De todo eso me propongo hablar con detalle más adelante. Baste por ahora con lo dicho, y con señalar que nuestra última aventura había persuadido al capitán Alatriste de la necesidad de asegurar mi futuro poniéndome a salvo, en lo posible, de los caprichos de la Fortuna. La ocasión vino de mano de don Francisco de Quevedo —desde mi tropiezo con la Inquisición, el poeta oficiaba sin empacho de padrino mío—, cuyo prestigio subía como espuma en la Corte, quien se mostró convencido de que, con algo de favor merced a la simpatía que le mostraba nuestra señora la reina, a la benevolencia del conde-duque de Olivares y a un poco de buena suerte, yo podría ingresar al cumplir los dieciocho en el cuerpo de correos reales, que era buen modo de iniciar carrera en la Corte. El único problema serio consistía en que, para verme promovido a oficial en el futuro, iba a necesitar familia adecuada o ejecutoria convincente; y ahí la milicia tenía su peso. Pero, aunque mi experiencia en las armas no era de matasiete de taberna —había pasado dos intensos años en Flandes, asedio de Breda incluido—, mi juventud, que me había obligado a enrolarme como mochilero en vez de como soldado, descartaba una hoja de servicios. Se imponía, por tanto, lograrla mediante un período de vida militar en regla. El remedio lo sugirió nuestro amigo el capitán Alonso de Contreras, quien tras hospedarse en casa de Lope de Vega regresaba a Nápoles. El veterano soldado nos invitó a acompañarlo, argumentando que el tercio de infantería española allí establecido, donde servían muchos viejos camaradas suyos y de mi amo, era perfecto para esos dos años de ejecutoria castrense; y también para, aparte las delicias que a los españoles ofrecía la ciudad del Vesubio, juntar dinero con las incursiones que nuestras galeras hacían en las islas griegas y la costa africana. Acudan por tanto a su oficio, aconsejó Contreras, den vuestras mercedes a Marte lo que a Venus daban, y hagan cosas que sean increíbles de espantosas. Etcétera. Y yo que lo beba, amén.
Lo cierto es que al capitán Alatriste no le importaba alejarse de Madrid —estaba sin blanca, había terminado con María de Castro, y Caridad la Lebrijana mencionaba la palabra matrimonio con demasiada frecuencia—; así que, tras darle vueltas, como solía, y vaciar en silencio muchos azumbres de vino, acabó decidiéndose. En el verano del año veintiséis embarcamos por Barcelona, y tras hacer escala en Génova seguimos hacia el sur, hasta la antigua Parténope, donde Diego Alatriste y Tenorio e Iñigo Balboa Aguirre sentamos plaza de soldados en el tercio de Nápoles. El resto de aquel año, hasta que por San Demetrio terminó la estación de las galeras, hicimos corso en Berbería, el Adriático y Morea. Luego, tras el desarme para la invernada, gastamos parte de nuestros botines en las innumerables tentaciones napolitanas, visitamos Roma para que yo admirase la más asombrosa urbe y fábrica majestuosa de la cristiandad, y volvimos a embarcar a principios de mayo, como era costumbre, en las galeras recién despalmadas y listas para la nueva campaña. Nuestro primer viaje —escolta de caudales que iban de Italia a España— nos había llevado a Baleares y Valencia; y ahora, en este último, a proteger naves mercantes con bastimentos de Cartagena para Orán antes de regresar a Nápoles. El resto —la galeota corsaria, la persecución destacándonos del convoy, la caza frente a la costa africana —lo he referido más o menos. Añadiré que ya no era un jovenzuelo imberbe el bien acuchillado Iñigo Balboa de diecisiete años que, junto al capitán Alatriste y la demás gente de cabo y guerra embarcada en la
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, combatía con el corsario turco —nombre ese, el de turco, que dábamos a cualquiera que corriese la mar, otomano de nación, moro, morisco o lo que fuera servido—. Lo que sí era, en cambio, van a descubrirlo vuestras mercedes en esta nueva aventura donde me propongo recordar el tiempo en que el capitán Alatriste y yo peleamos de nuevo hombro con hombro, aunque no ya como amo y paje, sino como iguales y camaradas. Contaré, sin omitir punto en ello, de escaramuzas y corsarios, de mocedad feliz, de abordajes, matanzas y saqueos. También diré por lo menudo cuanto en mi siglo —qué lejano parece, ahora que tengo viejísimas cicatrices y canas— hizo el nombre de mi patria respetado, temido y odiado en los mares de Levante. Diré que el diablo no tiene color, ni nación, ni bandera. Diré cómo, para crear el infierno así en el mar como en la tierra, en aquel tiempo no eran menester más que un español y el filo de una espada.
