—Es posible que necesite tu ayuda durante varias semanas -dijo ésta-. ¿Puedo contar contigo?
Entonces, Kondo elevó la mirada hacia ella. Bajo las sombras, Kaede no logró interpretar su expresión. Los blancos dientes de Kondo brillaron cuando esbozó una sonrisa y, al hablar, su voz tenía un tono de sinceridad, incluso de devoción:
—La señora Otori puede contar conmigo tanto tiempo como me necesite.
—Júralo -exigió Kaede, que se ruborizó al simular una autoridad que en realidad no poseía.
Las líneas que rodeaban los ojos de Kondo se contrajeron momentáneamente. Bajó la cabeza hasta tocar la estera con la frente y juró lealtad a Kaede y a su familia; pero a la muchacha le pareció detectar un matiz de ironía en su voz. "Los miembros de la Tribu siempre encubren algo" pensó, sintiendo un escalofrío.
—Ve a seleccionar 10 hombres de tu confianza -le pidió-. Comprueba si hay forraje suficiente para los caballos y si los graneros están en condiciones de proporcionar el refugio necesario.
—Señora Otori... -murmuró Kondo, y Kaede volvió a apreciar su tono irónico mientras se preguntaba cuánto sabía él, qué le habría contado Shizuka.
Ai regresó al poco rato, tomó la mano de su hermana y le dijo en voz baja:
—¿Quieres que anuncie tu llegada a nuestro padre?
—¿Dónde está? ¿En qué condiciones se encuentra? ¿Resultó herido en la batalla?
—Sólo tiene heridas leves. Pero no son las heridas... La muerte de nuestra madre, la pérdida de tantos hombres... A veces parece que su mente divaga y él no sabe dónde está. Habla con fantasmas y apariciones.
—¿Por qué no se quitó la vida?
—Cuando le trajeron de vuelta a casa tenía esa intención -la voz de Ai se quebró, y ésta rompió a llorar-. Yo se lo impedí. ¡Fui tan débil! Hana y yo nos abrazamos a él suplicándole que no nos abandonase. Yo escondí sus armas
—Ai volvió hacia Kaede su rostro empapado por las lágrimas-. Todo es culpa mía. Debería haber tenido más coraje; debería haberle ayudado a morir, y después acabar con mi vida y con la de Hana, tal y como debe hacer la hija de un guerrero. Pero me sentí incapaz de dar muerte a mi hermana, y tampoco podía dejarla sola. De modo que ahora vivimos humillados, y nuestra situación está llevando a nuestro padre a la locura.
Kaede pensó: "Yo también debería haber acabado con mi vida cuando me enteré de que el señor Shigeru había sido traicionado. Pero no lo hice. En cambio, maté a Iida". Entonces, acarició la mejilla de Ai y notó la humedad de su rostro.
—Perdóname-susurró ésta-. ¡He sido tan débil!
—No -rebatió Kaede-. ¿Por qué habías tú de morir? -su hermana tenía tan sólo 13 años, no había cometido ningún crimen-. ¿Por qué debería cualquiera de nosotros elegir la muerte? -prosiguió-. Optaremos por la vida. ¿Dónde está Hana?
—La envié al bosque con las mujeres.
En el pasado, Kaede apenas había experimentado la compasión, y este sentimiento, a menudo tan desgarrado como el sufrimiento, comenzó a despertar en ella. Recordó cómo había llegado hasta ella la diosa Blanca. La Misericordiosa había consolado a Kaede y le había prometido que Takeo volvería a su lado. Pero además de hacerle esa promesa, la diosa había solicitado su compasión: Kaede debería dedicar su vida a cuidar de sus hermanas, de sus seres queridos, de la criatura que llevaba en su vientre... Desde el exterior llegaba la voz de Kondo, que daba órdenes a los hombres, y ellos le respondían. Un caballo relinchó y otro lo imitó. La lluvia arreciaba, y al caer repiqueteaba de un modo que a Kaede le resultó familiar. La muchacha exhaló un suspiro.
