—En el segundo.
Cuando Susan se hubo marchado, Archie terminó su cerveza y volvió al trabajo. Primero extendió el contenido de carpetas sobre la mesita. Las había colocado apresuradamente en dos montones antes de la llegada de la periodista. No lo hizo por una cuestión de orden, sino porque pensó que no era necesario que ella viera las fotos de las autopsias de tres muchachas adolescentes. Se tomó otras tres vicodinas y se sentó sobre la alfombra beige, junto a la mesa. Examinar cuidadosamente fotografías similares le había ayudado a descubrir el sello característico de Gretchen Lowell. No estaba seguro de qué buscaba en este caso, pero si estaba allí, todavía no lo había encontrado. El niño del piso superior estaba cantando. Archie no entendía lo que decía, pero creyó reconocer la melodía de una canción que entonaban sus propios hijos cuando eran pequeños.
Miró el reloj digital e hizo el cálculo. Pasaban algunos minutos de las nueve de la noche. Gretchen ya estaría en su celda. Las luces se apagaban a las diez. Ésa era la hora en la que Gretchen leía. Sabía que había pedido libros a la biblioteca de la prisión porque le enviaban la lista a Archie todos los meses. Leía estudios psicoanalíticos, desde Freud a libros de texto, pasando por obras de divulgación de psicología. También le gustaba la novela contemporánea. El tipo de libros que recibía premios y que la mayoría de la gente leía únicamente para poder hablar de ellos en las fiestas. También se encontraban entre sus preferencias los relatos de crímenes reales.«Por que no», pensó Archie. Al fin y al cabo, eran las publicaciones de su profesión. Y el mes anterior, había perdido
La ultima víctima
. No se lo había comentado a Henry. El hecho de que Gretchen estuviera leyendo el sórdido relato de cautiverio de Archie, con su prosa barata y las terribles fotografías de los cadáveres, de él mismo, de todos ellos, era algo que Henry no podía soportar. Habría ordenado que le quitaran el libro, y que lo retiraran de la biblioteca de la prisión. Y talvez amenazaría de nuevo a Archie e insistiría en que dejara de verla. Y estaba seguro de que lo conseguiría con facilidad. No necesitaba más que una charla franca con Buddy. Archie no resultaba muy convincente a la hora de asegurarle que podía trabajar con normalidad. Había sido su insistencia, mezclada con la culpa que sentía su antiguo compañero por el infierno que había atravesado, lo que lo mantenía en posición de negociar. Pero sabía que no se asentaba sobre terreno firme.
Miró los pálidos cuerpos de las chicas, abiertos sobre mesas de disección del depósito, con las marcas de las ligaduras convertidas en una mancha púrpura sobre su cuello. Decidió que, al menos, tenían una ventaja: las mataba inmediatamente. Y había peores modos de morir que el estrangulamiento.
El niño del piso de arriba se puso a dar saltos. Pudo oír cómo un adulto se acercaba y lo levantaba, entre gritos y risas.
Cuando Gretchen llega con las pastillas, Archie consigue hablar después de que le quite la mordaza: —Yo las trago.
Ella deja el embudo sobre la bandeja y Archie ábrela boca y saca la lengua, como un buen paciente. Le coloca una pastilla en la lengua y acerca un pequeño vaso de cristal con agua a sus labios resecos para que pueda beber. Es la primera vez que toma agua desde que llegó y le refresca la boca y la garganta. Ella revisa su lengua para asegurarse de que ha tragado el medicamento. Repiten el ejercicio cuatro veces.
Cuando terminan, Archie le pregunta:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—No importa —le responde Gretchen.
Oye un zumbido. Al principio piensa que está en su cabeza, pero después reconoce el sonido: moscas. El cadáver continúa descomponiéndose en el suelo. Recuerda al hombre y, durante un instante, recupera su instinto de policía.
—El otro hombre que me levantó en la camioneta —pregunta—, ¿dónde está? ¿También lo has matado?
Gretchen, sorprendida, alza una ceja.
—Querido, hablas como un demente.
—Estaba aquí —afirmó Archie, su mente obnubiláda—.Antes.
—Sólo estamos nosotros —replicó ella impaciente.
Pero él quería seguir hablando para obtener tanta información como fuera posible—. Miró a su alrededor, a la habitación sin ventanas, cubierta de azulejos como una estación de metro, al instrumental médico.
—¿Dónde estamos?
Ella da por terminadas las preguntas.
—¿Has pensado en lo que te pregunté? —dice.
Archie no sabe a qué se refiere.
—¿Qué?
—¿Qué quieres enviar a tus compañeros? —En su voz hay un tono de irritación apenas disimulado—. Están preocupado por ti, querido. —Le pasa la mano suavemente por brazo hasta las ligaduras de cuero que atan sus muñecas a la camilla—. Eres diestro, ¿verdad?
Archie tiene que pensar rápidamente mientras todavía conserve una cierta lucidez, antes de que las pastillas hagan efecto.
