Cordero (47 page)

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Authors: Christopher Moore

BOOK: Cordero
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Expresé mis condolencias por la pérdida de su padre, y Joshua me puso al corriente del momento del fallecimiento. Por las mismas fechas en las que yo vi el retrato de María en Nicobar, José había enfermado por culpa de algo que llevaba el agua. Empezó a orinar sangre, y a la semana ya se encontraba postrado en la cama. Llevaba ya dos meses enterrado. Yo miré a Joshua mientras su madre me explicaba esa parte del relato, y él negó con la cabeza, como diciendo: «ya lleva demasiado tiempo en la tumba, no puedo hacer nada». María no sabía nada del mensaje que nos había hecho regresar a casa.

—Incluso en el caso de que os hubierais encontrado en Damasco, habría sido muy difícil que hubierais llegado a tiempo.

María era fuerte, se había recuperado un poco de la pérdida, pero Joshua parecía aún muy aturdido.

—Tenéis que ir a encontraros con Juan, el primo de Joshua. Lleva un tiempo predicando el advenimiento del reino, preparando el camino para el Mesías.

—Sí, eso hemos oído —dije yo.

—Yo me quedaré aquí contigo, madre —terció Joshua—. Jaime tiene razón, tengo responsabilidades, y las he descuidado durante demasiado tiempo.

María acarició el rostro de su hijo y lo miró a los ojos.

—Partirás por la mañana y te encontrarás con Juan el Bautista en Judea, y harás lo que Dios te ha encomendado desde que te puso en mi vientre. Tus responsabilidades no están en un hermano amargado ni en una anciana.

Joshua me miró.

—¿Tú puedes partir mañana temprano? Sé que es muy poco tiempo, después de una ausencia tan larga.

—De hecho, había pensado en quedarme. Tu madre necesita a alguien que cuide de ella, y sigue siendo una mujer relativamente atractiva. Vaya, que hay cosas peores.

Judas se tragó un hueso de aceituna y empezó a toser con furia, hasta que Joshua le dio un golpe en la espalda, y el hueso salió disparado, y Judas se quedó ahí mirándome, jadeante, con los ojos enrojecidos, llorosos.

Yo puse una mano en el hombro de Joshua, y la otra en la de Judas.

—Creo que puedo llegar a quereros a los dos como a dos hijos. —Miré a la hermosa pero tímida Ruth, que se ocupaba de las dos pequeñas—. Y tú, Ruth, espero que aprendas a quererme como a un tío ligeramente mayor pero increíblemente atractivo. Y tú, María...

—Ve con Joshua a Judea, Colleja, te lo pido por favor —me interrumpió ella.

—Sí, claro, mañana a primera hora de la mañana.

Joshua y Judas todavía me miraban asombrados, como si acabara de darles un golpe en la cara con un pescado grande.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo hace que me conocéis? Jo, a ver si desarrolláis de una vez un poco de sentido del humor.

—Nuestro padre ha muerto —dijo Joshua.

—Sí, pero no ha muerto hoy —repliqué yo—. Estaré aquí mañana a primera hora.

A la mañana siguiente, cuando pasábamos por la plaza, vimos a Bartolomé, el tonto del pueblo, que no parecía estar peor, pero tampoco menos sucio, a pesar de los años transcurridos, y que parecía haber llegado a cierto acuerdo con sus amigos perrunos. En lugar de saltar a su alrededor, como hacían siempre, estaban sentados en torno a él, tranquilamente, como si escucharan un sermón que él pronunciara.

—¿Dónde os habíais metido? —nos preguntó Bartolo.

—En Oriente.

—¿Y a qué habéis ido a Oriente?

—Estábamos buscando la chispa divina —dijo Joshua—. Aunque cuando partíamos no sabíamos que íbamos en su busca.

—¿Y dónde vais ahora?

—A Judea, a ver a Juan el Bautista.

—Supongo que será más fácil de encontrar que la chispa divina. ¿Puedo acompañaros?

