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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (45 page)

BOOK: Conspiración Maine
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—A propósito, hermana.

—¿Sí?

—¿Por qué está el piso de arriba casi vacío?

—Estamos preparando el hospital.

—¿Preparando el hospital, para qué?

—Para la guerra señor, me temo que para la guerra.

Hércules se cruzó de brazos y recordó que el reloj corría en su contra. La guerra parecía inevitable. Al acercarse a la cama, la visión del inglés postrado le sacó de sus pensamientos.

—Churchill, veo que ha conseguido cama en este hotel —dijo Hércules intentando animar al enfermo.

—En mi país hay pocilgas más limpias que esto —dijo levantando los brazos, pero con un gesto de dolor volvió a bajarlos.

—Es usted un héroe —dijo Lincoln.

—Acaso lo dudaba —contestó el inglés socarronamente—. Esas malditas monjitas no me dejan fumar. Dicen que es malo. ¿Se lo pueden creer?

—Tiene que portarse bien —dijo Helen levantándose de la silla—. Que no me entere de que hace algún movimiento brusco.

—Pero tiene que irse, querida —dijo Churchill, con una de sus salidas teatrales, pero que esta vez casi llegó a parecer angustiado.

—Sí, el deber me reclama.

—Deje al menos que le bese la mano.

El inglés le beso la mano ceremoniosamente y le sonrió. Hércules y Lincoln se despidieron y se dieron la vuelta, para dirigirse a la salida. Helen se quedó rezagada y estrechándole la mano, le dijo:

—No le abandono. Ahora mismo hablaré con su consulado y mañana vendré a visitarle.

—Gracias —dijo Churchill—. Por favor, sáquenme de este infierno cuanto antes—bromeó.

Helen se rio y, de mejor humor que a su llegada, salió del hospital junto a sus dos amigos. El cielo empezaba a oscurecer sobre la ciudad. Cuando atravesaron la puerta del hospital, unas sombras se cruzaron en su mente al recordar que ese disparo iba dirigido a ella.

Capítulo 55

Barcelona, a mediados de Abril de 1494.

El Almirante respiró hondo antes de penetrar en la sala del trono. Caminó con paso seguro, observando cómo a los lados los cortesanos le hacían un pasillo hasta los reyes. Muchos le miraban con desconfianza, otros cuchicheaban disimulando sus sonrisas y los más, boquiabiertos, observaban a los indígenas que componían la comitiva. Colón lo había estudiado todo. Quería impresionar. Sus noticias, aunque buenas, no eran tan espectaculares como las que había prometido antes de su viaje. Necesitaba ganar tiempo y aumentar la confianza de los reyes.

Se detuvo frente al trono e hincó una rodilla en tierra. Los reyes le invitaron a que se pusiera en pie. Presentó a sus acompañantes y coronó su entrada con un emotivo discurso.

—Majestades, reyes amadísimos, la cruz de Cristo y la enseña de Castilla están clavadas en las nuevas tierras por mí descubiertas. Como os prometí, al otro lado de la mar
Océana
, esperan a estos reinos gloria, honor y riquezas. Éstos son algunos de los indígenas que hemos descubierto en aquel Edén. Hombres inocentes cristianizados por mí —Colón señaló a los indios, que se santiguaron. Un rumor de asombro llenó la sala—. En el lugar del que vengo, el oro corre por los ríos—soltó un puñado pepitas al suelo que rebotaron, como pequeñas estrellas fugaces. En ese momento, unas aves del paraíso, de vivos colores, surcaron los cielos y varios papagayos comenzaron a revolotear en círculos. —Toda la riqueza de Oriente en la palma de la mano.

Los reyes miraban atentos el espectáculo. Fernando haciendo algunos ademanes de aburrimiento, para disimular su interés; Isabel divertida, como una niña que observara un grupo de bufones en acción.

—Pero lo más importante de estas tierras, majestades, son las almas. Almas que sus majestades rescatarán del infierno.

La reina se incorporó un poco y con su buen humor se dirigió al Almirante sin mucha ceremonia.

