Creación (59 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

BOOK: Creación
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No he expuesto la verdad, Demócrito, sólo para confundir a ese hombre de Halicarnaso. Al contrario. Su versión es un hermoso cuento para niños, y Darío es su héroe. La historia real es más tenebrosa, y no constituye ningún crédito para nuestra casa real. Pero considero necesario explicar la verdad, para que se comprenda la naturaleza personal de mi amado Jerjes. Desde el instante mismo en que conoció las verdaderas circunstancias del acceso de su padre al trono, imaginó con absoluta claridad su propio y sangriento fin. Este presentimiento explica por qué era como era, y por qué hizo lo que hizo.

Afortunadamente, antes de que el mes terminara, Jerjes había dejado de lado su melancolía. Hizo trabajar día y noche ambas salas de la cancillería; contó personalmente el oro y la plata del tesoro. Juntos, inspeccionamos el contenido de la casa de los libros. Leí para él toda clase de antiguos informes, en particular los que se referían a la India y a Catay.

—¿Quieres volver, verdad? —Ambos estábamos cubiertos del polvo de las viejas tabletas de arcilla, los mohosos papiros y cintas de bambú.

—Sí, señor. Querría volver.

—Te prometo que dentro de dos años —Jerjes se sacudió el polvo de la barba— iremos. Cuando Egipto esté en paz nuevamente. No he olvidado lo que me has dicho. No he olvidado que, tarde o temprano, aunque sea ya demasiado viejo, debo aumentar mi patrimonio.

Los dos sonreímos. Ya no se esperaba de mí que tomara seriamente las referencias de Jerjes a su avanzada edad. Pero, mirando hacia atrás, creo ahora que él estaba convencido de que sus días como guerrero habían terminado antes de empezar. La guerra es para hombres muy jóvenes.

Antes de que la corte saliera de Persépolis, Jerjes me designó nuevamente ojo del rey y me encomendó acompañar a Ariamenes a Bactria. Debía usar no sólo mis ojos, sino también mis oídos. Aun cuando Jerjes había tratado a su hermano con benevolencia, no confiaba en él. Y en aquel momento, conociendo mejor a su familia, no podía pensar que sus dudas eran frívolas.

Ariamenes aceptó mi compañía con razonable buena voluntad. A pesar de la numerosa comitiva que nos acompañaba, nos vimos obligados a pagar un humillante tributo a los bandidos que controlan el acceso a las montañas persas.

No reconocí Bactra. Después del gran incendio, toda la ciudad había sido reconstruida, y se parecía más a Shravasti o a Taxila que a Susa. Lo que había sido un pobre establecimiento de frontera era ahora una gran ciudad oriental, nada persa.

Al comienzo, Ariamenes me miraba con gran recelo. Pero finalmente llegamos a llevarnos bien. Y todavía mejor porque no pude encontrar prácticamente ninguna irregularidad en su gobierno. Me pareció un hombre misterioso. Hasta hoy no he logrado imaginar por qué se lanzó a la rebelión, aunque fuese un breve impulso. Supongo que el aislamiento y la distancia de Bactria tuvieron algo que ver. Más allá de las montañas, hacia el sur, está la India; por el desierto, hacia el este, se encuentra Catay; al norte, los fríos bosques y las áridas llanuras de las tribus. La civilización no comienza hasta que uno ha recorrido trescientas millas hacia el oeste. Bactria está en los confines de todas partes, y no es ninguna de ellas.

Es, además, tanto un lugar como un estado de ánimo salvaje, violento, extático. Los Magos de Bactria, seguidores de la Mentira, se cuentan probablemente entre las personas más extrañas de la tierra. Se embriagan constantemente con haoma. Su crueldad es casi increíble. A pesar de las enseñanzas de Zoroastro y las prohibiciones de tres Grandes Reyes, persisten en la práctica de atar a los enfermos y a los agonizantes junto a los muertos. Desollados por el sol o helados por las nevadas, los agonizantes claman a gritos una ayuda que nadie se atreve a ofrecerles. Perros y buitres se ceban en ellos como en los cadáveres.

Cuando me quejé de esto a Ariamenes, me contesto:

—Nada puedo hacer. Los bactrianos temen más a los Magos que a mí. ¿Por qué no los detienes tú? Eres el heredero del profeta: a ti te escucharan.

Ariamenes se divertía a mis expensas. Sabía que donde el mismo Zoroastro había fracasado, su nieto no tendría mayor éxito. Sin embargo, hablé de esto con los jefes de la comunidad zoroastriana. La mayoría de sus miembros estaba emparentada conmigo, y varios se mostraron bien dispuestos. Eran, en general, personas… mundanas, por así decirlo. Pretendían seguir a la Verdad, pero buscaban dinero y honores. Me aseguraron que esa terrible costumbre sería abolida. Se conserva, no obstante, hasta hoy.

