Congo (19 page)

Read Congo Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

BOOK: Congo
6.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nada —dijo Munro, sonriendo—. También aterrizará de forma automática. Manténgase relajado y reciba el impacto en las piernas. Equivale a saltar desde una altura de tres metros.

A sus espaldas, Elliot vio la puerta abierta. La luz brillante del sol entraba en el avión. El viento golpeaba y aullaba. Los hombres de Kahega saltaron en rápida sucesión, uno detrás del otro. Elliot miró a Ross, que estaba color ceniza, tomada de la portezuela, con el labio inferior tembloroso.

—Karen, usted no va a aceptar…

Ella saltó, desapareciendo en la luz del sol.

—Ahora es su turno —dijo Munro.

—Nunca en mi vida he saltado —dijo Elliot.

—Así es mejor. No estará asustado.

—Pero
estoy
asustado.

—Entonces, puedo ayudarlo —dijo Munro, y le dio un empujón.

Munro observó cómo caía. Entonces su sonrisa se desvaneció. Si un hombre debe hacer algo peligroso, pensó, es mejor que esté enfadado, por su propia protección. Es mejor que odie a alguien, a que se desmorone. Yo quería que Elliot me aborreciera mientras caía.

Munro tenía conciencia de los riesgos. En el momento en que dejaba el avión, dejaba la civilización, y todas las hipótesis que ésta jamás cuestionaba. Saltaban, no sólo a través del aire, sino también a través del tiempo, hacia atrás, hacia una forma de vida más primitiva y peligrosa; iban a las eternas realidades del Congo, que existían desde hacía siglos. Ésa era la situación real, se dijo Munro, pero no había razón para preocupar a los demás antes de que saltaran. Mi misión era llevar a esa gente al Congo, no asustarlos. Para eso, había mucho tiempo, pensó.

Elliot cayó, espantado.

Tenía el corazón en la boca, y un gusto amargo. El viento aullaba en sus oídos y le tiraba del pelo; y hacía frío: temblaba. Debajo de él se extendía la selva de Barawana, sobre ondulantes colinas. No podía apreciar la belleza natural. En realidad cerró los ojos, porque caía a plomo a una velocidad horrenda, hacia la tierra. Pero al cerrar los ojos tomó mayor conciencia del aullido del viento.

Había transcurrido demasiado tiempo. Era obvio que el paracaídas no se abriría. Su vida dependía del paracaídas auxiliar, sobre su pecho. Lo tocó: era un bultito ajustado junto a su tembloroso estómago. Luego quitó las manos, pues no quería interferir con el mecanismo. Recordaba, vagamente, que algunas personas habían muerto por eso, por interferir con la apertura del paracaídas.

El viento continuaba aullando, y su cuerpo se precipitaba desastrosamente hacia abajo.
No sucedía nada.
Sintió el feroz viento tironeándole los pies, batiendo sus pantalones, haciendo flamear su camisa contra sus brazos.
No sucedía nada.
Hacía al menos tres minutos que había saltado. No se atrevía a abrir los ojos por temor a ver los árboles demasiado cerca mientras su cuerpo se precipitaba hacia ellos en los segundos finales de su vida consciente…

Estaba a punto de vomitar.

Le chorreaba bilis por la boca abierta, y como estaba cayendo con la cabeza hacia abajo, el líquido le corría por la barbilla y se le metía por la camisa. Hacía un frío terrible. Ya no podía controlar el temblor de su cuerpo. Se sentía congelado.

Logró darse vuelta con una sacudida que le retorció los huesos.

Por un instante pensó que había pegado contra el suelo, y entonces se dio cuenta de que aún seguía descendiendo por el aire, pero más lentamente. Abrió los ojos y miró fijamente el cielo azul claro.