—Claro —me adelanté yo—. Tráete tus cosas.

—Yo no tengo nada.

—Entonces tráete tu hedor.

—Eso me sigue solo, no hace falta que yo haga nada —observó Bartolomé.

Y así fue como pasamos a ser tres.

24

Al fin he terminado la lectura de las historias de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Tal como lo cuentan esos tipos, parece que la cosa hubiera sido un accidente, como si cinco mil personas se hubieran presentado en lo alto de una colina una mañana. De haber sido así, llevarlos a todos hasta allí habría sido todo un milagro, y eso sin contar con que había que alimentarlos a todos. Nosotros nos dejábamos la piel para organizar sermones como ese, y a veces teníamos incluso que meter a Joshua en una barca y alejarlo de la costa, para que pudiera predicar desde allí, para que no lo acosaran. La seguridad del chico era un gran quebradero de cabeza para nosotros.

Y eso no es todo, con Joshua había dos aspectos bien diferenciados. Estaba su faceta de predicador, pero también su vida privada. El mismo que se plantaba ahí para poner a parir a los fariseos no era el mismo que «tocaba a los intocables» y se desternillaba de la risa. Planificaba los sermones. Se preparaba las parábolas, aunque tal vez fuera el único de todo el grupo que comprendiera su significado.

Lo que intento decir es que esos tipos, Mateo, Marcos, Lucas y Juan sí cuentan algunas cosas tal como fueron, aciertan en el trazo grueso, pero se dejan mucho en el tintero (treinta años enteros, sin ir más lejos). Mi intención es completar las lagunas, pues supongo que para eso me resucitó el ángel.

Por cierto, hablando del ángel, estoy bastante seguro de que está obsesivo perdido. No, un momento, «obsesivo» no es un término que se usara en mi época. Si sigo viendo la tele, no tardaré en disponer de todo un nuevo vocabulario. Creo, por ejemplo, que eso de «obsesivo» podría aplicársele perfectamente a Juan el Bautista. Seguiré contando cosas de él más adelante. Raziel me ha llevado hoy mismo a un lugar en el que lavan ropa. Una lavandería. Nos hemos pasado ahí todo el día metidos. Quería asegurarse de que yo sabía lavar ropa. Tal vez yo no sea el más listo del mundo, pero, por el amor de Dios, se trata solo de hacer la colada, no hay para tanto. Se ha pasado una hora haciéndome separar las prendas blancas de las de color. No sé si voy a poder contar toda esta historia si el ángel no deja de darme lecciones prácticas de vida. Mañana me toca minigolf. Solo se me ocurre que Raziel intenta prepararme para que sea espía internacional.

Bartolo, seguido de su olor corporal, iba montado en un camello, mientras que Joshua y yo íbamos en el otro. Salimos de Jerusalén y enfilamos hacia el este, más allá del monte de los Olivos. Llegamos a Betania, donde vimos a un hombre de pelo amarillo sentado bajo una higuera. Yo no había visto nunca a nadie con el pelo amarillo en Israel, exceptuando al ángel. Se lo señalé a Joshua, y juntos observamos al rubio el tiempo suficiente como para convencernos de que no se trataba de un ser celestial disfrazado. Bien, en realidad hacíamos como que lo mirábamos, pero nos mirábamos el uno al otro.

Bartolomeo dijo:

—¿Pasa algo? Parecéis nerviosos.

—Es el muchacho rubio —le respondí, buscando con la mirada en los patios de las casas grandes a nuestro paso.

—Magda vive aquí, con su marido —le aclaró Joshua, mirándome a mí, aunque sin mostrar el menor atisbo de tensión.

—Eso ya lo sabía —dijo Bartolo—. Él es miembro del sanedrín. Vuela alto, según dicen.