Se había construido un gran altar en el lugar en que Zoroastro había sido asesinado. Tuve una sensación de extrañeza ante la gran mesa abrasada por el fuego; los bajos peldaños que conducían hacia ella habían rebosado en una ocasión de dorado haoma y de sangre. Dije una plegaria. Mi primo, el jefe de la orden, pronunció una respuesta. Luego, frente al altar del fuego, describí ante una docena de mis parientes —hombres pequeños y morenos, con aspecto de caldeos— la muerte del profeta y repetí las palabras que el Sabio Señor se dignó decirme a través de esos labios… ¿muertos?

Estaban profundamente conmovidos. También yo lo estaba. Sin embargo, mientras decía esas palabras familiares, no logré recordar verdaderamente cómo habían sonado cuando las oí por vez primera. La repetición me había privado mucho antes del verdadero recuerdo. Pero, ante el altar, tuve una brusca vislumbre de mí mismo como un niño fascinado por la presencia de la muerte y la deidad.

Luego me llevaron a la habitación de los pergaminos. Una docena de escribas escuchaba allí a los viejos miembros de la comunidad recitar textos de Zoroastro. Mientras los ancianos cantaban, los versos, o gathas, eran registrados. Como había escuchado algunos gathas de labios de mi abuelo, pude observar que se habían hecho leves alteraciones. Me pregunté si eran deliberadas. En algunos casos, las palabras de mi abuelo parecían haber sido modificadas para acomodarse a una nueva generación; pero lo más frecuente era que el recitador olvidara el original. Por esto, aunque de mala gana, he llegado a la conclusión de que es importante registrar ahora estos textos, mientras los errores son relativamente pocos.

¿Cómo, dónde, por qué, cuándo empezó esta tendencia universal a poner todo por escrito? Las palabras de Zoroastro, el Buda, Mahavira, Gosala, el maestro K'ung, serán conservadas para las futuras generaciones; pero, paradójicamente, es mucho más fácil corromper un texto escrito que la memoria de un sacerdote, si éste ha aprendido un millón de palabras y no se atreve a modificar una sola por temor a perder el resto. Es muy fácil escribir un texto nuevo en un pergamino y sostener que es viejo y auténtico.

A lo largo de toda mi vida, las manifestaciones de Zoroastro contra el uso indebido del haoma se han ido alterando para adecuarse a la tradición de los Magos. Recientemente, la cualidad del Arta, o justicia, ha sido convertida en una deidad separada. Y el deva Mitra jamás ha sido eliminado de la fe zoroastriana. Mi último primo viviente dice con profunda convicción: «¿Acaso no es Mitra el sol? ¿Y no es el sol el símbolo del Sabio Señor?». Y de este modo, con gran sigilo, los demonios regresan, uno a uno. Mi abuelo sólo cambió de lugar algunos acentos. Eso fue todo.

Cuando dije a la comunidad que Jerjes había prometido reconocer solamente a un dios, el Sabio Señor, todo el mundo se mostró encantado.

—Sin embargo —observó el jefe zoroastriano—, los Magos que siguen a la Mentira tampoco deberían seguir al Gran Rey.

Con cierto detalle, me informaron acerca de las batallas cotidianas entre nuestros Magos y los otros, y de los infinitos desacuerdos entre los zoroastrianos de la corte y los de Bactra.

Aunque hice lo posible por mostrarme completamente a su servicio, tuve la sensación de haber decepcionado a los oscuros y pequeños hombres de la frontera. Esperaban que yo fuera uno de ellos y se encontraban con un hombre de ojos azules que hablaba el persa de la corte. Como ojo del rey, pertenecía casi por entero al mundo secular; y sin duda les parecía tan extraño como a mí que, entre todos los hombres del mundo, fuese yo el único que había escuchado la voz del Sabio Señor. A causa de ese momento de mi infancia se me considera, aun hoy, el hombre más santo de Persia. Es ridículo. Pero lo que somos rara vez es lo que deseamos ser; lo que deseamos se nos niega, o cambia con las estaciones.

¿No tengo razón, Demócrito? Ahora que ha llegado para mí el invierno y que el hielo es negro, sé exactamente qué soy y quién soy. Un cadáver de honor.

L I B R O
S E I S

Catay

1

Dos años después del acceso de Jerjes al trono, fui designado embajador ante todos los reinos, estados y ducados que comprende la lejana tierra que llamamos Catay, un mundo que ningún persa ha visto jamás. El viaje que yo había esperado hacer con Fan Ch'ih se realizaba ahora en compañía de una caravana financiada por Egibi e hijos. Llevaba dos intérpretes de Catay y una escolta militar integrada por varios soldados, de infantería y de caballería, bactrianos.