Miró hacia abajo, y se estremeció al ver que todavía estaba a miles de metros del suelo. Obviamente hacía sólo unos segundos que había saltado…

Levantó los ojos, pero no vio el avión. Encima de él había una gigantesca forma rectangular, con brillantes rayas rojas, blancas y azules: el paracaídas. Como encontró más fácil mirar hacia arriba que hacia abajo, se puso a estudiarlo detenidamente. El borde delantero era curvo y abultado; el trasero, flotaba tenuemente en la brisa. El paracaídas parecía el ala de un avión, con cuerdas que descendían hasta su cuerpo.

Inhaló y miró hacia abajo. Todavía estaba a gran altura. Había cierto consuelo en la lentitud con que bajaba. Era realmente tranquilizador.

Y entonces notó que no descendía sino que se desplazaba hacia el costado. Alcanzaba a ver a los demás, abajo: a Kahega y sus hombres, y a Ross. Trató de contarlos; pensó que eran seis, pero tuvo dificultad en concentrarse. Le parecía que se desplazaba lateralmente, alejándose de ellos.

Tiró de las cuerdas de la izquierda y sintió que se le torcía el cuerpo, llevándolo hacia la izquierda.

No está mal, pensó.

Volvió a tirar con más fuerza de la cuerda izquierda, ignorando el hecho de que esto parecía hacer que se moviera más rápidamente. Trató de mantenerse cerca de los rectángulos que descendían debajo de él. Oía el aullido del viento en los oídos. Levantó la vista, esperando ver a Munro, pero todo lo que podía ver eran las franjas de su propio paracaídas.

Volvió a mirar hacia abajo, y quedó alelado al ver que la tierra estaba mucho más próxima. En realidad, parecía correr hacia él a una velocidad brutal. Se preguntó de dónde habría sacado la idea de que flotaba dulcemente. No había nada de dulce en su descenso. Vio que el primero de los paracaídas se arrugaba: Kahega había tocado tierra. Luego un segundo, y un tercero.

No faltaba mucho para que llegara al suelo. Se estaba acercando al nivel de los árboles, pero su desplazamiento lateral era muy veloz. Se dio cuenta de que su mano izquierda tiraba rígidamente de las cuerdas. Aflojó la presión, y el movimiento lateral cesó. Flotaba hacia abajo.

Otros dos paracaídas se arrugaron por el impacto. Miró hacia atrás y vio a Kahega y sus hombres, ya en tierra, juntando la tela. Estaban bien. Eso era alentador.

Él se deslizaba directamente hacia un denso bosquecillo. Tiró de las cuerdas y cambió la dirección a la derecha. Tenía el cuerpo entero ladeado. Estaba cayendo con mucha rapidez. No podía evitar los árboles. Se iba a estrellar contra ellos. Las ramas parecían extenderse hacia arriba como dedos, listas para asirlo.

Cerró los ojos y sintió que las ramas le arañaban la cara y el cuerpo mientras seguía cayendo, y sabía que en cualquier momento se estrellaría contra el suelo y empezaría a rodar…

Nunca llegó al suelo.

Sintió que se balanceaba hacia arriba y hacia abajo. Abrió los ojos y vio que estaba suspendido a algo más de un metro de la tierra. El paracaídas se le había enredado en los árboles.

Manipuló torpemente las hebillas, y cayó a tierra. Mientras se levantaba, vio que Kahega y Ross corrían hacia él. Le preguntaron si estaba bien.

—Muy bien —dijo Elliot, y en realidad se sentía extraordinariamente bien, más lleno de vida que nunca. Al instante siguiente sintió las piernas de goma, y vomitó.

Kahega se echó a reír.

—Bienvenido al Congo —dijo.

Elliot se limpió la barbilla y preguntó:

—¿Dónde está Amy?

Munro aterrizó un momento después. Le sangraba una oreja, ya que Amy, aterrorizada, se la había mordido. Pero la gorila había aceptado la experiencia y fue corriendo sobre los nudillos a ver cómo estaba Elliot. Después de asegurarse de que se encontraba bien, expresó:

«Amy volar no gustar».