—¿Porqué, Gretchen? De las otras víctimas nunca enviaste nada. —Entonces se da cuenta. Sus víctimas siempre eran asesinadas a los tres días de ser secuestradas—. Han pasado cuatro días. —Piensa en voz alta—. Estarán empezando a creer que estoy muerto. Quieres demostrarles que toaría estoy vivo.
—Te dejaré elegir. Pero tenemos que hacerlo ahora.
El terror se apodera de su cuerpo, pero sabe que no puede acceder a lo que le pide. Tan pronto como lo haga, se convertirá en su cómplice.
—No.
—He extirpado docenas de bazos —murmura—, pero sólo post mortem. ¿Crees que podrás quedarte quieto?
Él comienza a retorcerse.
—Gretchen, no lo hagas.
—Es una pregunta retórica, por supuesto. —Ella esta tomando una jeringa de la bandeja—. Esto es sucinilcolina. Es un agente paralizante utilizado en cirugía. No podrás moverte. Pero permanecerás consciente. Te enterarás de todo—.Ella lo mira, esperando que comprenda—. Creo que eso es esencial, ¿no te parece? Si vas a perder una parte de tu cuerpo, debes experimentarlo cuando sucede. Si te despiertas ya no está, ¿cómo sabes si te sientes diferente?
Él no puede detenerla. Sabe que es imposible razonar con ella. Sólo puede proteger a la gente que ha dejado tras él.
—¿A quién se lo vas a enviar? —le pregunta.
—Estaba pensando en Debbie.
La mente de Archie sufre un sobresalto, imaginando el rostro de Debbie al abrir el paquete.
—Envíaselo a Henry —suplica—. Por favor, Gretchen envíaselo a Henry Sobol.
Gretchen hace una pausa en sus preparativos y le sonríe.
—Si lo hago, tendrás que portarte bien.
—Haré lo que quieras —dice Archie—. Me portaré bien.
—El problema de la sucinilcolina es que te paralizará el diafragma. —Sostiene un tubo de plástico que conduce a una máquina a su espalda—. Así que primero voy a tener que intubarte.
Antes de que Archie pueda reaccionar, ella inserta una placa de metal curvo en su boca, empuja su lengua y empieza a introducir el largo tubo, obstruyendo su garganta y haciendo que él se ahogue mientras intenta resistirse.
—Traga —le ordena, mientras ella, con la mano sobre su frente, le sostiene la cabeza con firmeza contra la camilla.
Él puede sentir cómo se abren sus dedos, cada músculo en tensión mientras lucha contra el tubo. Gretchen se inclina hacia él, con ternura, con la mano todavía sobre su frente.
—Trágalo —le repite—. Si te resistes será peor.
Él cierra los ojos, se obliga a sobreponerse al deseo de vomitar y traga el tubo mientras ella lo empuja por su garganta hacia el interior de su cuerpo.
De pronto, el aire le llena los pulmones. Tiene un efecto calmante. Intenta respirar más tranquilamente, serenando el ritmo de sus latidos. Abre los ojos y mira mientras ella clava la hipodérmica en el catéter y ajusta el flujo del líquido.
Se siente repentinamente tranquilo. Es la resignación que ha visto en los rostros de los condenados a muerte. No tiene control alguno, así que no tiene sentido resistirse. Las sensaciones abandonan su cuerpo hasta transformarlo en un peso muerto. Trata de mover los dedos, la cabeza, los hombros, pero nada le responde. Y llega a pensar que es realmente un alivio. Ha luchado tan duro durante toda su carrera para imponer orden en el caos, para eliminar la violencia y prevenir el crimen, que ahora puede dejar que todo suceda.
Ella le sonríe, y él sabe que, con esa sonrisa, ha sido engañado. Ha pedido y recibido un favor de su asesina. Y más aún, observa con frío distanciamiento, se siente agradecido.
Ahora sólo puede mirar las luces fluorescentes y las cajeras del techo blanco, apenas consciente de sus movimientos mientras ella se lava las manos, prepara una bandeja de instrumental, y le afeita el vello de su abdomen. Siente el frío yodo sobre la piel, y luego cómo ella empuja el bisturí sobre su carne. Se abre con facilidad bajo el afilado instrumento en sus manos, un tajo y luego un sonido cuando termina de cortar el músculo. Él trata de distanciarse de todo; de distraerse del dolor. Por un momento, cree que estará bien. Que puede soportarlo. Que no será peor que los clavos. Luego introduce un fórceps y abre la herida que acaba de hacer. Siente un dolor demoledor, devastador, que le provoca náuseas obligándolo a gritar. Pero no puede hablar, ni mover boca, ni levantar la cabeza. Interiormente, se las arregla para gritar, un aullido ahogado que lo acompaña hasta que pierde el conocimiento.
Ella lo deja dormir. Le parece que han transcurrido muchos días, porque cuando se despierta, su mente ha construido un túnel de claridad. Gira la cabeza y ella está a su lado, sosteniéndose el rostro con los puños apretados, en su cama. Están sólo a unos centímetros de distancia, casi puede rozarla con la nariz. Le ha sacado el tubo, pero la garganta le escuece. Ella no ha dormido. El se da cuenta. Puede ver las finas venas debajo de la pálida piel de su frente. Conoce sus gestos. Ha comenzado a conocer su rostro tan bien como el de Debbie.
