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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (55 page)

BOOK: Creación
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—Ciro Espitama —dijo Artemisia—, te presento a mi hermano, el príncipe Pigres.

Pigres se inclinó profundamente.

—Un humilde bardo se complace en cantar para un señor argivo.

—En realidad, soy persa —respondí, estúpidamente—. Quiero decir, medio griego…

—¡Lo sabia! ¡Los ojos! ¡La frente! ¡Esa gallardía, tan parecida a la de Aquiles!

—Entonces, ¿no eres ciego?

—No. Pero sí un verdadero bardo, descendiente de Homero, que vivió más allá de ese estrecho. —Señaló la ventana. Aunque Homero no nació en Cos, sino en Kíos, no dije nada—. Su música fluye por mis venas.

—Eso me han dicho —respondí cortésmente. Luego recordé su caracterización de Aquiles—. Creo que Aquiles era mayor que Patroclo, si bien ambos eran amantes al modo griego.

—Debes permitir algunas licencias de mi inspiración, noble señor. Pero no es un secreto: mi antepasado creía que Aquiles era el menor, aunque no se atrevía a decirlo.

—Pigres es Homero redivivo —dijo Artemisia. No podría asegurar que haya hablado en serio. Mardonio nos daba la espalda. Roncaba.

—El Ulises persa duerme —susurró Pigres—. Debemos hablar en voz baja —agregó, alzando la voz—. Pero hay un largo camino desde aquí hasta su hogar en Ítaca, donde su esposa Penélope planea su muerte, porque le gusta ser reina de Ítaca y tener su harén lleno de hombres.

—Pero sin duda Penélope recibió complacida a Ulises y… —Me interrumpí. Había comprendido, aunque tarde. Pigres estaba loco perdido. Oí decir después que Pigres se fingía loco porque temía a Artemisia, quien se había apoderado de la corona, que legítimamente pertenecía a su hermano, a la muerte de su padre. Si esta historia era cierta, lo que había comenzado como una representación había terminado por convertirse en realidad. Si usas una máscara demasiado tiempo, al fin te pareces a ella.

Durante los años del reinado de Artemisia, Pigres había reescrito el total de la Ilíada. Después de cada línea de Homero, Pigres añadía una propia. El resultado era enloquecedor, particularmente si él lo cantaba. También escribió un relato insólitamente bueno acerca de un combate entre ranas y ratones, que con toda modestia atribuía a Homero. Una tarde de verano me cantó esta obra con voz agradable y me divirtió profundamente la agudeza con que se burlaba de las pretensiones de la clase guerrera aria, a la cual yo pertenecía y no pertenecía. Aplaudí con sinceridad.

—Es una obra maravillosa —dije.

—Debería serlo —respondió, echando hacia atrás la cabeza y fingiéndose ciego—. Homero la compuso. Yo solamente soy su voz.

—¿Eres Homero redivivo?

Pigres sonrió, se puso un dedo sobre los labios y se alejó de puntillas. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él, en el húmedo palacio del mar de Artemisia.

Estaba en Halicarnaso cuando llegaron malas noticias de Grecia. He olvidado quién trajo el mensaje. Supongo que algún barco mercante. Tampoco recuerdo con exactitud qué nos dijeron. Pero Mardonio y yo nos alarmamos tanto que salimos de Halicarnaso a la mañana siguiente y fuimos juntos a Susa.

5

Hasta el día de hoy los atenienses consideran la batalla de Maratón como la mayor victoria militar en la historia de las guerras. Exageran, como de costumbre. Lo que ocurrió fue lo siguiente:

Hasta que Datis saqueó Eretria y quemó los templos de la ciudad, Atenas estuvo dispuesta a rendirse. El partido democrático ateniense estaba encabezado por los alcmeónidas, el clan de nuestro noble Pericles. Habían dicho que si Persia les ayudaba a expulsar al partido aristocrático, reconocerían complacidos el poder del Gran Rey. No está claro qué planeaban hacer con Hipias. Aunque el partido democrático se había aliado en muchas ocasiones con los pisistrátidas, la época de los tiranos tocaba a su fin, y aun la palabra —una palabra que antes había sido el reflejo de la divinidad de la tierra— era ahora una maldición.

Jamás he comprendido por qué los tiranos cayeron en semejante descrédito. Quizá los griegos hayan llegado a ser la más voluble de las razas por la facilidad con que se aburren. No pueden soportar que las cosas continúen como estaban. A sus ojos, nada viejo puede ser bueno, ni nada nuevo malo, hasta que se vuelve viejo. Les agradan los cambios radicales en todo, excepto en su idea de que ellos mismos son un pueblo profundamente religioso, lo cual no es cierto. Los persas somos lo contrario. Los Grandes Reyes ascienden y descienden, con frecuencia de modo sangriento; pero la institución de la monarquía es tan inmutable en Persia como en la India y Catay.