—¡Cuidado!

La primera de las cajas Crosslin tocó tierra y estalló como una bomba desparramando equipo y paja en todas direcciones.

—¡Ahí viene la segunda!

Elliot se tiró para que no lo golpeara. La segunda caja dio a unos pocos metros, y recibió latas de comida y cajas de arroz. En el aire se oía el zumbido del Fokker, que seguía dando vueltas. Elliot se puso de pie a tiempo para ver cómo caían las dos últimas cajas Crosslin, mientras los hombres de Kahega corrían a buen resguardo y Ross gritaba:

—¡Cuidado, que ésas tienen los láser!

Era como estar en medio de un bombardeo, pero terminó en seguida. El Fokker se elevó, y el cielo se tornó silencioso. Los hombres empezaron a guardar el contenido de las cajas y a enterrar los paracaídas, mientras Munro impartía instrucciones en swahili.

Veinte minutos después avanzaban en fila india a través de la selva. Iniciaban una marcha de trescientos veinte kilómetros, adentrándose en las inexplorables regiones del Congo, hacia el este, donde los aguardaba una recompensa fabulosa.

Si llegaban a tiempo.

2
Kigani

Una vez que se sobrepuso del impacto inicial de la caída, Elliot empezó a disfrutar de la caminata a través de la selva Barawana. Los monos parloteaban en los árboles y los pájaros gritaban en el aire fresco. Los porteadores Kikuyu iban detrás en fila india fumando cigarrillos y haciendo bromas entre ellos en una lengua exótica. Elliot encontró agradables todas las emociones: sensación de libertad al estar lejos de una civilización estúpida, de aventura, por los acontecimientos inesperados que podrían ocurrir en cualquier momento, y finalmente la sensación de misterio, por la búsqueda de un pasado intenso mientras el peligro omnipresente mantenía todo en un pico de excitación. Con este ánimo exacerbado escuchaba el sonido de los animales a su alrededor, contemplaba el juego de las sombras y el sol, sentía el suelo elástico bajo sus botas, y veía a Karen Ross, que de pronto, inesperadamente, le parecía hermosa y grácil.

Karen Ross no se volvió para mirarlo.

Mientras caminaba, tocaba los botones de una de sus cajas electrónicas tratando de establecer una señal. Una segunda caja electrónica colgaba de su hombro. Como no se volvía para mirarlo, tuvo tiempo de notar la mancha oscura de sudor en el hombro de ella, y otra en la espalda. Tenía mojado el pelo rubio oscuro, pegado en forma poco atractiva a la nuca. Notó también que tenía los pantalones arrugados y sucios por la caída. Ella no se volvió para mirarlo.

—Disfrute de la selva —le recomendó Munro—. Ésta es la última vez que se sentirá fresco y seco en mucho tiempo.

Elliot convino en que la selva era agradable.

—Sí, muy agradable —asintió Munro, con una extraña expresión en el rostro.

La selva Barawana no era virgen. De vez en cuando pasaban terrenos abiertos y veían otras señales de presencia humana, aunque en ningún momento vieron labradores. Cuando Elliot mencionó este hecho, Munro sacudió la cabeza. Mientras iban adentrándose en la selva, Munro se iba volviendo ensimismado y se negaba a hablar. Sin embargo, demostraba interés en la fauna, y con frecuencia se detenía para escuchar atentamente el canto de un pájaro antes de indicar que la expedición prosiguiera su marcha.

Durante estas pausas, Elliot miraba hacia atrás, contemplando la fila de porteadores con bultos en perfecto equilibrio sobre la cabeza, y se sentía muy cerca de Livingstone, Stanley y demás exploradores que hacía un siglo se habían aventurado a cruzar África. En este aspecto, sus románticas asociaciones eran correctas. La vida y la naturaleza de África Central habían variado poco desde que Stanley explorara el Congo en la década de 1879. La exploración seria seguía llevándose a cabo a pie; todavía se necesitaban porteadores y los gastos eran tan intimidantes como los peligros.