—Debo ir a ver a nuestro padre -dijo entonces-. Después, he de dar de comer a los hombres. No sé si habrá alguien en las aldeas que pueda ayudarnos.
—Justo antes de que nuestra madre muriera, un grupo de granjeros vino a vernos. Se quejaron del impuesto sobre el arroz, del estado de los diques y los campos de cultivo, de la pérdida de la cosecha. Nuestro padre se puso furioso, e incluso se negó a hablar con ellos. Ayame los convenció para que se marcharan porque nuestra madre estaba enferma. Desde entonces ha reinado un ambiente de confusión. Los lugareños tienen miedo de nuestro padre; dicen que sufre una maldición.
—¿Y los vecinos?
—El señor Fujiwara solía visitar a nuestro padre de vez en cuando.
—No le recuerdo. Habíame de él.
—Es un hombre extraño, refinado y distante, de alta alcurnia, según dicen, y antes vivía en la capital.
—¿Inuyama?
—No, la verdadera capital, donde vive el emperador.
—Entonces, es un aristócrata...
—Supongo que sí. Habla de forma distinta a la gente de por aquí; yo apenas logro entenderle. Parece muy erudito. A nuestro padre le gustaba conversar con él sobre la historia y los clásicos.
—Bien, pues si vuelve a visitarnos, tal vez le pida consejo.
Kaede se quedó en silencio unos instantes. Mantenía un forcejeo con el cansancio; notaba una enorme pesadez en los brazos y en las piernas, al igual que en el vientre. Anhelaba poder tumbarse y dormir. En su fuero interno, se consideraba culpable por no sentir más dolor por la muerte de su madre o la humillación de su padre; pero en su alma ya no había espacio para más sufrimiento, y tampoco tenía la energía necesaria para enfrentarse a él.
Miró a su alrededor y observó la estancia. Incluso bajo la luz del crepúsculo, podía distinguir la estera deshilachada, los biombos rasgados y las manchas de humedad de las paredes. Ai siguió la mirada de su hermana.
—Me siento avergonzada -susurró-. Hay tantas cosas que reparar y tantas cosas que yo no sé hacer...
—Recuerdo cómo era esta sala -intervino Kaede-. Tenía una especie de resplandor propio.
—Fue obra de nuestra madre -replicó Ai, emitiendo un sollozo.
—Os aseguro que nosotras se lo devolveremos -prometió Kaede.
Desde la cocina llegó el sonido de una melodía, y la joven reconoció la voz de Shizuka, que cantaba la misma canción que Kaede había oído el día que la conoció, aquella balada de amor que hablaba de una pequeña aldea rodeada por un pinar.
"¿Cómo tendrá ánimo para ponerse a cantar?", pensó Kaede. Entonces, Shizuka entró en la estancia con paso decidido llevando una linterna en cada mano.
—Las encontré en la cocina -explicó-. Por fortuna los fogones estaban aún encendidos; estoy cocinando arroz y cebada. Kondo ha enviado a varios hombres a la aldea a comprar todo lo que encuentren, y las mujeres han regresado del bosque.
—Nuestra hermana debe de estar con ellas -dijo Ai, con un suspiro de alivio.
—Sí, y ha traído un montón de hierbas silvestres y de champiñones que insiste en cocinar.
Ai se ruborizó otra vez.
—Se ha vuelto medio salvaje -empezó a explicar.
—Quiero verla -pidió Kaede-. Después debes llevarme hasta nuestro padre.
Ai salió de la habitación. Kaede escuchó una breve discusión que tenía lugar en la cocina y, segundos más tarde, su hermana regresó con una chiquilla de unos nueve años.
—Ésta es Kaede, nuestra hermana mayor. Se marchó de casa cuando tú eras muy pequeña -le dijo Ai a Hana, antes de apremiarla-: Saluda como es debido a tu hermana mayor.
—Bienvenida a casa -susurró la pequeña.