La segunda sala de la cancillería —no es necesario decirlo— se opuso a esta embajada; pero el Gran Rey había hablado y, por lo tanto, para justificar lo que el tesorero consideraba dinero ya invertido, se me encomendó que inaugurara formalmente una ruta comercial entre Persia y Catay, tarea equivalente a la construcción de una escalera a la luna. Yo estaba, sin embargo, dispuesto a intentarla, y feliz de hacerlo. Aunque hubiera preferido seguir el camino que pasaba por la India —y ver a Ambalika y a mis hijos— la carta de Fan Ch'ih decía claramente que la ruta del norte, a través del río Oxo, era la más breve, aunque también la más peligrosa, para llegar a Catay. De modo que fui por el norte. Esto, como se demostró, era una estupidez. La estupidez, no olvidemos, es una característica de la juventud. Demócrito me dice que también él hubiera ido a Catay por el camino más corto. O sea que el punto queda comprobado.

Fan Ch'ih me había dicho que, como el hierro fundido es allí virtualmente desconocido, Catay sería un excelente mercado para el mejor metal persa, y también para los mejores artesanos. Egibi e hijos estaban de acuerdo, y financiaron la caravana a pesar de las abundantes probabilidades de que jamás retornara, calculadas por Shirik con su ábaco. Sin embargo, estaba dispuesto a correr el riesgo.

—Si logras abrir una ruta por el norte —dijo— tendremos por vez primera una auténtica ruta de la seda.

Es tradicional que todo acceso por tierra a Catay reciba el nombre de ruta de la seda. A cambio del hierro fundido, Egibi e hijos deseaban mil y una cosas, desde seda hasta huesos de dragón para usos medicinales. Afortunadamente para mí, los desórdenes gástricos del viejo Shirik sólo se calmaban con la infusión de polvo de huesos de dragón de Catay. Y por este motivo tenía un interés personal, además del comercial, en el éxito de nuestra misión.

Al comienzo de la primavera salí de Bactra hacia el oriente. Mi descripción del largo viaje al este se encuentra bajo llave en un cofre de hierro en la casa de los libros de Persépolis, y sólo el Gran Rey tiene la llave, siempre que no la haya perdido. En menos de un año encontré un camino a Catay que nadie en el oeste conocía anteriormente. Pero como soy persa y amigo del rey, no tengo la intención de revelar a los griegos absolutamente ningún detalle de mi viaje a Catay. Y además, sin los mapas ni las observaciones de estrellas que hicimos, sólo podría proporcionar una vaga descripción de un viaje realizado hace ¿cuántos años? Treinta y ocho, me parece.

Después de cruzar el río Oxo, recorrimos millas de tierras de pasto, pobladas por las tribus del norte. Nos atacaron más de una vez; pero como yo llevaba mil soldados bactrianos, no pudieron hacernos daño. No olvidemos que los bactrianos están estrechamente relacionados con esos bravíos nómadas que habitan las estepas y el desierto.

¡El desierto! Sin duda, ese desierto oriental es el más grande del mundo. Ciertamente, es el más fatídico. Todos nuestros caballos murieron. La mayoría de los camellos sobrevivió, aunque no muchos de los hombres. De los dos mil soldados, conductores de camellos y servidores que salieron de Bactra una clara mañana de primavera, sólo doscientos logramos atravesar con vida un desierto que parecía no concluir nunca, salvo —breve y cruelmente— en sus asombrosos espejismos. De repente, veíamos todos un rápido torrente de montaña, o una cascada o la nieve cayendo sobre un profundo bosque. Invariablemente, algunos de nuestros hombres se lanzaban a lo que creían un lago o un río, y algunos morían con la boca llena de arena ardiente.

Aunque en el desierto oriental abundan los oasis, es necesario un buen guía para encontrarlos. No teníamos ese guía. Las tribus del desierto se ocuparon de esto. En verdad, si no hubiéramos sabido que Catay estaba en la dirección del sol naciente, nos habríamos perdido sin remedio. Con todo, el viaje nos llevó un mes más de lo debido, y costó muchas vidas. Hacia el final, para evitar tanto los espejismos como el calor, viajábamos sólo por la noche. Apenas el sol aparecía sobre el liso horizonte gris, cavábamos huecos en la arena como los perros salvajes de la India y, con las cabezas cubiertas de tela, dormíamos como cadáveres.

A pesar de mis largas conversaciones con Fan Ch'ih, yo sabía muy poco acerca de la geografía catayana. Sabía que la mayor parte de los estados de Catay se encontraba entre los ríos Yang Tsé y Amarillo; pero ignoraba en absoluto qué distancia los separaba y en qué mar desembocaban. Fan Ch'ih me había dicho que su país natal, Lu, estaba situado en la cuenca del río Amarillo. Aparte de esto, mi desconocimiento de Catay y de su extensión era completo.

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