—Maese Almirante. Vos me prometisteis grandes riquezas para reconquistar Jerusalén, pero con ese puñado de oro, apenas podría conquistar unos pendientes; pues vuestro oro no suma gran cosa.

Un silencio invadió la sala hasta que la reina se rio a carcajadas. El Almirante se quedó muy serio, con el ceño fruncido, pero al final esbozó una ligera sonrisa. La reina continuó.

—Maese Almirante, no os turbéis. He de reconocer que me habéis sorprendido. Creí que os había perdido a vos y a todos mis vasallos, pero veo que Nuestro Señor y la Santísima Virgen os han guardado. Me place el veros, me place el ayudaros y ante todo me anima el avance de la Iglesia.

Espontáneamente los miembros de la Corte aplaudieron las palabras de la reina y la sala se llenó de risas y parabienes.

Unas horas más tarde, el Almirante se paseaba por la ciudad entre confundido y complacido. La reina le había concedido crédito para un nuevo viaje, pero los acontecimientos de la montaña en forma de yunque seguían atormentándole cada noche. Se detuvo frente a la puerta de un convento y la golpeó insistentemente. Salieron a abrirle y el Almirante pasó a un amplio claustro rodeado de galerías con arcos. Un monje le condujo hasta una pequeña sala con dos sillas y una mesa, y allí esperó impaciente a que los padres acudieran.

Fray Juan Pérez y Fray Antonio Marchena irrumpieron en la estancia sin avisar. Colón se sobresaltó, pero al verlos recuperó el sosiego. Le pidieron que se sentase, pero ellos permanecieron de pie enfrente suyo, con las manos escondidas en las mangas y el rostro serio.

Representación de la llegada a Barcelona de Colón y su audiencia con los Reyes Católicos.

—Almirante, nos ha convocado para hablarnos sobre su misión secreta. Debido a la tardanza en llamarnos, nos tememos que haya fracasado —dijo Marchena secamente.

—Padres amadísimos —dijo Colon besándoles las manos—. Vengo turbado y sin aliento. Dios nos ha castigado. Me ha castigado. No caminé en su voluntad y vi morir a sus hermanos delante de mis ojos.

—Calma y sosiego, Almirante. Descargue su afligida alma, que Dios siempre encuentra gracia, donde nosotros sólo vemos culpa —comentó el padre Pérez, reconciliador.

El Almirante les describió las fatigas de su odisea, los largos días de navegación, el mal ánimo de los hombres y los rigores del mar. A pesar de lo cual, el libro de San Francisco fue veraz. La princesa vikinga Gudrid relataba con lujo de detalles su peregrinación espiritual y carnal. Como decía el libro, el Almirante encontró las corrientes, localizó la isla, descubrió la montaña y se internó en la gruta descrita por la princesa. Describió a los dos frailes la impresionante iglesia construida por los vikingos, la entrada con las estatuas de Constantino y San Cristóbal y el altar mayor.

Les explicó cómo los dos frailes que le acompañaban purificaron y consagraron la iglesia, siguiendo sus indicaciones. Encontraron oro, pero la ira de Dios destruyó a sus siervos y él escapó de milagro.

—Se retorcían y vomitaban sangre. El diablo los poseyó sin duda —dijo el Almirante santiguándose.

—Maese Almirante —dijo con suavidad el padre Pérez—. No debéis temer por vos. Dios es el que determina el tiempo y las razones. Las señales nos indican que nos hemos equivocado. Dios tendrá preparado a otro hombre para que salve a la Iglesia.

—Sí, maese Almirante. Nuestros Reyes, Dios les dé larga vida, han sucumbido ante las tentadoras artimañas del diablo. El antipapa que gobierna la Iglesia de Cristo, el Señor le reprenda. El malandrín ha ofrecido a los reyes entregarles el dominio sobre las tierras, que vos, maese Almirante, habéis hallado.

—Ese anatema —añadió con voz seca Marchena— mancha la cátedra de San Pedro. Sensual, petulante, intrigante, dicen que practica la brujería y el incesto. Con ese ser los reyes se han aliado. El oro de Roma, el tesoro de Constantino sólo aumentaría el poder del mal.

