La poderosa lanza quemaba al dragón, seguía quemándolo con cada movimiento de sus enormes alas, con cada kilómetro que recorría. Llevaba varias horas sujetándola, desde el mismo momento en que la había arrebatado a los héroes que había eliminado, y se negaba a soltarla, se negaba a dejar que Fisura, su siniestro aliado huldre, la sostuviera por él. Sin duda la magia de la lanza también dañaría a Fisura, pensaba el dragón; el arma quemaría todo lo que fuera malvado.
Khellendros asía la lanza con una garra; la Dragonlance, que con tanto esfuerzo los despreciables aliados del hechicero Palin Majere habían conseguido recuperar del helado reino de Gellidus, el gran Dragón Blanco que gobernaba en Ergoth del Sur. Enganchado alrededor de una zarpa estaba el medallón de la fe de Goldmoon, lleno también con la energía de la justicia, pero no tan poderoso como la lanza. La otra garra de Khellendros sujetaba con delicadeza a Fisura, de cuyo cuello pendía un segundo medallón, aparentemente gemelo del primero. El dragón había obtenido tres reliquias de la Era de los Sueños, y había una más en su guarida, un aro de llaves de cristal. Con cuatro debiera haber suficiente, recordaba haber oído decir a Fisura.
—¡La lanza está imbuida con la magia de los dioses! ¡Por eso te quema de este modo! —manifestó el grisáceo huldre, gritando por encima del vendaval—. ¡Al fin y al cabo, fue creada para matar dragones! —El hombrecillo, empapado, calvo y con todo el aspecto de una escultura recién salida de un pedazo de arcilla blanda, estiró la calva cabeza a un lado para poder contemplar los centelleantes ojos de Khellendros—. Esa lanza es la más poderosa de las tres reliquias... y desde luego mucho más poderosa que las llaves que los Caballeros de Takhisis consiguieron para ti.
La más poderosa y la más dolorosa, pensó el dragón; lanzó un gruñido e intentó en vano arrinconar el dolor en el fondo de su mente. El arma podía hacer algo más que provocarle molestias: sin duda le dejaría cicatrices, pero no podría matarlo... probablemente ni siquiera si se la hundían en la carne. Él era, después de todo, un señor supremo; formaba parte del puñado de dragones más pavorosos de Krynn, y utilizaría esa perniciosa y odiosa lanza —y los otros artilugios— para abrir un Portal a El Gríseo.
El espíritu de Kitiara, su compañera de tiempos pasados en el ejército de la Reina de la Oscuridad, erraba por alguna parte de aquella crepuscular dimensión. Y él atraparía su espíritu, tal y como se había apoderado de la lanza, y mediante esa acción devolvería el espíritu de la mujer a Krynn. Cuatro reliquias deberían ser suficientes para ello.
Pero primero tenía que crear un nuevo cuerpo para aquel espíritu.
Había tenido uno, un hermoso drac azul, musculoso, elegante, perfecto, que había nacido de una de sus escasas lágrimas. Pero Palin y sus conspiradores habían matado sin saberlo al drac azul, junto con docenas de otros, cuando destruyeron su guarida favorita en los Eriales del Septentrión. Que hubiera exterminado a Palin y a sus compañeros hacía menos de una hora resultaba un pequeño consuelo; debería haberse ocupado de ello antes, no tanto por venganza —una motivación humana indigna de él— sino como tributo a Kitiara, quien en vida se había visto molestada por el padre y el tío de Palin, Caramon y Raistlin Majere. Los Majere habían atormentado su vida, y ahora la perseguían en la muerte.
Durante un tiempo, Palin y sus compañeros habían resultado útiles a Khellendros. Siguiendo los consejos de uno de los espías que el dragón había colocado, un viejo impostor que había conseguido hacerse pasar por un estudioso, el grupo del hechicero había reunido aquellos objetos para él sin saberlo.