Cuando Datis destruyó Eretria, perdió la guerra. Si se hubiera aliado con los demócratas de la ciudad, éstos habrían ofrecido a Darío la tierra y el agua. Y, con el apoyo de Eretria, Datis habría continuado su avance y Atenas le habría dado la bienvenida.

Demócrito cree que los atenienses habrían resistido aunque Eretria no hubiera sido destruida. Lo dudo. Años más tarde, cuando el principal comandante griego, Temístocles, fue desterrado por el pueblo al que había salvado, fue a Susa. He hablado muchas veces con él acerca de los griegos en general y de los atenienses en particular. Temístocles creía que sin el incendio de Eretria, jamás se hubiera librado la batalla de Maratón. Pero los atenienses presos del pánico, llamaron a sus aliados en su defensa. Como siempre, los espartanos enviaron sus excusas. Esa raza beligerante es notablemente ingeniosa cuando se trata de inventar excusas para no hacer honor a sus alianzas militares. Aparentemente, la luna estaba llena, o era nueva, o las dos cosas. Aunque jamás he investigado el asunto, no me extrañaría que el tesoro persa hubiese pagado a los reyes espartanos para que permanecieran inmóviles. Baradkama se quejaba siempre de que, de entre todos aquellos que recibían fondos secretos del tesoro, los espartanos eran los más codiciosos y los menos dignos de confianza.

Sólo los habitantes de Platea respondieron al desesperado llamamiento de los atenienses. Y así los atenienses y los plateos se dispusieron en la llanura de Maratón, justamente frente al estrecho canal que separa Eretria del Ática, bajo el mando del ex-tirano Milcíades. Con habilidad política consumada, este antiguo vasallo del Gran Rey se había hecho elegir general de Atenas, con el apoyo de los conservadores. Naturalmente, era odiado por los demócratas. Pero, a causa del error de Datis en Eretria, ambas facciones se unieron y lograron detener a nuestras fuerzas. No; no volveré a librar una batalla que, en este momento, reviven a su gusto y placer los ancianos en todas las tabernas de la ciudad. Diré, sí, que las bajas atenienses fueron tan numerosas como las persas. ¿Pero quién, en Atenas, lo cree?

En buen orden, nuestras tropas embarcaron. Datis ordenó entonces que la flota se hiciera a la mar directamente hacia el Pireo. Esperaba apoderarse de Atenas antes de que el ejército griego regresara de Maratón. Cuando la flota de Datis rodeó el Cabo Sunion, los alcmeónidas le hicieron saber que la ciudad estaba desguarnecida y que podía atacar.

Pero justamente al salir de Faliron, Datis fue demorado por los vientos; y cuando pudo pasar, el ejército ateniense estaba ya dentro de los muros, y la expedición persa había llegado a su fin. Datis inició el regreso. En Halicarnaso sólo nos enteramos de un hecho: Datis y Artafrenes habían regresado.

Nunca he visto con tan buen ánimo a Mardonio. Empezó a ganar peso, y hasta de vez en cuando olvidaba cojear.

—El año próximo estaré al frente del ejército —dijo, mientras salíamos de Halicarnaso, a caballo. Pesaba en el aire el aroma de la uva en sazón; el terreno estaba salpicado de cargados olivos—. Ellos ya han tenido su oportunidad —repetía—, ¡y han fracasado! Yo lo sabía. Hace años, la sibila de Delfos dijo que moriría señor de toda Grecia. —Se volvió hacia mí, resplandeciente—. Ven conmigo. Te haré gobernador de Atenas… No, eso no… No te gustaría gobernar un montón de ruinas. Te daré Sicilia.

—Preferiría la India —respondí.

Pero ninguno de ambos sueños había de cumplirse.

Darío estaba furioso por el fracaso de Datis. Por lealtad a Artafrenes padre, no echó la culpa al hijo. Pero lo situó en la lista de los inactivos, para alegría de Jerjes. Sin embargo, cuando el príncipe de la corona preguntó si podía conducir la próxima expedición contra Atenas, el Gran Rey contestó que no había dinero. Necesitaba tiempo para volver a llenar el tesoro, construir una nueva flota, entrenar más hombres.

Los últimos años de la vida de Darío fueron inesperadamente pacíficos. Había aceptado el hecho de que ya no volvería a conducir un ejército. Creía también —erróneamente— que no había un general digno de su confianza. Aunque Mardonio siempre fue su favorito, el Gran Rey trataba a su ambicioso sobrino como a un hombre de su misma edad, con parecidos achaques.

—Qué pareja hacemos —decía Darío en los jardines de Ecbatana, cogido del brazo de Mardonio—. Dos viejos soldados veteranos. Mira tu pierna. Yo ya me la hubiera cortado. Una pata de palo no ocasiona ningún inconveniente, una vez que acaban tus días de combate. Y los nuestros se han acabado. ¿No es triste?