—¡Dejen de matar! —ordenó el capitán de la
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—… ¡Esa gente vale dinero!
Don Manuel Urdemalas era hombre apretado de bolsa, y no le gustaba derrochar sin motivo. Así que obedecimos poquito a poco, de mal talante. En mi caso, el capitán Alatriste tuvo que sujetarme por un brazo cuando me disponía a degollar a uno de los turcos que intentaban subir a bordo tras haberse arrojado al agua durante el combate. Lo cierto es que aún estábamos calientes, y la matanza no bastaba para templar ganas. Durante la aproximación, los turcos —luego supimos que llevaban un buen artillero, renegado portugués— tuvieron tiempo de asestarnos su cañón de crujía, haciéndonos dos muertos. Por eso les habíamos ido encima de romanía, dispuestos a no dar cuartel, todos gritando «¡Pasaboga, embiste, embiste!», erizados de chuzos y medias picas y humeando las cuerdas de los arcabuces, mientras, entre rebencazos del cómitre, pitadas de chifle y tintineo de cadenas, los forzados se dejaban el ánima en los remos, y la galera le entraba en diagonal a la galeota, apuntando a su cuartel de proa. El timonero, que conocía su oficio, nos había llevado justo donde nos tenía que llevar, y sólo un momento antes de que el espolón hiciera pedazos los remos de la galeota y la alcanzase por la banda diestra, nuestras tres piezas de crujía, cargadas con clavos y hoja de Milán, le barrieron lindamente media cubierta. Luego, tras un rosario de escopetazos y tiros de pedreros, el primer trozo de abordaje, gritando «¡Santiago, cierra, cierra!», pasó por el espolón y le ganó sin dificultad todo el espacio del árbol hacia delante, acuchillando a mansalva. Los turcos que no se arrojaron al agua murieron allí mismo, entre los bancos resbaladizos por la sangre, o se replegaron a la popa; donde, la verdad, estuviéronse batiendo con mucho coraje y mucha decencia, hasta que nuestro segundo trozo de abordaje les ganó la carroza, donde se defendían los últimos. En ese segundo grupo íbamos el capitán Alatriste y yo, él con espada y rodela tras vaciar a gusto el arcabuz, yo con coselete y un chuzo que, a medio camino, cambié por una afilada partesana que arranqué de las manos a un turco agonizante. Y así, cuidando el uno del otro, tajando, avanzando, tajando, muy prudentes y paso a paso, de banco en banco y sin dejar atrás a nadie vivo por si las moscas, ni siquiera a los que tirados en las tablas pedían clemencia, nos llegamos con los camaradas a la popa, apretándola hasta que el arráez turco, herido de mala manera, y los supervivientes que no se habían tirado al agua arrojaron las armas pidiendo cuartel. Que tardó, sin embargo, en dárseles; pues a partir de ahí todo fue más carnicería que otra cosa; y tuvo que venir, como digo, la orden repetida de nuestro capitán de mar y guerra para que la gente, exasperada por la resistencia corsaria —con los aviados por el cañón, la pelea nos había costado nueve muertos y doce heridos, sin contar los galeotes—, dejara de menear las manos; e incluso muchos que estaban en el agua, como digo, fueron cazados igual que patos a tiros de arcabuz, pese a sus súplicas, o muertos a lanzadas y golpes de remo cuando intentaban subir a bordo.
