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Authors: Jorge Díaz
Pero déjeme que prosiga. La tercera colección que le mencionaba es la de escritorios antiguos. Fue la que me puso en contacto con Lorenzo Heredia, el hombre cuyo cadáver apareció en quinto lugar. Mi afición por los escritorios viene de largo, de cuando entraba a escondidas en el despacho de mi abuelo para ver su imponente mesa. Pero no crea que sirve cualquier escritorio, no; mis favoritos son los ingleses, franceses y alguno americano de la zona de Nueva Inglaterra: estilos Jensen, Luis XVI, Davenport, incluso modernista. En España no hubo mucha tradición; en Barcelona más que en Madrid, pero aun así poco. Tampoco se ha conservado demasiado, es difícil encontrar verdaderas obras de arte. De vez en cuando aparece alguna al deshacer una casa vieja, no se les da valor, y suelen acabar en manos de chamarileros. Ésa era la ocupación de Lorenzo Heredia y por eso le conocí, hace ya más de quince años.
Mi primer contacto con él fue a causa de un escritorio inglés con alzada que sacó de una finca de Toledo. Nunca estuve seguro de que no hubiera sido robado, pues su estado era bueno y Heredia desconocía su valor real. Con el tiempo me trajo más piezas, algunas de valor, otras no, casi todas necesitaban ser restauradas. Poco antes de morir me visitó en casa. No traía la mesa en su camioneta, como hacía siempre, sino unas fotos. Era un escritorio excepcional, una mesa Luis XVI en palo de rosa. Por si fuera poco, un retrato de un anciano Julio Verne mostraba al escritor trabajando en esa misma mesa. Imagínese, ¿qué podía estar escribiendo en aquel momento, sobre esa mesa, el genio francés?, probablemente era alguna de sus últimas novelas, quizá
La invasión del mar
. Daba igual, comprenderá que incrementaba en mucho el valor del escritorio.
Negocié con Heredia el precio, creo que intentaba estafarme, era una cantidad exorbitante. ¿Es necesario que hablemos de dinero como vulgares comerciantes? No, ¿verdad? Después de regatear hasta una cantidad más razonable, exigí ver la mesa antes de desembolsar el importe acordado. Con este tipo de gente no hay que ser demasiado confiado, siempre intentan engañarte. Si en alguna ocasión se ve obligado a tratar con uno de ellos, llámeme. Hágame caso, usted, de bueno que es, acabaría estafado. Yo tengo más experiencia y sé lo que me hago.
Heredia volvió a mi casa dos días después. Vimos la pieza dentro de la camioneta. Era una maravilla. Perfectamente cuidada. Una mesa de líneas ligeras, con la tapa de cuero perfectamente restaurada. Por más que le pregunté, no quiso decirme de dónde la había sacado, sólo decía que era una mesa con historia. La próxima vez que venga a mi casa se la enseñaré, allí está, majestuosa, en mi propio despacho.
Todavía hubo dificultades. Antes de descargar el escritorio, Heredia me dijo que no podía hacer el trato conmigo por el dinero que yo le daba. Alguien le había ofrecido más del doble. Le parecerá a usted mentira esto que le voy a decir, pero las personas que ejercen este tipo de oficio, aunque siempre buscan la forma de estafar al comprador, tienen palabra. Si hay acuerdo, no se echan atrás. Así se lo hice ver a Heredia. Él se defendió, pero los dos sabíamos que no tenía razón, a un hombre le miden sus palabras. Finalmente se dio cuenta de su error y me pidió, no, me rogó, que no le contara a nadie que por un momento dudó si debía mantener un acuerdo. Hoy lo desvelo por primera vez, con la esperanza de que sus deudos no me lo tengan en cuenta.
Descargamos el mueble y lo metimos en casa. Siempre que le compraba algo, Heredia me exigía que le pagara en efectivo, y así lo hice, aunque la cantidad fuera muy elevada. Heredia era el típico gitano con un enorme fajo de billetes sujetos con una goma en el bolsillo. En ese tipo de tratos no hay recibos con IVA y NIF. Son pactos de apretón de manos. Por eso no hay ningún papel que atestigüe que compré el escritorio y que no se lo robé a Heredia después de asesinarle. No, por favor…
Se marchó y no he tenido noticias de él, como ya imaginará, hasta el día en que su cadáver apareció en mi jardín. Siempre creí que la causa era la vergüenza que sentía por haber estado tentado de faltar a su palabra conmigo.
Le voy a dar un dato definitivo para probar que yo no estuve implicado en su muerte: su camioneta apareció abandonada en un descampado situado junto a un barrio de chabolas, uno de los supermercados de la droga que tanto aparecen en nuestra televisión. ¿Cree usted que yo me bajé de la camioneta y salí de allí paseando entre el barro? Es que a usted, inteligente como es, ni se le ocurre pensarlo. ¿No tiene eso más valor que todas las muestras de ADN que se encuentren en los cuerpos? No entiendo ese afán de inculparme de los científicos de la policía, que parecen más sabuesos que siguen la pista con el olfato que gente con gusto por el conocimiento. Es evidente, y menos mal que he dado con usted que así lo entiende. Porque hay gente que no ve que en la lucha entre la ciencia y la lógica siempre tiene que ganar esta última.
Aunque ya lo ha oído antes, no puedo indicarle cómo llegó Heredia a mi jardín. Sí es fácil sospechar quién pudo ser el culpable: ¿otro chamarilero?, ¿un cliente que se sintiera estafado?, ¿el vendedor de algún tesoro familiar?, ¿quizá el cliente que le había ofrecido el doble que yo por el escritorio de palo de rosa? Siga el rastro de las antigüedades y le llevará hasta el Rastro madrileño, permítame el juego de palabras. Allí está la solución.