En una extensión de terreno de la isla de Schallsea, no muy lejos de la Ciudadela de la Luz, habían depositado las reliquias, y el falso estudioso les había aconsejado que las destruyesen, afirmando que la energía liberada aumentaría el grado de magia del mundo. No habían sospechado que era una treta, que Khellendros había sido advertido y pensaba robarles los valiosos objetos.
Su utilidad había finalizado. Palin y los otros habían comprendido demasiado tarde que el señor supremo Azul los había acorralado. Mientras Khellendros los mataba, Fisura había hecho lo propio con el impostor para eliminar cabos sueltos.
Sin embargo, el dragón no había imaginado que sostener esa condenada lanza resultaría tan doloroso. Con todo, cualquier sufrimiento valía la pena si significaba el regreso de Kitiara a Krynn. La mujer debía regresar, tenía que volver a estar completa. Tormenta le había hecho un juramento —por lealtad y respeto— mucho tiempo atrás, cuando ella era su compañera; le había prometido que la mantendría a salvo. Pero un buen día, cuando ella no estaba a su lado, la habían matado, y un Khellendros afligido se había dedicado a buscar y buscar su espíritu, hasta que finalmente lo encontró en El Gríseo. Ahora mantendría su promesa rescatándola de aquella lejana dimensión. No había nadie que pudiera detenerlo... Palin y los suyos estaban muertos. Y, lo que era aun mejor, Malystryx, la Roja, y los otros señores supremos no tenían ni idea de cuál era su auténtico objetivo.
Kitiara y él volverían a reunirse. Pronto. Pero primero Khellendros tendría que resistir este dolor infernal durante todo el camino de regreso a su guarida.
* * *
—Khellendros cree que estamos muertos —dijo Rig. El marinero de piel oscura levantó la vista, mirando en la dirección por la que el gigantesco señor supremo Azul había desaparecido. Se pasó una mano por el corto cabello y lanzó un suspiro de alivio.
—Realmente
espero
que lo crea. De lo contrario regresará y volverá a intentarlo. Y no quisiera que lo volviera a intentar porque no creo que se limitara sólo a probar. —La voz tensa y aguda pertenecía a Ampolla, una kender de mediana edad que avanzaba con pasos lentos en dirección al marinero—. No. No creo que se quedara en una simple prueba, en mi opinión. —Sus manos retorcidas estaban muy ocupadas, una tirando de la manga de Jaspe, la otra forcejeando con su revuelto copete rubio—. Veréis, si regresara y volviera a intentarlo... bueno... lo cierto es que tengo la sensación de que le saldría diabólicamente bien. Me sorprende la verdad seguir viva y respirando. No hay duda de que es un dragón muy
grande.
Nunca vi a uno tan grande. ¿Visteis sus dientes? Unos dientes enormes también. —Hizo una pausa y su rostro se torció en una expresión de perplejidad—. ¿Qué es lo que sucedió? ¿Cómo escapamos?
—Palin. —Fue Rig quien respondió ahora.
—Oh. ¿Qué hiciste? —Ampolla dirigió su atención a Palin Majere.
El hechicero se apartó un largo mechón de cabellos grises de los ojos.
—Un conjuro —respondió en voz baja, pues le faltaban fuerzas para hablar en voz más alta. Con la espalda encorvada, se apoyó en Rig y aspiró con fuerza el húmedo aire para llenar sus pulmones. El conjuro climático había agotado todas sus reservas. Era el hechicero más poderoso de Krynn y uno de los pocos supervivientes de la batalla en el Abismo; pero en aquel instante no se consideraba precisamente poderoso. Se sentía débil, vulnerable, con el espíritu tan destrozado como su túnica embarrada y las desgarradas polainas.
—Un conjuro sorprendente —repuso Ampolla—. Muy efectivo. ¿No piensas tú lo mismo, Jaspe?
