ¿no quieres celebrarlo?

—Claro que sí —en absoluto. La mera de idea de convertirse en el centro de atención le provocaba sudores fríos. Estaba segura de que iba a hacer algo muy malo y que acabaría avergonzando a Serena, a Alex y al barón—. Gracias, Ser. Eres muy generosa y estaré encantada de ver a todas esas personas. Me pregunto si me acordaré de ellas —no le importaba. Sólo deseaba la compañía de un hombre de la que pronto se vería privada para siempre.

Malta. ¡Malta! Al otro lado del mundo… ¿No?

Cuando volvieron a casa, fue directa a la biblioteca. Él no estaba allí, pero sí vio un atlas con tapas doradas. Abrió el enorme tomo, encontró Inglaterra y trazó una línea hasta la bota que era Italia. Soltó un enorme suspiro. Por el amor de Dios, se estaba comportando como una niña, tal como él le había recriminado. Sin embargo, la lágrima que resbaló por su mejilla contenía la pena de una mujer.

Se la enjugó, cerró el libro con fuerza y lo devolvió a su estante.

Le importaba un comino lo que hiciera y adónde se fuera. Estaría muy bien sin él. Y tal vez, cuando el proyecto de convertirse en una dama desbordara su paciencia, regresaría a Boston, donde estaba su lugar. Si Alex le prestaba el dinero, podría comprarse otro barco y, con mejor equipo, embarcarse en nuevos proyectos. El viaje a Puerto España con el cargamento habría sido lucrativo si lo hubiera hecho con la idea de ganar dinero. Le alquilaría el barco a uno de esos ricachones mercaderes como el señor Hat, de modo que podría devolverle el dinero a su cuñado en un año. Con suerte. Con un barco en condiciones, también podría viajar a menudo a Inglaterra para ver a su familia. Eso sería maravilloso. La actividad le sentaba mucho mejor que la pasividad de ser una dama, a la espera de que sucedieran las cosas o a la espera de que otra persona tomara las decisiones en su nombre, como que se celebrara una fiesta a la que asistirían familias de varios kilómetros a la redonda. O a la espera de que un hombre volviera a mirarla como si la deseara y quisiera decirle algo importante.

¡Ay, por Dios!

Se llevó las manos a los ojos e inspiró hondo de forma entrecortada. No deseaba regresar a Boston ni al mar. Sólo deseaba a Jin. Pero no iba a tenerlo. Tenía que controlarse. Enderezó los hombros, se dirigió a la puerta, la abrió y se dio de bruces con un cuerpo duro.

Jin la cogió de los hombros. Y eso bastó para que ella se perdiera, ahogada por el placer de tocarlo de nuevo mientras su cuerpo ardía por completo. Consiguió abrir los ojos, aunque los párpados le pesaban muchísimo, y vio su hermosa boca a escasos centímetros de la suya, así como el tic nervioso de su mentón.

«
Bésame. Bésame
», suplicó en silencio.

Jin la apartó, se volvió y desapareció por el pasillo.

Temblorosa, confundida y furiosa porque, por primera vez en la vida, no podía decirle a un hombre lo que pensaba en realidad, Viola fue en busca de Serena para ayudarla a preparar el baile del día siguiente, ese gran evento que la presentaría a la sociedad, cuando en realidad ella sólo quería volver al bauprés de su viejo barco, para contemplar el atardecer con un pirata egipcio.

Su hermana estaba tumbada en el diván de su vestidor, ataviada con una bata azul, mientras acunaba a su hija en los brazos.

—Estás muy tranquila para ser una mujer a punto de celebrar un baile —comentó Viola.

—Estoy saboreando este momento de paz. He pasado todo el día recibiendo a los invitados que pasarán la noche aquí y asegurándome de que todo se hacía como era debido. Ahora mi marido se está encargando del resto. Se le da muy bien organizar fiestas —esbozó una sonrisa muy dulce, con un cariz íntimo.

A Viola le dio un vuelco el corazón.

—¿Papá llegó a odiar a mamá cuando murió o sólo odiaba a Fionn?

Serena puso los ojos como platos.

—No creo que odiara a ninguno de los dos.

—No. Estoy segura de que odiaba a mi padre —Viola jugó con el cordoncillo del delicado abanico blanco y dorado, decorado con pájaros exóticos. Serena acababa de regalárselo, después de que Jane la embutiera en su bonito vestido y le arreglara el pelo—. Fue muy desagradable con el señor Seton cuando hablaron la otra noche. Sobre todo al pronunciar la palabra «marinero». Casi se le atragantó.

—¿De verdad? —Serena se mordió el labio inferior—. No parece propio de papá. Pero supongo que tampoco es de sorprender, teniendo en cuenta la relación entre mamá y Fionn.

—Supongo que semejante devoción, que duró años a pesar de que no se vieron, es impresionante.

Ese día tampoco había visto a Jin, pero tenía los nervios a flor de piel de sólo pensar que iba a pasar la noche con él. Que iba a pasarla con unas setenta personas que le importaban muy poco.

—Nunca debieron conocerse, mucho menos hablar —Serena suspiró—. Pero lo hicieron. Y él fue incapaz de renunciar a ella, y ella tampoco pudo hacerlo por entero.

—Con razón a papá no le gustan los marineros.

—Tú eres un marinero y te quiere mucho.

—¿Puedo pasar? —vestido con ropa de gala, el conde de Savege irradiaba un aura elegante y viril que no pasaría desapercibida para ninguna mujer.

Viola había oído lo suficiente de boca de madame Roche para saber que en el pasado muchas mujeres habían reparado en Alex Savege. De hecho, no terminaba de entender cómo su dulce y soñadora hermana había aceptado el cortejo de semejante hombre. Sin embargo, no le cabía la menor duda de que le era fiel a Serena; su devoción era evidente.

—Pasa —Serena acarició la coronilla de Maria con un dedo—. Tu hija acaba de quedarse dormida, así que no hagas ruido —lo recorrió con la mirada—. Estás increíble esta noche.

—Me he visto obligado a hacer el vano intento de estar a la altura de tu esplendor —le hizo una reverencia—. No quiero avergonzarte.

—Pero puede que yo lo haga —dijo Viola, frunciendo la nariz.

—Claro que no lo harás —le aseguró Serena—. Estás preciosa y casi has dominado todas las clases que el señor Yale te ha dado —tenía un brillo risueño en los ojos.

—«Casi», eso es lo más importante. No he dejado de pisar a Alex mientras bailábamos… Y no lo niegues.

—Si no quieres bailar esta noche, no tienes por qué hacerlo —le dijo él.

—Supongo que no pasará nada si bailo sólo con mi padre y contigo. Pero preferiría no tener que pisarle los pies a un desconocido.

—Jinan no es un desconocido —comentó Serena—. Puedes pisarle los pies que seguro que no le importa. A Tracy tampoco.

El conde apoyó uno de sus anchos hombros en el marco de la puerta.

—El hecho de que Jin asista a una fiesta así es un milagro. Cuando Yale anunció el otro día que se iba, casi esperaba que Jin también lo hiciera. Que se haya quedado más de un día me sorprende.

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