Corsarios Americanos (38 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Corsarios Americanos
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Quinn, que procedía de la banda opuesta, se acercó y preguntó:

—¿Qué está ocurriendo, Dick?

Por poco le derriban los mozos de a bordo que corrían hacia el alcázar cargados con las parihuelas usadas para transportar las cargas de los cañones de nueve pulgadas allí situados.

Bolitho alzó la mirada hacia las velas y jarcias que golpeaban sobre él y recordó las dudas y emociones que le invadieron, pocos minutos antes, cuando descubrió, mirando a través del catalejo, la presencia del otro navío de línea. Había pasado ya un cuarto de hora, pero el nuevo día parecía remiso a alumbrar el recién aparecido buque de guerra. De momento, sólo los vigías, y acaso alguno de los infantes de marina apostados en el mastelero, alcanzaban a distinguirlo correctamente.

—No sé —respondió—. Podría ser un navío de paso en su ruta hacia otro puerto del Caribe.

No bien hubo terminado de pronunciar la frase reconoció que intentaba engañarse, o acaso apaciguar la ansiedad de Quinn. Aquel navío no era un buque de guerra inglés. Todos y cada uno de los buques de gran porte disponibles navegaban en una escuadra u otra, alertados por la posibilidad de que Francia decidiese de pronto entrar en guerra abiertamente. Aunque tampoco era probable que fuese un navío español. Habitualmente, la Corona de España usaba sus unidades mayores para escoltar los galeones cargados de tesoros que venían de América del Sur, y debían cruzar las aguas infestadas de piratas que les separaban de la seguridad de Santa Cruz. No, por fuerza tenía que ser un navío francés.

Bolitho sintió una oleada de helada excitación. Había visto numerosos navíos de línea franceses. Estaban bien diseñados y construidos, y se decía que sus dotaciones eran también de muy alto nivel.

Su mirada buscó alrededor de los botes amarrados a sus bancadas y encontró a Coutts que, con sus manos anudadas tras la espalda, conversaba con Pears y el viejo Bunce. Los tres mostraban semblantes tranquilos, aunque en el caso de Pears eso nunca era una garantía. Sorprendía ver tanta actividad sobre el alcázar a aquella hora temprana de la mañana. Las dotaciones de los cañones se agrupaban junto a sus piezas, sus hombres agachados o de rodillas. Más a popa, y junto a las redes protectoras de la batayola, formaban los pocos infantes de marina de que disponía D'Esterre. Reconoció la figura de Libby, apostado frente a una de las baterías de cañones de nueve libras. El ahora quinto teniente en funciones había sido anteriormente guardiamarina de banderas. ¿En qué debía de pensar?, se preguntó Bolitho. Tenía diecisiete años, pero bastaba con que, durante el combate, una ráfaga de metralla barriera el alcázar con su carga mortífera para que se hallara provisionalmente al mando de todo el navío, por lo menos hasta que otro buque de la Armada pudiese acudir en su ayuda. Luego estaba Frowd. De segundo del piloto había ascendido a sexto teniente. Lo absurdo de la situación era que el hombre superaba en dos años la edad de Cairns. Le vio inmóvil junto a Sambell, el otro segundo del piloto. Pero eso era todo. Mientras Sparke estaba vivo y Probyn no había sido capturado, se hablaban el uno a otro usando sus nombres de pila, como Jack o Arthur. Ahora era «señor» Frowd y «señor» Sambell.

Oyó que Cairns ordenaba:

—¡Háganle caer una cuarta!

La voz de uno de los timoneles replicó:

—¡Tal como va, señor! ¡Sureste, una cuarta hacia el sur!

Los hombres se aplicaron a tirar de las brazas para reorientar las vergas de acuerdo con el nuevo rumbo. Dejando aparte los chirridos y crujidos del aparejo, y los sonidos propios del navío, el silencio era total.

Bolitho dibujó en su mente la imagen de la carta e imaginó cómo aparecería la isla ante quienes pudiesen verla más allá de la proa. Su costa formaba un promontorio rocoso que desfilaba hacia la amura de estribor, y tras el cual se hallaba la entrada del fondeadero. Allí debía esperarles, si todo había ido como estaba previsto, la fragata
Spite
. Diantre, la sorpresa que se llevaría su comandante cuando viese surgir al inesperado visitante tras la protección del cabo. Lo más seguro era que los vigías de Cunningham le confundirían al principio con el
Trojan
.

—¡Atención, cubierta! —resonó la áspera voz de Buller desde lo alto—: ¡El otro navío está aferrando velas, señor!

—Habrá divisado ya la
Spite
, no cabe duda —comentó alguien en la oscuridad.

El agua que corría por los imbornales sumergió durante un instante la batería de babor cuando una racha súbita acentuó la presión sobre las velas e inclinó el casco. Bolitho vio que las piezas, mojadas, relucían de pronto ante la llegada del primer rayo de luz, que traspasaba por fin la barrera de jarcias y cables.