El enano se sujetó el costado, asintiendo; un jadeo escapó de sus gruesos labios. Aunque la herida que Dhamon había infligido a Jaspe iba mejorando —gracias a los cuidados de Feril—, el enano nunca volvería a ser el mismo porque tenía un pulmón perforado. En épocas anteriores habría podido usar su propia magia sanadora para curarse, pero tal poder se encontraba ahora fuera de su alcance. Su fe había muerto con Goldmoon, y con ella habían muerto sus poderes curativos. Dedicó a Ampolla una leve sonrisa.
—Sorprendente. Sí, Jaspe también lo cree. Un conjuro muy impresionante —parloteó la kender—. ¿Nos hiciste invisibles a todos?
—No exactamente —replicó Palin.
—¿Nos enviaste a otro lugar?
—No diría yo eso.
—Entonces ¿qué?
—Durante unos pocos minutos, nos disfracé, hice que nos fundiéramos con el paisaje. Luego creé una ilusión mágica de nuestras figuras un poco más allá de donde estábamos ocultos. Khellendros mató la ilusión. Y, por suerte, parecía tener mucha prisa y se fue sin examinar su obra. De haberse quedado un poco más, sus agudos sentidos nos habrían descubierto.
—¡Vaya! ¿Cómo creaste la ilusión? —siguió preguntando ella.
—No es importante —intervino Jaspe. Volvió la mirada en dirección a Groller, su sordo amigo semiogro. Fiona Quinti, la joven Dama de Solamnia que se había unido a ellos recientemente, usaba en aquellos instantes un rudimentario lenguaje por señas para traducirle lo que se decía, de modo que Groller pudiera comprenderlo. El enano se volvió para mirar a Ampolla y manoseó un terrón de barro pegado a sus cabellos rojizos—. No tiene la menor importancia. Lo que sí es importante, Ampolla, es que...
—¿No podría Palin usar un poco de su magia para encontrar a Dhamon? Quiero ir tras Dhamon, averiguar por qué se volvió loco, hirió a Jaspe y mató a Goldmoon. Podríamos...
El marinero posó una mano sobre la cabeza de la kender, y dirigió la mirada hacia Palin.
—Lo que podríamos hacer es matarlo. Aunque indirectamente, fue por causa de Dhamon que murió Shaon. Ahora ha muerto Goldmoon... y no por causas indirectas en este caso. Y por poco también mata a Jaspe. Y hundió mi barco.
—El
Yunque de Flint -
-musitó Jaspe. El enano había adquirido la carraca meses atrás, y su amado navío los había transportado desde Schallsea hasta Palanthas, en el lejano norte, para luego volver a traerlos de vuelta. Había sido su medio de transporte y su hogar.
—Opino que deberíamos matarlo antes de que cause más daño —concluyó Rig. El marinero hizo un gesto al resto para que se reunieran a su alrededor: Feril, la kalanesti; Groller y su lobo
Furia;
Fiona; Gilthanas, el larguirucho hechicero elfo que habían rescatado de una fortaleza de los Caballeros de Takhisis, y Ulin, hijo de Palin.
Describiendo círculos sobre sus cabezas había dos dragones, uno dorado y el otro de plata —Alba y Silvara— que habían transportado a Ulin y a Gilthanas a Schallsea y habían contribuido a distraer al Azul de modo que Palin pudiera lanzar su conjuro. Los dragones y sus jinetes acababan de regresar de las islas de los Dragones, donde habían informado a los Dragones del Bien que allí residían de lo que acaecía en la faz de Ansalon.
—Rig... —Feril carraspeó para llamar la atención del marinero. Una leve brisa le agitaba la enmarañada cabellera castaña contra el rostro—. Hemos de encontrar a Dhamon. Hemos de ayudarlo a luchar contra la influencia de la escama. Debemos tener fe...
—¿Fe? —Jaspe alzó la cabeza hacia ella y clavó la mirada en la hoja de roble que llevaba tatuada en la tostada mejilla. El rubicundo rostro del enano aparecía inusitadamente sombrío—.
Mató a Goldmoon.