Acto seguido, la niña se hincó de rodillas frente a Kaede e hizo una reverencia. Ésta se arrodilló frente a ella, la tomó de las manos y la incorporó. Entonces, la miró fijamente a la cara.
—Yo era más pequeña de lo que tú eres ahora cuando me fui de casa -le dijo, mientras examinaba los hermosos ojos de su hermana, las facciones perfectas que se ocultaban bajo la redondez propia de la infancia.
—Se parece mucho a ti, señora -comentó Shizuka.
—Espero que en el futuro tenga una vida más feliz que la mía -replicó Kaede, acercando a Hana hacia sí y abrazándola, para sentir que el delgado cuerpo empezaba a temblar. La niña estaba llorando.
—¡Mamá! ¡Quiero a mamá!
Los ojos de Kaede se llenaron de lágrimas.
—
Shhh...
Hana, no llores, hermanita -Ai trató de consolarla-. Lo siento -se excusó-. Todavía no lo ha superado. Nadie le ha enseñado cómo tiene que comportarse.
"Pronto aprenderá", pensó Kaede, "como tuve que hacer yo. Aprenderá a no mostrar sus sentimientos; a aceptar que la vida está basada en el sufrimiento y la pérdida; a llorar a solas, si es que llora alguna vez".
—Ven -intervino Shizuka, tomando a Hana de la mano-. Tienes que enseñarme a cocinar los champiñones. Son de una variedad que yo no conozco.
Los ojos de Shizuka se encontraron con los de Kaede por encima de la cabeza de la niña, y la sonrisa de la doncella se mostraba cálida y alegre.
—Tu criada es asombrosa -exclamó Ai cuando Shizuka y Hana se marcharon-. ¿Cuánto tiempo lleva contigo?
—Unos meses, desde antes de que yo abandonara el castillo de los Noguchi -respondió Kaede.
Las dos hermanas seguían arrodilladas en el suelo, sin saber qué decirse la una a la otra. La lluvia caía con insistencia y manaba de los aleros como una cortina de flechas de acero. Casi había oscurecido por completo. Entonces, Kaede pensó: "No puedo decirle a Ai que el mismísimo señor Arai me envió a Shizuka para participar en la conspiración para derrocar a Iida. Tampoco puedo contarle que pertenece a la Tribu. No puedo decirle nada. Es demasiado joven. Nunca ha salido de Shirakawa, no sabe nada del mundo".
—Supongo que debemos ir a ver a nuestro padre -anunció entonces.
Pero justo en ese momento se pudo oír la voz de éste, que llamaba desde el fondo de la casa.
—¡Ai! ¡Ayame! -sus pisadas se acercaban, y se iba quejando en voz baja-. ¡Ah! Todas se han marchado y me han dejado solo. ¡Mujeres inútiles!
Entró en la sala, y se detuvo en seco al ver a Kaede.
—¿Quién está ahí? ¿Es que tenemos visita? ¿Quién ha podido venir a estas horas de la noche, bajo la lluvia?
Ai se puso en pie y se dirigió hacia él.
—Es Kaede, tu hija mayor. Ha regresado. Está a salvo.
—¿Kaede? -preguntó, dando un paso hacia ella.
La joven no se levantó; pero, sin moverse del lugar en el que se encontraba, hizo una profunda reverencia hasta tocar el suelo con la frente.
Ai ayudó a su padre a arrodillarse frente a ella.
—¡Incorpórate, arriba! -dijo él con impaciencia-. ¡Contempla lo que queda de mí!
—¿Padre? -replicó Kaede, mientras levantaba un poco la cabeza.
—Soy un hombre humillado -se lamentó él-. Debería haberme dado muerte, pero no lo hice. Ahora estoy hueco por dentro; sólo estoy vivo a medias. Mírame, hija mía.
Era cierto que su padre había experimentado cambios terribles. Antes, siempre se había comportado con absoluto control y dignidad; pero en ese momento parecía un pálido reflejo de su ser anterior. En su rostro se apreciaba una incisión, aún sin curar, que iba desde la sien izquierda a la oreja, y la zona afeitada de alrededor de la herida. Llevaba los pies descalzos y la túnica manchada. Sus mandíbulas se mostraban oscuras por los restos de barba.
—¿Qué te ha ocurrido, padre? -preguntó Kaede, intentando no dejar al descubierto la furia que sentía por dentro.
Kaede había venido en busca de refugio, había acudido al hogar de su infancia que tanto había añorado durante ocho años... y lo había encontrado casi destrozado.
Su padre hizo un gesto de desgana.
—¿Qué importa eso ahora? Todo se ha perdido, sólo quedan ruinas. Tu regreso es el golpe final. ¿Qué fue de tu matrimonio con el señor Otori? ¡No me digas que ha muerto!
—No ha sido por mi culpa -rebatió Kaede con amargura-. Iida le asesinó.
Los labios de su padre se tensaron y a continuación su rostro palideció.
—Aquí no ha llegado ninguna noticia.
—Iida también ha muerto -continuó Kaede-. Las fuerzas de Arai han tomado Inuyama. Los Tohan han sido derrocados.
La mención del nombre de Arai le enfureció.
—Ese traidor -masculló, mientras miraba hacia la oscuridad como si entre las sombras acecharan los espíritus-. ¿Arai derrotó a Iida? -tras una pausa, prosiguió-: Parece que una vez más estoy en el bando de los perdedores. Mi familia debe de encontrarse bajo la influencia de una maldición. Por primera vez me alegro de no tener un hijo varón como heredero. Ahora Shirakawa desaparecerá sin que nadie lo lamente.
—¡Tienes tres hijas! -protestó Kaede, furiosa.
—Mi hija mayor también sufre una maldición, pues trae la muerte a todo hombre que se relaciona con ella.
—¡ Iida mató al señor Otori ! Todo fue una conspiración desde el principio. Mi matrimonio se concertó para que Shigeru fuera a Inuyama y cayese en manos de Iida.
La lluvia golpeaba con fuerza el tejado y caía en cascada desde los aleros. Shizuka apareció sigilosamente con más linternas, las colocó sobre el suelo y se arrodilló detrás de Kaede. "Tengo que controlarme", pensó ésta. "No debo revelarle toda la verdad".
Él miraba fijamente a su hija, confundido.
—Entonces, ¿estás casada, o no?
El corazón de la joven se aceleró. Nunca antes había mentido a su padre, y no acertaba a articular palabra. Giró la cabeza a un lado, como si la congoja la hubiera derrotado.
Shizuka susurró:
—¿Puedo hablar, señor Shirakawa?
—¿Quién es esta mujer? -preguntó él a Kaede.
—Es mi doncella. Me fue adjudicada en el castillo de los Noguchi.
El hombre observó a Shizuka y aprobó con la cabeza.
—¿Qué querías decirme?
—La señora Shirakawa y el señor Otori se casaron en secreto en Terayama -dijo la doncella en voz baja-. Vuestra pariente fue testigo, pero ella también murió en Inuyama, al igual que su hija.
—¿Ha muerto Maruyama Naomi? Las cosas van de mal en peor. Ahora el dominio pasará a manos de la familia de su hijastra. Más vale que también les entreguemos Shirakawa...
—Yo soy su heredera -interrumpió Kaede-. Me ha legado todas sus propiedades.
El padre de Kaede soltó una risita malhumorada.
—Llevan años reclamando el dominio. El marido de la hijastra de Naomi es primo de Iida, y está apoyado por muchos miembros de los Tohan y los Seishuu. Estás loca si crees que te van a permitir recibir esa herencia.
Kaede advirtió un ligero movimiento de Shizuka, que permanecía detrás de ella. Su padre sólo era el primer hombre que la advertía; todo un ejército, un clan entero, puede que incluso los Tres Países intentarían prevenirla.