—Déjalo ya —me dijo Diego Alatriste.
Me volví a mirarlo, aún sin resuello por las fatigas del combate: había limpiado la espada con un trapo cogido de cubierta —un turbante moro deshecho— y la envainaba mirando a los desgraciados que se ahogaban o nadaban sin osar acercarse. El mar no estaba picado, y muchos podían mantenerse a flote, excepto los heridos, que se anegaban entre gemidos y boqueadas de angustia, gorgoteando con las últimas ansias de la muerte en el agua teñida de rojo.
—La sangre no es tuya, ¿verdad?
Me miré los brazos y palpé mi coselete y mis muslos. Ni un arañazo, comprobé con júbilo.
—Todo en su sitio —sonreí, cansado—. Como vuestra merced.
Miramos, en torno, el paisaje tras la pelea: las dos naves aún aferradas, los cuerpos destripados entre los bancos, los prisioneros y los moribundos, la gente empapada que empezaba a subir a bordo bajo la amenaza de chuzos y arcabuces, los camaradas que daban saco franco a la galeota. La brisa de levante nos secaba sangre turca en las manos y en la cara.
—Hagamos galima —suspiró Alatriste.
Así llamábamos al botín a bordo, pero apenas había. La galeota, armada por gente del puerto corsario de Salé, todavía no había hecho ninguna presa cuando la descubrimos acercándose al convoy; así que sólo aparecieron víveres y armas, sin objetos de valor a los que echar mano, aunque levantamos cada tabla de cubierta y rompimos todos los mamparos abajo. Ni para el maldito quinto del rey apareció una dobla. Yo tuve que conformarme con una aljuba de paño fino —aun así hube de disputarla casi a golpes con un soldado que decía haberla visto primero—, y el capitán Alatriste se quedó un cuchillo damasquino grande, de buen filo y muy bien labrado, que le quitó de la faja a un herido. Con eso volvióse a la
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, mientras yo seguía forrajeando por la galeota turca y echaba un vistazo a los prisioneros. Una vez el cómitre se hubo quedado con las velas de la presa, como solía, lo único valioso eran los turcos supervivientes. Por fortuna no iban cristianos al remo, sino que los corsarios mismos bogaban o combatían según las circunstancias; y cuando nuestro capitán Urdemalas, con muy buen seso, había ordenado parar la matanza, aún quedaban vivos de los rendidos, los heridos y los que nadaban sin osar acercarse, unos sesenta. Echando cuentas rápidas, eso suponía ochenta o cien escudos por cada uno, según dónde se vendieran como esclavos. Apartado el quinto real, lo del capitán de galera y lo demás, y repartido entre los cincuenta hombres de mar y los setenta soldados que íbamos a bordo —la chusma de casi doscientos galeotes no entraba en el reparto—, no era volvernos ricos, pero algo era. De ahí que se nos hubiera recordado a gritos que, a más turcos vivos, más ganancia. Pues cada vez que liquidábamos a uno de los que nadaban queriendo subir a bordo, se iban al fondo más de mil reales.
—Hay que ahorcar al arráez —dijo el capitán Urdemalas.
Lo comentó en voz baja, sólo para los oídos del alférez Muelas, el cómitre, el sargento Albaladejo, el piloto y dos soldados de confianza o caporales, uno de los cuales era Diego Alatriste. Estaban reunidos en consejo a popa de la
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, junto al fanal, mirando hacia la galeota corsaria aún enclavada por el espolón de la galera, los remos destrozados y entrándole agua por la brecha. Todos convenían en que era inútil remolcarla: se anegaría de allí a poco, yéndose al fondo sin remedio.