El sanedrín era un consejo de sacerdotes y fariseos que tomaban la mayoría de decisiones que afectaban a la comunidad judía, hasta donde se lo permitían los romanos, claro. Descontando a Herodes y a Poncio Pilatos, gobernador romano, se trataba de los hombres más poderosos de Israel.

—La verdad es que yo esperaba que Jakan muriera joven.

—No tienen hijos —me comentó Joshua. Lo que quería decir, en realidad, era que le parecía raro que Jakan no hubiera repudiado a Magda por ser estéril.

—Sí, me lo dijo mi hermano.

—No podemos ir a verla —prosiguió.

—Ya lo sé —dije, aunque no estaba seguro de por qué no.

Finalmente, nos encontramos con Juan en el desierto, al norte de Jericó, a orillas del río Jordán. Llevaba el pelo tan enmarañado como siempre, y se había dejado crecer la barba sin ningún control. Vestía una túnica basta que se sujetaba con una faja de piel de camello sin tratar. Allí, junto a él, se había congregado una multitud de unas quinientas personas, que aguardaban bajo un sol tan de justicia que había que fijarse bien en los letreros de los caminos, pues uno llegaba a temer que, por error, hubiera tomado el desvío al infierno.

Desde donde nos encontrábamos no oíamos de qué hablaba Juan, pero a medida que nos acercamos escuchamos que decía:

—No, yo no soy el que es. Yo solo lo preparo todo. Después de mí vendrá alguien, y yo no soy digno ni de llevarle los suspensorios.

—¿Qué son «suspensorios»? —preguntó Joshua.

—Cosas de los esenios —respondió Bartolomé—. Los llevan sobre sus partes, muy apretados, para controlar sus impulsos pecaminosos.

En ese momento Juan nos vio entre la multitud (íbamos a camello).

—¡Ahí! —exclamó, señalándonos—. ¿Recordáis que os decía que vendría uno? Bueno, pues ahí está, justo ahí. No, no estoy de broma, es el que va montado a lomos de ese camello. El de la izquierda. ¡Contemplad al Cordero del Señor!

La multitud volvió la cabeza y nos miró a Josh y a mí, y todos se echaron a reír cortésmente, como diciendo: «Sí, claro, qué casualidad, tú hablando de él y él se aparece. ¿Qué te crees, que no vemos que estáis conchabados?».

Joshua me miró, nervioso, después miró a Bartolo, y sonrió, dócil como un corderito, a la multitud. Apretando mucho los dientes, nos preguntó:

—¿Y ahora qué? ¿Resulta que tengo que entregarle mis suspensorios a Juan, o qué?

—Tú saluda y di «Id con Dios» —le sugirió Bartolo.

—Un saludito por aquí, un saludito por allá —masculló Joshua entre dientes, sin dejar de sonreír—. Id con Dios. Muchas gracias. Id con Dios. Me alegro de veros. Saludos, saludos.

—En voz más alta, Josh. Así solo te oímos nosotros.

Josh se volvió hacia donde nos encontrábamos para que la multitud no le viera la cara.

—¡Yo no sabía que iba a tener que llevar suspensorios! ¡Nadie me lo advirtió! Jo, vaya par de dos.

Y así fue como empezó el ministerio de Joshua hijo de José, Joshua de Nazaret, el Cordero de Dios.

—Y entonces, ¿este grandullón quién es? —preguntó Juan cuando, aquella tarde, nos sentamos alrededor del fuego. La noche se arrastraba sobre el cielo del desierto como un gato negro con el pelo lleno de caspa fosforescente. Bartolomeo se tendió a la orilla del río rodeado de sus perros.

—Es Bartolomeo —respondió Joshua—. Un cínico.

—Y llevaba más de veinte años siendo el tonto del pueblo de Nazaret —añadí yo—. Ha renunciado a su cargo para seguir a Joshua.

—Es un guarro, y mañana va ser el primero en recibir el bautismo. Apesta. ¿Más langostas, Colleja?

—No, gracias. Estoy lleno. —Bajé la vista y miré mi cuenco de langostas asadas con miel. Se suponía que había que mojar los insectos en la miel para saborear un manjar delicioso y nutritivo. Juan no comía otra cosa.

—Y entonces, eso de la chispa divina, todo ese tiempo que habéis pasado fuera, ¿qué es lo que habéis descubierto?

—Es la llave del reino, Juan —dijo Joshua—. Eso es lo que he aprendido en Oriente, lo que se supone que debo transmitir a nuestro pueblo, que Dios está en todos nosotros. Todos somos hermanos en la chispa divina. Lo que ocurre es que no sé cómo explicarlo.

—En primer lugar, no puedes llamarlo chispa divina. La gente no lo comprenderá. ¿Y esa cosa está en todos, es permanente, forma parte de Dios?

—No de Dios el creador, mi padre, sino parte del Dios que es espíritu.

—Espíritu Santo —dijo Juan encogiéndose de hombros—. Llámalo Espíritu Santo. La gente entiende que dentro de nosotros hay un espíritu, y entiende que sobrevive tras la muerte. Así solo tendrás que hacerles creer que se trata de Dios.

—Perfecto —dijo Joshua, esbozando una sonrisa.

—Y entonces, ese Espíritu Santo —prosiguió Juan, partiendo una langosta con los dientes—, está en todos los judíos, pero los gentiles no lo tienen, ¿correcto? Quiero decir que, ¿para qué se necesita, una vez venga el reino?

—A eso iba.

Juan tardó gran parte de la noche en aceptar que Joshua fuera a permitir que los gentiles entraran en el reino, pero al final el Bautista lo aceptó, aunque sin dejar de buscar excepciones.

—¿Incluso las rameras?

—Incluso las rameras —le respondió Joshua.

—Sobre todo las rameras —puntualicé yo.

—Tú eres el que limpia a la gente de sus pecados para que puedan ser perdonados.

—Ya lo sé, pero es que, rameras en el reino... —Meneó la cabeza, ahora que tenía la confirmación, por boca del propio Mesías, de que el mundo se iba derechito al infierno. Algo que, en realidad, no debería de haberle sorprendido, puesto que aquel había sido precisamente su mensaje desde hacía más de diez años. A él se había entregado, así como a la identificación de las rameras—. Dejadme que os muestre dónde vais a quedaros.

Poco después de encontrarnos con él en el camino hacia Jerusalén, Juan se había unido a los esenios. Nadie nacía esenio, pues éstos practicaban el celibato, incluso en el seno del matrimonio. También se abstenían de las bebidas alcohólicas, y cumplían estrictamente las leyes judías. Su obsesión por la limpieza era absoluta: lavándose el cuerpo se quitaban el pecado, y aquel había sido el gran reclamo de Juan. Contaban con una comunidad muy activa en el desierto, a las afueras de Jericó, llamada Qumran, una pequeña ciudad de casas construidas con piedra y ladrillo en la que había un scriptorium dedicado a la copia de rollos, así como acueductos que canalizaban el agua desde las montañas y la llevaban hasta los baños rituales. Algunos de ellos vivían en las cuevas que quedaban por encima del mar Muerto, donde almacenaban las vasijas que contenían sus manuscritos, pero los esenios más devotos, entre quienes se contaba Juan, no se permitían siquiera el lujo de una cueva.

Y así, cuando llegamos al lugar donde él dormía, nos mostró nuestro alojamiento.

—¡Pero si es un agujero! —exclamé yo.

Para ser exactos, los agujeros eran tres. Supongo que, al menos, tres eran mejor que uno. Así cada uno podía disponer del suyo propio. Bartolomeo, junto con sus muchos amigos caninos, empezó a instalarse.

—Ah, Juan —le dijo Josh—. Recuérdame que te hable del karma.

Y así fue como, durante más de un año, mientras Joshua aprendía de Juan a pronunciar las palabras que harían que la gente lo siguiera, yo viví en un agujero.

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