Ni siquiera hemos tenido tiempo de llorarla, o enterrarla adecuadamente. Ella predicaba la fe..., respiraba fe. Y perdón. Pero ahora mismo no tengo fe y nada de perdón. En estos instantes me pongo de parte de Rig.
—Yo también estoy furiosa, Jaspe. —Feril cerró los ojos y soltó un largo suspiro—. A lo mejor nunca podré perdonarlo. Pero tengo que saber qué sucedió y por qué.
—Salta a la vista lo que sucedió —interrumpió Rig—. Nos dijo que en una ocasión fue un Caballero de Takhisis, y apuesto a que todavía lo es. Nos embaucó, como nos embaucó el anciano para que reuniéramos las malditas reliquias. No hay barco. Goldmoon ya no está. No tenemos la lanza de Huma.
—Ni medallones. El medallón de Goldmoon, y el segundo medallón que yo... —Jaspe reprimió un sollozo—. El que yo le quité después de muerta. Los dos han desaparecido y están en manos del dragón.
—La única reliquia que nos queda es el cetro —dijo el marinero, levantándolo. Estaba hecho de madera y parecía más bien un mazo, aunque estaba adornado con joyas.
—El Puño de E'li —susurró Feril en tono casi inaudible—. El Puño de Paladine.
—¿De qué nos servirá un miserable artilugio? —inquirió Ampolla—. No podemos aumentar el nivel de magia del mundo con una sola reliquia.
—El anciano nos engañó para que reuniéramos las reliquias para el dragón —indicó Palin—. Y el dragón debe querer la antigua magia por alguna buena razón. Tal vez deberíamos concentrarnos en encontrar otros objetos arcanos. Al menos podremos mantenerlos lejos de las garras del dragón. Y tal vez podamos de algún modo usar su energía para obstaculizar el regreso de Takhisis a este mundo.
—Padre, Gellidus... Escarcha... afirmó que el regreso de Takhisis era inminente —dijo Ulin, el más joven de los Majere, que era el vivo retrato de Palin con veinte años menos. Indicó con un gesto al Dragón Plateado y al Dorado que volaban en círculos sobre sus cabezas—. Alba y Silvara confirman aquello de lo que se jactó el señor supremo Blanco. Takhisis va a volver.
—En ese caso, ¿de dónde vamos a sacar magia antigua suficiente para detenerla? —Los ojos de Ampolla se abrieron de par en par.
—El anillo de Dalamar —respondió Palin—. Se encuentra en la Torre de Wayreth. El Custodio de la Torre dijo que me lo entregaría, pero sólo cuando supiéramos cómo usarlo y estuviéramos a salvo de Khellendros.
—¡A salvo! —Ulin soltó un bufido—. ¡Se tardará mucho en conseguir eso! ¿Podrías convencer al Custodio de lo importante que es que tengamos el anillo?
El hechicero lo meditó unos instantes; luego miró a su hijo y asintió:
—Sí. Sí, creo que puedo.
—Con el Puño de E'li —dijo Ampolla, indicando el arma que sujetaba Rig—, tendremos dos objetos.
—Sé de un tercero: la Corona de las Mareas —concluyó Palin—. Descansa en el reino de los dimernestis, los elfos marinos, muy lejos de aquí.
—En ese caso será mejor que nos pongamos en marcha —opinó la kender.
—Aguarda un minuto. —Rig la contempló ceñudo y sacudió la cabeza—. No hay nada que desee más que enfrentarme a los dragones... incluida la Reina de la Oscuridad en persona, si es necesario. Pero hay un pequeño asunto del que hay que ocuparse, también. Me refiero a Dhamon.
—Rig, por favor —suplicó Feril.
—No podemos dejar que ande por ahí libremente... no con esa asombrosa alabarda. Quién sabe a quién o qué otra cosa podría destruir. —Los ojos del marinero se entrecerraron amenazadores.
—¡Rig! —La kalanesti le lanzó una furiosa mirada.