Para el mediodía, las botas de Elliot le hacían doler los pies, y se sentía terriblemente cansado. Al parecer los porteadores también lo estaban, porque se habían callado, ya no fumaban cigarrillos ni gastaban bromas. La expedición avanzaba en silencio. Elliot preguntó a Munro si se detendrían a almorzar.

—No —dijo Munro.

—Bien —dijo Karen Ross, mirando el reloj.

Poco después de la una de la tarde oyeron ruido de helicópteros. La reacción de Munro y de los porteadores fue inmediata: corrieron a refugiarse bajo unos árboles grandes y esperaron, mirando hacia arriba. Momentos después, pasaron sobre ellos dos grandes helicópteros verdes. Elliot leyó claramente las iniciales FAZ.

Munro miró de soslayo mientras se alejaban. Eran Hueys de fabricación estadounidense. No logró ver el armamento.

—Son del ejército —dijo—. Están buscando Kiganis.

Una hora después llegaron a un claro donde se cultivaba mandioca. En el centro había una casa rudimentaria; de la chimenea salía humo, y había ropa tendida a secar en una soga, agitándose en la brisa. No vieron habitantes.

La expedición había evitado cruzar los claros anteriores, pero esta vez Munro levantó la mano en señal de que se detuvieran. Los porteadores dejaron caer sus bultos y se sentaron en la hierba, sin hablar.

La atmósfera era tensa, aunque Elliot ignoraba el motivo. Munro se puso en cuclillas junto a Kahega en el borde del claro, observando la casa y los campos. Después de veinte minutos, cuando todavía no había señales de movimiento, Ross, que estaba agachada al lado de Munro, se impacientó.

—No veo por qué estamos…

Munro le tapó la boca con la mano. Señaló el claro, y formó una palabra con los labios: «Kigani».

Los ojos de Ross parecieron salirse de las órbitas. Munro retiró la mano.

Todos miraban la casa fijamente. Seguía sin haber indicios de vida. Ross hizo un movimiento circular con el brazo, sugiriendo que rodearan el claro y prosiguieran la marcha. Munro sacudió la cabeza y señaló el suelo, indicando que se sentara. Munro miró interrogativamente a Elliot, señalando a Amy, que merodeaba entre la alta hierba, hacia un lado. Parecía preocupado ante la posibilidad de que hiciera ruido. Elliot hizo señas a Amy para que se estuviese quieta, pero no era necesario. Amy había percibido la tensión general, y de vez en cuando lanzaba miradas cautelosas hacia la casa.

Transcurrieron varios minutos sin que nada ocurriese. Se oía el canto de las cigarras bajo el cálido sol del mediodía. Esperaron sin apartar la vista de la ropa que flotaba en la brisa.

Luego, la tenue voluta de humo que surgía de la chimenea, dejó de hacerlo.

Munro y Kahega intercambiaron miradas. Kahega volvió silenciosamente adonde estaban los porteadores, se sentó, abrió un bulto y sacó un fusil. Cubrió el seguro con la mano, sofocando el ruido metálico al soltarlo. El claro estaba increíblemente silencioso. Kahega retomó su lugar junto a Munro y le entregó el arma. Munro comprobó el seguro y luego la depositó en el suelo. Esperaron varios minutos más. Elliot miró a Ross, pero ella no le devolvió la mirada.

Se oyó un suave crujido en la casa, y se abrió la puerta. Munro levantó el fusil.

No salió nadie. Todos miraban fijamente la puerta abierta, aguardando. Hasta que finalmente los Kiganis surgieron a la luz del sol.

Other books

Deadly Reunion by Geraldine Evans
Ferney by James Long
Quiet Nights by Mary Calmes
Little Girl Blue by Randy L. Schmidt
Crossed Bones by Carolyn Haines
Out of Oblivion by Taren Reese Ocoda
Irish Journal by Heinrich Boll