—Es renegado español —Urdemalas se rascaba la barba—. Un tal Boix, mallorquín. Por mal nombre, Yusuf Bocha.
—Está herido —apuntó el cómitre.
—Pues arriba con él, antes de que muera por su cuenta.
El capitán de galera miraba el sol, ya cerca del horizonte. Quedaba una hora de luz, calculó Alatriste. Para entonces los prisioneros debían encontrarse encadenados a bordo de la
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, y ésta rumbo a un puerto amigo donde venderlos. En ese momento los interrogaban para averiguar lengua y nación, poniéndolos aparte: renegados, moriscos, turcos, moros. Cada nave corsaria era una babel pródiga en sorpresas. No era extraño encontrar a bordo a renegados de origen cristiano, como era el caso. Incluso ingleses u holandeses. Por eso, en lo de colgar al arráez, nadie discutía el asunto.
—Aparejen de una vez la soga.
Aquello, sabía de sobra Alatriste, iba de oficio. Para un renegado al mando de una embarcación que se había resistido y hecho muertos en la galera, acabar con indigestión de esparto era obligado. Y más, siendo español.
—No será sólo al arráez —aclaraba el alférez Muelas—. También hay moriscos: el piloto y otros cuatro, al menos. Había muchos más, casi todos hornacheros, pero están muertos… O muriéndose.
—¿Y los otros cautivos?
—Moros bagarinos y gente de Salé. Hay dos rubios, y les están mirando el prepucio a ver si son tajados o cristianos.
—Pues ya se sabe: si están tajados, al remo; y luego, a la Inquisición. Y si no, a colgar de la entena… ¿Cuántos muertos nos han hecho?
—Nueve, más los que no lleguen a mañana. Sin contar la chusma.
Urdemalas dio una palmada impaciente, de fastidio.
—¡Juro a mí!
Era marino curtido, rudo de maneras, con treinta años de Mediterráneo en la piel agrietada por el sol y en las canas de la barba. Sabía de sobra cómo tratar a aquella gente que anochecía en Berbería y amanecía en la costa de España, hacía de ordinario presa y se volvía, tranquilamente, a dormir a sus casas:
—Soga para los seis, y que el diablo se harte.
Un soldado llegó con noticias para el alférez Muelas, y éste se volvió a Urdemalas.
—Me dicen que los dos rubios están tajados, señor capitán… Un renegado francés y otro de Liorna.
—Pues al remo con ellos.
Todo aquello explicaba el duro empeño de la galeota: sus tripulantes sabían a qué atenerse. Casi todos los moriscos a bordo habían preferido morir luchando antes que rendirse; y en eso se les notaba —según comentó desapasionadamente el alférez Muelas—, aunque perros de agua, qué tierra los había parido. Después de todo, era universal que los soldados españoles no respetaban la vida de los compatriotas renegados que patroneaban embarcaciones corsarias, ni tampoco la de sus tripulantes cuando eran moriscos, excepto si éstos venían a las manos sin luchar, en cuyo caso eran entregados a la Inquisición. Los moriscos, moros bautizados pero sospechosos en su fe, habían sido expulsados de España dieciocho años antes, después de muchas sangrientas revueltas, sospechas, falsas conversiones, traiciones y turbulencias. Maltratados, asesinados por los caminos, despojados de lo que llevaban consigo, violadas sus mujeres e hijas, se vieron al fin arrojados a la costa norteafricana, donde tampoco sus hermanos moros les hicieron grato recibimiento. Establecidos al fin en puertos corsarios del norte de África —Túnez, Argel y sobre todo Salé, el más cercano a las costas andaluzas—, eran ahora los enemigos más feroces y odiados, por ser también los más crueles con sus presas españolas, tanto en el mar como en sus incursiones contra la costa peninsular. Que asolaban sin piedad, con su conocimiento del terreno y con el lógico rencor de quien salda viejas cuentas, como contaba en
La buena guarda
el gran Lope: