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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (29 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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—Te traigo un recado importante. Mi yerno Bertaux quiere verte. No sé de qué se trata.

Bertaux era el jefe de la policía. Llegamos a su gabinete. El viejo poeta y yo nos sentamos junto al funcionario, frente a su mesa. Nunca he visto una mesa con más teléfonos. ¿Cuántos serían? Creo que no menos de veinte. Su rostro inteligente y astuto me miraba desde aquel bosque telefónico. Yo pensaba que en aquel recinto tan encumbrado estaban todos los hilos de la vida subterránea parisiense. Recordé a Fantomas y al comisario Maiget.

El jefe policial había leído mis libros y tenía un conocimiento inesperado de mi poesía.

—He recibido una petición del embajador de Chile para retirarle su pasaporte. El embajador aduce que usted usa pasaporte diplomático, lo que sería ilegal. ¿Es real esa información?

—Mi pasaporte no es diplomático —le respondí—. Es un simple pasaporte oficial. Soy senador en mi país y, como tal, tengo derecho a la posesión de este documento. Por lo demás, aquí lo tiene usted y puede examinarlo, aunque no retirármelo porque es de mi propiedad privada.

—¿Está al día? ¿Quién se lo prorrogó? —me preguntó el señor Bertaux tomando mi pasaporte.

—Está al día, por supuesto —le dije—. En cuanto a quién me lo prorrogó, no puedo decírselo. A ese funcionario lo destituiría el gobierno de Chile.

El jefe de policía examinó con detenimiento mis papeles. Luego utilizó uno de sus innumerables teléfonos y ordenó que lo comunicaran con el embajador de Chile.

La conversación telefónica se entabló en mi presencia.

—No señor embajador, no puedo hacerlo. Su pasaporte es legal. Ignoro quién se lo prorrogó. Le repito que sería incorrecto quitarle sus papeles. No puedo, señor embajador. Lo siento mucho.

Se traslucía la insistencia del embajador, y también era evidente una ligera irritación por parte de Bertaux. Por fin éste dejó el teléfono y me dijo:

—Parece ser un gran enemigo suyo. Puede permanecer en Francia cuanto tiempo desee.

Salí con Supervielle. El viejo poeta no se explicaba lo que ocurría. Por mi parte, sentía una sensación de triunfo mezclada con otra de repulsión. Aquel embajador que me hostigaba, aquel cómplice de mi perseguidor de Chile, era el mismo Joaquín Fernández que presumía de amistad hacia mí, que no perdía ocasión en adularme, que esa misma mañana me había enviado un recadito afectuoso con el embajador de Guatemala.

Raíces

Ehrenburg, que leía y traducía mis versos, me regañaba: demasiada raíz, demasiadas raíces en tus versos. ¿Por qué tantas?

Es verdad. Las tierras de la frontera metieron sus raíces en mi poesía y nunca han podido salir de ella. Mi vida es una larga peregrinación que siempre da vueltas, que siempre retorna al bosque austral, a la selva perdida.

Allí los grandes árboles fueron tumbados a veces por setecientos años de vida poderosa o desraizados por la turbulencia o quemados por la nieve o destruidos por el incendio. He sentido caer en la profundidad del bosque los árboles titánicos: el roble que se desploma con un sonido de catástrofe sorda, como si golpeara con una mano colosal a las puertas de la tierra pidiendo sepultura.

Pero las raíces quedan al descubierto, entregadas al tiempo enemigo, a la humedad, a los líquenes, a la aniquilación sucesiva.

Nada más hermoso que esas grandes manos abiertas, heridas y quemadas, que atravesándose en un sendero del bosque nos dicen el secreto del árbol enterrado, el enigma que sustentaba el follaje, los músculos profundos de la dominación vegetal. Trágicas e hirsutas, nos muestran una nueva belleza: son esculturas de la profundidad: obras maestras y secretas de la naturaleza.

Una vez, andando con Rafael Alberti entre cascadas, matorrales y bosques, cerca de Osorno, él me hacía observar que cada ramaje se diferenciaba de otro, que las hojas parecían competir en la infinita variedad del estilo.

—Parecen escogidas por un paisajista botánico para un parque estupendo —me decía.

Años después y en Roma recordaba Rafael aquel paseo y la opulencia natural de nuestros bosques. Así era. Así no es. Pienso con melancolía en mis andanzas de niño y de joven entre Boroa y Carahue, o hacia Toltén en las cerrerías de la costa. Cuántos descubrimientos! La apostura del canelo y su fragancia después de la lluvia, los líquenes cuya barba de invierno cuelga de los rostros innumerables del bosque!

Yo empujaba las hojas caídas, tratando de encontrar el relámpago de algunos coleópteros: los cárabos dorados, que se habían vestido de tornasol para danzar un minúsculo ballet bajo las raíces.

O más tarde, cuando crucé a caballo la cordillera hacia el lado argentino, bajo la bóveda verde de los árboles gigantes, surgió un obstáculo: la raíz de uno de ellos, más alta que nuestras cabalgaduras, cerrándonos el paso. Trabajo de fuerza y de hacha hicieron posible la travesía. Aquellas raíces eran como catedrales volcadas: la magnitud descubierta que nos imponía su grandeza.

PRINCIPIO Y FIN DE UN DESTIERRO
En la Unión Soviética

En 1949, recién salido del destierro, fui invitado por primera vez a la Unión Soviética, con motivo de las conmemoraciones del centenario de Pushkin. Llegué junto con el crepúsculo a mi cita con la perla fría del Báltico, la antigua, nueva, noble y heroica Leningrado. La ciudad de Pedro el Grande y de Lenin el Grande tiene «ángel», como París. Un ángel gris: avenidas color de acero, palacios de piedra plomiza y mar de acero verde. Los museos más maravillosos del mundo, los tesoros de los zares, sus cuadros, sus uniformes, sus joyas deslumbrantes, sus vestidos de ceremonia, sus armas, sus vajillas, todo estaba ante mi vista. Y los nuevos recuerdos inmortales: el crucero «Aurora» cuyos cañones, unidos al pensamiento de Lenin, derribaron los muros del pasado y abrieron las puertas de la historia.

Acudí a una cita con un poeta muerto hace 100 años, Aleksandr Pushkin, autor de tantas imperecederas leyendas y novelas. Aquel príncipe de poetas populares ocupa el corazón de la grande Unión Soviética. En celebración de su centenario, los rusos habían reconstruido pieza por pieza el palacio de los zares. Cada muro había sido levantado tal como antes existiera, resurgiendo de los escombros pulverizados a que los había reducido la artillería nazi. Fueron utilizados los viejos planos del palacio, los documentos de la época, para construir de nuevo los luminosos vitrales, las bordadas cornisas, los capiteles floridos. Para edificar un museo en honor a un maravilloso poeta de otro tiempo.

Lo primero que me impresionó en la URSS fue su sentimiento de extensión, su recogimiento espacial, el movimiento de los abedules en las praderas, los inmensos bosques milagrosamente puros, los grandes ríos, los caballos ondulando sobre los trigales.

Amé a primera vista la tierra soviética y comprendí que de ella salía no sólo una lección moral para todos los rincones de la existencia humana, una equiparación de las posibilidades y un avance creciente en el hacer y el repartir, sino que también interpreté que desde aquel continente estepario, con tanta pureza natural, iba a producirse un gran vuelo. La humanidad entera sabe que allí se está elaborando la gigantesca verdad y hay en el mundo una intensidad atónita esperando lo que va a suceder. Algunos esperan con terror, otros simplemente esperan, otros creen presentir lo que vendrá.

Me encontraba en medio de un bosque en que millares de campesinos, con trajes antiguos de fiesta, escuchaban los poemas de Pushkin. Todo aquello palpitaba: hombres, hojas, extensiones en que el trigo nuevo comenzaba a vivir. La naturaleza parecía formar una unidad victoriosa con el hombre. De aquellos poemas de Pushkin en el bosque de Michaislowski tenía que surgir alguna vez el hombre que volaría hacia otros planetas.

Mientras los campesinos presenciaban el homenaje se descargó una intensa lluvia. Un rayo cayó muy cerca de nosotros, calcinando a un hombre y al árbol que lo cobijaba. Todo me pareció dentro del cuadro torrencial de la naturaleza. Además, aquella poesía acompañada de la lluvia estaba ya en mis libros, tenía que ver conmigo.

El país soviético cambia constantemente. Se construyen inmensas ciudades y canales; hasta la geografía va cambiando. Pero en mi primera visita quedaron bien fijas en mí las afinidades que me ligaban a ellos; como también cuanto de ellos me parecía más inasible o más distante de mi espíritu.

En Moscú los escritores viven siempre en ebullición, en continua discusión. Me enteré allí, mucho antes de que lo descubrieran los escandalizantes occidentales, de que Pasternak era el primer poeta soviético, junto con Maiakovski. Maiakovski fue el poeta público, con voz de trueno y catadura de bronce, corazón magnánimo que trastornó el lenguaje y se encaró con los más difíciles problemas de la poesía política. Pasternak fue un gran poeta crepuscular, de la intimidad metafísica, y políticamente un honesto reaccionario que en la transformación de su patria no vio más lejos que un sacristán luminoso. De todas maneras, los poemas de Pasternak me fueron muchas veces recitados de memoria por los más severos críticos de su estatismo político.

La existencia de un dogmatismo soviético en las artes durante largos períodos no puede ser negada, pero también debe decirse que este dogmatismo fue siempre tomado como un defecto y combatido cara a cara. El culto a la personalidad produjo, con los ensayos críticos de Zdhanov, brillante dogmatista, un endurecimiento grave en el desarrollo de la cultura soviética. Pero había mucha respuesta en todas partes y ya se sabe que la vida es más fuerte y más porfiada que los preceptos. La revolución es, la vida y los preceptos buscan su propio ataúd.

Ehrenburg tiene ya muchos años de edad y sigue siendo un gran agitador de lo más verdadero y viviente de la cultura soviética. Muchas veces visité a mi ya buen amigo en su departamento de la calle Gorki, constelado por los cuadros y litografías de Picasso, o en su dacha cerca de Moscú. Ehrenburg siente pasión por las plantas y está casi siempre en su jardín extrayendo malezas y conclusiones de cuanto crece a su alrededor.

Más tarde tuve gran amistad con el poeta Kirsanov que tradujo admirablemente al ruso mí poesía. Kirsanov es, como todos los soviéticos, un ardiente patriota. Su poesía tiene fulminantes destellos y una sonoridad que le otorga la bella lengua rusa lanzada al aire por su pluma en explosiones y cascadas.

Continuamente visitaba, en Moscú o en el campo, a otro gran poeta: el turco Nazim Hikmet, legendario escritor encarcelado durante 18 años por los extraños gobiernos de su país.

A Nazim, acusado de querer sublevar la marina turca, lo condenaron a todas las penas del infierno. El juicio, tuvo lugar en un barco de guerra. Me contaban cómo lo hicieron andar hasta la extenuación por el puente del barco, y luego lo metieron en el sitio de las letrinas, donde los excrementos se levantaban medio metro sobre el piso. Mi hermano el poeta se sintió desfallecer. La pestilencia lo hacía tambalear. Entonces pensó: los verdugos me están observando desde algún punto, quieren verme caer, quieren contemplarme desdichado. Con altivez sus fuerzas resurgieron. Comenzó a cantar, primero en voz baja, luego en voz más alta, con toda su garganta al final. Cantó todas las canciones, todos los versos de amor que recordaba, sus propios poemas, las romanzas de los campesinos, los himnos de lucha de su pueblo. Cantó todo lo que sabía. Así triunfó de la inmundicia y del martirio. Cuando me contaba estas cosas yo le dije: «Hermano mío, cantaste por todos nosotros. Ya no necesitamos dudar, pensar en lo que haremos. Ya todos sabemos cuándo debemos empezar a cantar».

Me contaba también los dolores de su pueblo. Los campesinos son brutalmente perseguidos por los señores feudales de Turquía. Nazim los veía llegar a la prisión, los veía cambiar por tabaco el pedazo de pan que les daban como única ración. Comenzaban a mirar el pasto del patio distraídamente. Luego con atención, casi con gula. Un buen día se llevaban unas briznas de hierba a la boca. Más tarde la arrancaban en manojos que devoraban apresuradamente. Por último comían el pasto a cuatro pies, como los caballos.

Ferviente antidogmático Nazim ha vivido largos años desterrado en la URSS. Su amor por esa tierra que lo acogió, está volcado en esta frase suya. «Yo creo en el futuro de la poesía. Creo porque vivo en el país donde la poesía constituye la exigencia más indispensable del alma». En esas palabras vibran muchos secretos que de lejos no se alcanzan a ver. El hombre soviético, con las puertas abiertas a todas las bibliotecas, a todas las aulas, a todos los teatros, está en el centro de la preocupación de los escritores. No hay que olvidarlo al discutir sobre el destino de la acción literaria. Por una parte, las nuevas formas la necesaria renovación de cuanto existe, debe traspasar y romper los moldes literarios. Por otra parte, ¿cómo no acompañar los pasos de una profunda y espaciosa revolución? ¿Cómo alejar de los temas centrales las victorias, conflictos, humanos problemas, fecundidad, movimiento, germinación de un inmenso pueblo que se enfrenta a un cambio total de régimen político, económico, social? ¿Cómo no solidarizarse con ese pueblo atacado por feroces invasiones, cercado por implacables colonialistas, oscurantistas de todos los climas y pelajes? ¿Podrían la literatura o las artes tomar una actitud de aérea independencia junto a acontecimientos tan esenciales?

El cielo es blanco. A las cuatro de la tarde ya es negro. Desde esa hora la noche ha cerrado la ciudad.

Moscú es una ciudad de invierno. Es una bella ciudad de invierno. Sobre los techos infinitamente repetidos se ha instalado la nieve. Brillan los pavimentos invariablemente limpios. El aire es un cristal duro y transparente. Un color suave de acero, las plumillas de la nieve que se arremolinan, el ir y venir de miles de transeúntes como si no sintieran el frío, todo nos lleva a soñar que Moscú es un gran palacio de invierno con extraordinarias decoraciones fantasmales y vivientes.

Hace treinta grados bajo cero en este Moscú que como estrella de fuego y nieve, como encendido corazón, está situado en mitad del pecho de la tierra.

Miro por la ventana. Hay guardia de soldados en las calles. ¿Qué pasa? Hasta la nieve se ha detenido al caer. Entierran al gran Vishinski, las calles se abren solemnemente para que pase el cortejo. Se hace un hondo silencio, un reposo en el corazón del invierno, para el gran combatiente. El fuego de Vishinski se reintegra a los cimientos de la patria soviética.

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