Con el primer brillo del alba también los objetos familiares recuperaban su color. Las caras se transformaban en semblantes de personas, los semblantes reflejaban de nuevo emociones. En todos los lugares se veían hombres atareados ajustando aparejos, empujando pertrechos sueltos para apartarlos de las cureñas de los cañones, apartando de un manotazo el cabello que les cegaba, o asegurando los machetes y las hachas de abordaje, que debían permanecer al alcance de la mano.

Los suboficiales y los guardiamarinas se erguían, a tramos, como pequeños mojones azules y blancos que señalaban la cadena del mando.

Muy por encima de cubierta, en el punto más alto del
Trojan
, el gallardete de perilla del mayor ondeaba hacia adelante como una serpiente escarlata. El viento se mantenía, pensó Bolitho. Aun así, les resultaría imposible adelantar al otro navío.

—¿Qué hará el almirante? —preguntó siseando Quinn—. ¿Qué puede hacer? No estamos en guerra contra Francia.

El guardiamarina Forbes se escabulló por la cubierta esquivando ganchos, cuadernales y adujas de drizas con la agilidad de un conejo.

Tras tocar su sombrero con los dedos, dijo intentando recuperar el aliento:

—Saludos del comandante, señor, con el recado de si puede conducir al caballero francés hacia la popa.

—Enseguida —asintió Bolitho de un gesto.

Forbes parecía estar pasando el mejor rato de su vida. Vivir una acción en popa, con los altos mandos, le producía tanta excitación que era incapaz de apreciar los peligros.

—Voy a buscarle —dijo Quinn.

Bolitho movió la cabeza y sonrió por lo absurdo de la situación. Él debía ocuparse de conducir al oficial francés porque Cairns estaba demasiado atareado en el alcázar, y no había otra persona de rango suficiente. El protocolo continuaba vigente, por más que el navío se hallase a las puertas del infierno, reflexionó.

Halló al francés sentado junto al cirujano en la cubierta del sollado. Conversaban frente a la enfermería que los asistentes de Thorndike montaban a toda prisa alrededor de una provisional mesa de operaciones rodeada de instrumentos.

—¿Qué demonios planean ahora? —preguntó irritado Thorndike, quien después de observar con indignación a sus ayudantes añadió—: ¡Perder el tiempo y ensuciar mi equipo! ¿Acaso no estábamos ya bastante ocupados?

Bolitho se dirigió a Contenay:

—El comandante desea verle.

Treparon juntos por la escala que conducía a la primera cubierta de cañones. Los callejones de combate se hallaban todavía sumidos en la oscuridad, pues las portas continuaban cerradas y sólo las candelas acristaladas relucían tenuemente tras sus protecciones junto a cada división de cañones.

—¿Qué ocurre, amigo? —preguntó Contenay—. ¿Hay dificultades?

—Un navío. De su bandera.

Era curioso, pensó Bolitho, que le resultase más fácil hablar con el francés que con el doctor.


Mon Dieu
. —Contenay saludó con educado gesto al centinela de infantería de marina apostado junto a la siguiente escotilla y añadió—: Me parece que a partir de este momento tendré que vigilar mucho cada palabra que diga.

Una vez en cubierta hallaron un ambiente más luminoso. Parecía increíble que la claridad hubiese aumentado tanto en el escaso tiempo que le llevó bajar al sollado y regresar.

Llegados al alcázar, Bolitho anunció:


M'sieu
Contenay, señor.

Pears fusiló al francés con la mirada.

—Acérquese —dijo antes de cruzar la cubierta hasta las redes de barlovento, donde Coutts y su teniente de banderas enfocaban sus catalejos hacia el otro navío.

Bolitho miró también por el rabillo del ojo. No se había equivocado. El navío ofrecía una estampa majestuosa al surcar las olas, escorado y ciñendo al viento por la amura de estribor, con sus juanetes y su mayor aferradas ya sobre las jarcias. Al virar para dirigirse a la entrada de la bahía ofreció al
Trojan
su coronamiento de popa, donde eran perfectamente visibles las líneas de su pantoque y sus sentinas.

—El prisionero, señor. —Pears también prestaba toda su atención al otro navío.

Coutts hizo descender su catalejo y se encaró con el francés mostrando un semblante calmado.

—Ah, sí… el navío que se ve a lo lejos,
m'sieu
, ¿lo reconoce usted?

La boca de Contenay produjo primero una mueca descendente como si fuese a negarse a dar cualquier respuesta. Pero inmediatamente el francés pareció rectificar. Se encogió de hombros y repuso:

—Es el
Argonaute
.

Ackerman asintió con el gesto.

—Tal como me figuraba, señor. Me crucé con el mismo navío una vez junto a la isla de Guadalupe. Un navío del porte de setenta y cuatro cañones. Su estampa es impresionante.

—Veo que, como nosotros, arbola una insignia de contraalmirante en su mástil de mesana —advirtió Pears con gravedad. Su mirada inquisidora se dirigía ahora hacia Contenay.