—Por eso, maese Almirante, debéis jurar por vuestro honor que ocultaréis para siempre vuestra condición de fraile y el secreto de cómo llegasteis a las nuevas tierras, la existencia del libro de San Francisco y la princesa Gudrid —dijo Pérez.

—¡Juráis! —exclamó Marchena.

—Juro —dijo Colón poniendo su mano derecha en el pecho e hincando una rodilla en tierra.

Los dos frailes se santiguaron, dieron la bendición al Almirante. Salieron de la celda y Colón se quedó quieto mientras volvían a su mente las terribles imágenes de la caverna.

Capítulo 56

La Habana, 11 de Marzo de 1898.

—Entonces, según usted, capitán Converse, en base a estos planos, ¿puede afirmar que se produjeron dos explosiones? —preguntó Sampson a regañadientes. No aceptaba que el capitán de fragata, George Converse, jefe de cuerpo del
Montgomery
, declarara como técnico, tratándose de un chupatintas de Negociado; pero había sido impuesto por Long, como técnico especialista.

—Sí, señor. Eso explica que las placas del fondo y la quilla estén dobladas y tengan la forma de V invertida.

—¿Dónde se habría colocado la mina? ¿En un lateral del barco?

—No, señor. La mina fue depositada en el fondo del puerto.

—¿Podría una explosión interna en los paños de municiones doblar la quilla de ese modo? —volvió a preguntar el capitán Sampson.

—Tan sólo una explosión submarina en esa zona pudo doblar la quilla, señor.

Marix, que hasta ese momento apenas había realizado preguntas a ningún testigo, se dirigió a Converse y le preguntó:

—Señor Converse, mirando el plano del
Maine
, la ubicación de los paños de municiones de 23 y de 14 centímetros situados en proa ¿sería posible que éstos hubieran hecho explosión y hubieran dañado los dos lados del barco? ¿No pudo ser la fuerza del agua entrando simultáneamente por los dos lados, la que dobló la quilla?

—Me resulta difícil de aceptar que ese efecto fuera producido por una explosión del tipo que estamos suponiendo —contestó Converse empezando a juguetear con el plano nerviosamente.

—Entonces, ¿cómo es posible que los paños de municiones de proa también estallaran?

—No lo sé, señor.

Se hizo un silencio y Potter, intentando recuperar la credibilidad del testigo, sonrió y argumentó:

—Hay muchas cosas que nunca sabremos. Hoover no nos ha dicho nada de esta nueva teoría del capitán Marix. Usted, Marix, no es técnico de la Armada, ¿verdad? —el capitán Marix enrojeció—. Tampoco nos han hablado de esta teoría Powelson y sus buzos. El especialista que usted eligió, capitán Sampson—recalcó Potter.

—Llevamos dieciocho días con esta comisión, no podemos permitirnos el lujo de comenzar a investigar una nueva teoría. Washington y, lo que es más importante, los ojos de América están sobre nosotros. Debemos terminar nuestro trabajo y volver a casa.

Sampson, que en estos casos era siempre la voz discordante, se rindió. Presiones desde la secretaría de Long, presiones del embajador Lee, cartas amenazantes de los importadores azucareros y los periódicos de toda Norteamérica echando leña al fuego era demasiado, incluso para él.

—Escribamos ese maldito informe y salgamos de esta ciudad —dijo Sampson disolviendo la sesión.

La Habana, 11 de Marzo de 1898.

Los últimos días habían sido absorbentes. Lincoln había redactado y enviado a Washington varios informes, entrevistado a varios testigos en Cayo Hueso, visitado al embajador Lee y acompañado a Hércules en sus salidas nocturnas, para preguntar a la fauna noctámbula si había visto u oído algo sospechoso aquella noche. Helen escribió varios artículos.

Entre ellos, su amplia entrevista al general Máximo Gómez vendió más periódicos que todas las tiradas juntas del año anterior. Varios rotativos compraron el artículo y la periodista ganó, en pocos días, una fama inusitada en su país.

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