—¿Qué estabas soñando? —le pregunta.
Imágenes de colores pasan por su mente.
—Iba en un coche por una ciudad, buscando mi casa —responde débilmente. Su voz es ronca, un susurro áspero—. No podía encontrarla. Me había olvidado de la dirección. Así que me limitaba a dar vueltas en círculos. —Sonríe sin alegría, sintiendo cómo se cuartean sus labios resecos, Un dolor como una dura nuez presiona su pecho—. Me pregunto qué significará.
Gretchen no se mueve.
—Ya no volverás a verlos, lo sabes.
—Lo sé. —Mira las vendas en su estómago. El dolor palidece comparado con el de sus costillas. Todo su pecho está amoratado, la piel tiene el color de la fruto podrida. Siente su cuerpo como arena mojada. Ya casi no percibe el olor de cadáver putrefacto. Estar vivo es extraño. Cada vez se siente menos ligado a esa idea. ¿Ya lo han recibido?
—Se lo envié a Henry —dice—. No han informado a la prensa.
—No lo harán.
—¿Por qué?
—Querrán confirmar que es mío —explica.
Ella está perpleja.
—Lo he enviado con tu cartera.
—Querrán hacer una prueba de ADN —le dice para tranquilizarla—. Tardará unos días.
Ella acerca, su hermoso rostro al de él.
—Sabrán que te lo quité cuando todavía estabas vivo, y hallarán rastros de las drogas que te he estado dando.
—Para ti es importante, ¿verdad? —afirma—. Que ellos sepan lo que me estás haciendo.
—Sí.
—¿Por qué?
—Quiero que sepan que te estoy haciendo sufrir. Quiero que lo sepan y que no sean capaces de encontrarte. Y después quiero matarte. —Ella coloca una mano sobre su frente y la mantiene allí, como si fuera una madre que comprueba si su hijo tiene fiebre—. Pero no creo que vaya a devolverte, querido. Quiero que se queden con la duda. A veces me gusta que duden. La vida no debería ser siempre una cuestión tan racional.
Él se ha agachado bajo la lluvia junto a muchos cadáveres colocados de una forma primorosa. Siempre se ha preguntado a cuántos ha matado. Los asesinos en serie matan durante años hasta que la policía finalmente logra descubrir un hilo conductor, un patrón. Él quería saber. Había pasado diez años buscando la respuesta a dos preguntas: quién era la Belleza Asesina y a cuántos había asesinado. La primera cuestión ya había sido desvelada. Ahora, una parte de él sentía que si llegaba a conocer la respuesta a la segunda, una puerta se cerraría tras la persona que él había sido alguna vez. Le daba la sensación de que cuanto más confiara en ella, más le pertenecería.
Gretchen se impacientó.
—Pregúntame a cuántos he matado. Quiero decírtelo.
Él suspira. El esfuerzo le provoca un dolor insoportable en las costillas, obligándole a hacer una mueca. Ella sigue esperando, su expectación es palpable. Es como una criatura insistente que debe ser contentada. Es lo único que puede hacer para alejarla.
—¿A cuántos has matado, Gretchen?
—Tú serás el número doscientos.
Él traga saliva. «Por Dios», piensa. Por todos los demonios.
—Eso es mucha gente —dice.
—A veces hice que mis amantes se convirtieran en asesinos. Pero siempre elegía yo a quien debía morir, y además lo hicieron porque yo se lo pedía. Así que creo que puedo contabilizarlos, ¿no te parece?
—Creo que puedes contabilizarlos.
—¿Te duele algo? —pregunta, con el rostro brillante.
Él asiente.
—Dímelo —ordena ella seductora.
Él lo hace porque sabe que así se sentirá satisfecha, y entonces, quizá, lo deje un rato en paz. Tal vez lo deje descansar. Y cuando eso sucede, le da pastillas.
—No puedo respirar. No puedo tomar aire sin que d dolor me destruya las costillas.
—¿Cómo es ese dolor? —pregunta con ojos ardientes.
Él busca las palabras exactas.
—Como un alambre de púas. Como si alguien hubiese atado un alambre de púas alrededor de mis pulmones que cuando respiro se clava en mi carne.
—¿Y la herida?
—Está comenzando a latir. Es un dolor diferente. Como si me quemara. No me molesta si no me muevo. Me duele la cabeza. Especialmente detrás de los ojos. La herida que me hiciste con el bisturí, creo que se está infectando. Y me pica la piel. Por todas partes. Creo que mis manos están dormidas. No las siento.
—¿Quieres tu medicina?
Él sonríe, imaginando la oleada de niebla que seguirá a las píldoras. Se le hace la boca agua.
—Sí.
—¿Toda?
—No —responde—. No quiero las alucinaciones. Sólo veo mi vida. Veo que me están buscando. Veo a Debbie.