—Cierto —respondió éste—. Es el
contreamiral
André Lemercier.

Coutts le escrutó inquisidor:

—Si no me equivoco, usted debía ser uno de los oficiales a sus órdenes, ¿verdad?

—Todavía soy un oficial bajo sus órdenes,
m'sieu
—respondió el oficial francés dirigiendo su mirada hacia el otro navío de dos cubiertas—. Eso es todo lo que puedo y debo decirles.

—¡Vigile sus modales, caballero! —explotó Pears—¡Por supuesto que no debe decirnos nada más! ¡Fue apresado cuando ayudaba a los enemigos de nuestro Rey, colaborando en una rebelión ilegítima, y pretende ahora que se le trate como a un espectador imparcial!

Coutts pareció sorprendido por el súbito ataque de cólera de Pears:

—Bien dicho, comandante. Aunque juraría que el teniente es plenamente consciente de lo que ha hecho y de cuál es su situación.

Bolitho asistía hipnotizado a la escena y rogaba a Dios que Pears no se fijase en su presencia y le ordenase descender de nuevo al combés.

El drama allí representado era privado y excluía al resto de la gente, pero su desenlace podía decidir el futuro de todos.

—Menudo problema tiene ahora nuestro almirante, Dick —murmuró Cairns al lado de Bolitho—. O acepta la igualdad de fuerzas debida a la presencia del francés, o decide imponer su visión de las cosas por la fuerza.

Bolitho observó el juvenil perfil de Coutts. Sin duda en aquel momento se arrepentía de haberse trasladado al
Trojan
para dirigir personalmente la misión. Su navío insignia
Resolute
, equipado con noventa cañones, hubiera planteado combate singular contra las setenta y cuatro piezas del navío francés. El
Trojan
no gozaba de la misma ventaja. Tenía una eslora similar y armaba tan sólo dos cañones más que el
Argonaute
, pero lo peor era que andaba corto de dotación y más escaso aún de oficiales curtidos.

Si Contenay valía como muestra de los oficiales de la cámara del
Argonaute
, éste debía de ser un adversario digno de consideración. ¿Qué diablos debía de estar haciendo Cunningham? Por más que una balandra armada fuese demasiado frágil para enfrentarse al fuego de las baterías de un navío, debido a su pequeño tamaño, su presencia podía servir de valiosa ayuda para desequilibrar la balanza.

—Conduzcan al prisionero a la cámara. En un instante me ocuparé de él —ordenó Coutts dirigiéndose a D'Esterre—: ocúpese usted personalmente. —Luego se volvió hacia Bolitho y dijo—: Ordene a los vigías que informen de la situación y acciones de la
Spite
en cuanto la avisten.

Bolitho se abalanzó hacia la escala que descendía del alcázar. El vigía apostado en el mástil mayor debía, como el resto del navío, estar más pendiente del buque de guerra francés que de la
Spite
.

El
Trojan
mantuvo su rumbo. En sus cubiertas todos los catalejos disponibles enfocaban el navío enemigo, que avanzaba en rota perpendicular a su proa y se acercaba cada vez más al promontorio de la isla.

Coutts tenía razón para estar preocupado. No había posibilidad de echar el ancla. Si, por otra parte, el
Trojan
dejaba atrás la entrada de la bahía desaprovecharía el barlovento, con lo que precisaría varias horas de viradas sucesivas para recuperarlo. Lo mismo iba a ocurrir si se mantenía hacia mar abierto. Su única opción consistía en seguir la estela del navío francés, cuyo comandante a todas luces fingía ignorar las intenciones del
Trojan
y se comportaba como si no existiese.

El perfil del promontorio se veía ahora más inclinado y revelaba en su costado opuesto la entrada de la bahía. Dos anchos brazos cubiertos de color verde se abrían para recibirles.

Bolitho notó la cada vez más acusada luminosidad del sol. Su garganta estaba seca y rasposa. El vigía del palo mayor avisó:

—¡Atención, cubierta! ¡La
Spite
ha embarrancado, señor!

Una especie de jadeo de ansiedad recorrió todas las cubiertas del
Trojan
.

No se podía tener peor suerte. Sin duda, Cunningham había calibrado mal la anchura de la entrada; acaso la corriente le había jugado una mala pasada. Si el incidente golpeaba con humillación al propio Coutts, para Cunningham debía de ser como el fin del mundo, reflexionó Bolitho.

—Ahora el gabacho podrá hacer lo que le venga en gana, señor —siseó Stockdale junto a Bolitho.

El fondeadero aparecía más y más abierto a cada minuto que transcurría. Bolitho vio el agua calmada que se extendía más allá de las turbulencias de la entrada. Ahí estaban los tres mástiles de la
Spite
, ungulados hacia un lado y sospechosamente quietos. Más lejos quedaba la orilla, todavía en la penumbra, y, cerca de ella, una goleta fondeada.

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