Poco más me queda por hablar, excepto del día que la policía se presentó en mi casa con una orden de registro firmada por usted. Era muy temprano, las diez y media de la mañana. Yo me había levantado hacía poco más de un cuarto de hora porque no me gusta perder la mañana en la cama y acostumbro a despertarme recién pasadas las diez. Aún no me había aseado; en batín, me tomaba un café en la sala. Cuando llamaron a la puerta pensé que sería el cartero o algún servicio de esos que vienen a leer los contadores de cualquier cosa que hay en la casa. Mi intención era no abrir, las diez y media de la mañana no es una hora adecuada para presentarse en casa de nadie. Sólo la insistencia me hizo ir hasta la puerta. Un inciso, ¿hacían falta cinco coches patrulla y una camioneta llena de Geos para venir a hablar conmigo?
Había tal alboroto fuera que no sé cómo no lo había escuchado antes: coches patrulla, policías, Geos con escudos, vecinos mirando… El que abría la comitiva me mostró el papel firmado por usted. Si le digo la verdad, no lo pude leer. Tras él me apuntaban con todo tipo de armas que se me antojaban letales. ¿Le han apuntado a usted alguna vez? No es agradable, se lo garantizo.
Sin darme tiempo a protestar, me esposaron, me condujeron hasta uno de los coches y quisieron hacerme entrar. Ahí sí me quejé. No estaba dispuesto a ir a la comisaría en bata, zapatillas y pijama. Uno de los policías que vestían de paisano, con un traje que le quedaba pequeño, decidió que tenía razón y me permitieron subir a la habitación escoltado por tres agentes para ponerme algo de ropa. A través de la ventana vi que ya había otros policías en el jardín haciendo agujeros. Mantuve la calma porque no sabía que allí fueran a encontrar nada.
Escogí para ponerme el traje con el que salgo en las fotos de la detención, un traje de lana fría azul oscuro. Debe de tener usted alguno parecido porque son muy favorecedores. Una camisa de algodón Oxford azul celeste sin corbata y unos zapatos de cordones negros. Uno de los agentes me dijo que los cordones no me los iban a dejar en el calabozo, me cambié los zapatos por otros, también negros, cerrados, algo menos elegantes pero aun así correctos.
Volvieron a ponerme las esposas y bajamos. Me metieron en el coche. Me dejaron allí solo, sin encender el aire acondicionado, más de media hora. Ni siquiera tuvieron la delicadeza de aparcar a la sombra. Algunos niños de la zona, hijos de vecinos, se acercaban a la ventanilla del coche para insultarme. Asesino, me llamaban, y yo sin saber por qué. Nadie me informaba de nada. Dos agentes se subieron al coche y arrancaron, les pregunté a través de la reja que me separaba de ellos si íbamos a tardar mucho tiempo en volver. El que conducía me contestó que, si por él fuera, no volvería nunca. No me hablaron más.
Aparte de en el cine no había visto nunca un calabozo. Por el camino me imaginaba una celda con barrotes llena de hombres, blancos y negros, musculados, tatuados, con camisetas de tirantes. No sé si existen calabozos así. A mí me llevaron a una habitación sin ventanas en la que estuve solo hasta que un agente vino a decirme que tenía que llamar a mi abogado.
Hice unas llamadas y me enviaron a un especialista en derecho penal al que había visto muchas veces en la tele. Como usted sabe, le despedí posteriormente, quería que me declarara culpable y que alegara enfermedades mentales que no padezco. Cuando llegó, empezaron los interrogatorios.
Me sorprendió cuando me comunicaron que habían aparecido dos cadáveres, eran los de Mersi (Gumersinda) y Aníbal. Los otros tres los encontraron los días siguientes, en el jardín. ¿Se imagina recibir así la noticia de la muerte de su único hermano?, ¿de la deseable mujer de la limpieza desnuda bajo la bata? Eché de menos algo de delicadeza al comunicar esas nuevas…
Durante varios días me preguntaron, una y otra vez, las mismas cosas. Yo trataba de decirles lo mismo que ahora le estoy contando a usted. No me escuchaban. ¿No habría sido más fácil que me atendieran desde el principio y no desperdiciar su precioso tiempo?
Y aquí me tiene, dándole las explicaciones que podía haber expuesto desde el principio, con ganas de salir de aquí y volver a la normalidad. Supongo que esto no es automático, que tendrá usted que entrar en su despacho y firmar todo tipo de papeles para dejarme en libertad, pero le ruego que les pida a estos señores que me quiten las esposas y me permitan esperarle en la cafetería. ¿Quiere que le vaya pidiendo algo?
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Jorge Díaz
(Alicante, 1962) es periodista y guionista de televisión. Tras finalizar los estudios de Periodismo comenzó su carrera en la radio, medio que abandonó por la televisión. Trabajó en concursos, magazines y programas de todo tipo, incluida la dirección de
La noche prohibida
. Después de esta experiencia, pasó a escribir guiones para series de televisión, labor que desempeña con gran éxito desde hace quince años. Es uno de los creadores y ha sido coordinador de guiones de
Hospital Central
, la serie más longeva de la televisión española y con la que ha cosechado todos los premios de la profesión, el TP y el Ondas entre otros muchos. Cuando sintió que no podría inventar ni una enfermedad más, dejó la serie y se marchó de año sabático a Brasil, de donde regresó con su primera novela,
Los números del elefante
, debajo del brazo. Ahora ha retomado sus dos pasiones: ha vuelto a la coordinación de guiones, y ha publicado
La justicia de los Errantes
, su segunda novela.
Primera edición: mayo de 2012
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