A Darío le encantaba torturar a Mardonio. No comprendo por qué. Después de todo, quería a su sobrino más que a cualquier otro hombre de nuestra generación. Supongo que, al comprender Darío que no volvería a la guerra, quería que Mardonio compartiera su dolor. Porque era dolor lo que se veía en los ojos de Darío cuando contemplaba a los jóvenes oficiales en sus ejercicios.

Mardonio no se sentía precisamente encantado al verse excluido del personal en actividad. En una oportunidad, en los jardines de Ecbatana, le vi bailar una horrorosa jiga para demostrar a Darío qué bien había sanado su pierna. En verdad, Mardonio nunca logró volver a caminar bien. Por otra parte, podía montar a caballo sin dificultad, así como ir en carro, atado.

Durante los últimos años del reinado de Darío, la corte se tomó emocionante —y peligrosa— por las intrigas y las contraintrigas. No recuerdo con placer aquellos días. En primer lugar, no tenía nada que hacer. Después de ser felicitado por mis tareas como ojo del rey, fui liberado de mis responsabilidades, pero no se me dio otro puesto. Sin embargo, nunca pedí el favor real. Era aún el yerno de Darío, y poseía el título de amigo del rey. Pero ocurría algo que frecuentemente sucede en las cortes: no tenía la menor utilidad para el soberano. Y pienso, además, que cuando Darío me veía, recordaba esas vacas con que había soñado y que jamás serían suyas. A nadie le gusta que le recuerden lo que no ha logrado en su vida.

Era evidente para la corte que la época de Darío se acercaba a su fin. Es decir, en teoría comprendíamos que no podía vivir mucho más, pero en realidad ninguno de nosotros podía concebir el mundo sin él. Darío había sido el Gran Rey durante toda nuestra vida. No habíamos conocido otro monarca. Ni siquiera Jerjes podía imaginarse verdaderamente en el sitial de Darío; y ciertamente, a Jerjes no le faltaba confianza en su propia majestad.

Atosa continuaba imperando en el harén. Había hecho todo lo posible para impulsar una política oriental, y había fracasado. Pero en aquellos últimos años, ningún plan aventurero tenía probabilidades de atraer a Darío. Pasaba la mayor parte del tiempo con su consejo privado. Veía diariamente a Aspathines, el comandante de la guardia, y al tesorero Baradkama. Darío estaba poniendo su casa en orden.

La súbita muerte de Gobryas aclaró la atmósfera. Pocas semanas más tarde, el antiguo príncipe de la corona, Artobazanes, se retiró de la corte y se instaló en Sidón. Jamás retornó a Susa. Atosa había vivido lo bastante para ver la derrota completa del partido de Gobryas.

Aunque los griegos estaban menos a la vista que de costumbre, Demarato era uno de los íntimos de Darío. Sin duda, las brujerías de Lais habían dado excelente resultado. Y había que reconocerle un mérito: ahora Demarato era mucho más limpio y no olía como un zorro enjaulado. Los demás griegos habían muerto o perdido el favor del Gran Rey.

Jerjes continuaba construyendo palacios. No tenía otra cosa que hacer, excepto reclutar secretamente a los hombres y eunucos que necesitaría después de la muerte de Darío. Más o menos por esa época Jerjes conoció a Artabanes, un joven oficial lejanamente emparentado con el clan Otanes. Artabanes era pobre y ambicioso. A su tiempo, Jerjes habría de concederle el mando de su guardia personal, mientras elegía como chambelán, en la segunda sala de la cancillería, a Aspamitres, un eunuco de singular encanto.

Jerjes y Mardonio estaban otra vez tan próximos como… Iba a decir hermanos, pero en una familia real el parentesco no suele engendrar lealtad, sino derramamiento de sangre. En todo caso, eran nuevamente amigos y se pensaba que Mardonio sería el general en jefe de Jerjes. De este modo, con gran cuidado y sutileza, Jerjes eligió a los hombres que causarían su ruina. No podría decir, sin embargo, que una sola de sus designaciones fuera desacertada. Hay, en última instancia, buena y mala fortuna. Mi amigo tenía mala fortuna; algo que yo ignoraba, pero que él supo siempre.

Durante el último año de la vida de Darío, visité varias veces a los Egibi, con el fin de enviar una caravana privada a la India. Pero siempre había algo que salía mal. Aproximadamente por entonces, recibí un mensaje de Caraka: había enviado un segundo convoy de hierro desde Magadha. Por desgracia, en algún punto entre Taxila y Bactra, la caravana desapareció. Supongo que fue capturada por los escitas. Antes de separarnos en la India, Caraka y yo habíamos creado un código privado. Por eso pude saber, mediante lo que parecía un sobrio informe comercial, que Koshala ya no existía, que Virudhaka había muerto y que Ajatashatru era el amo de toda la llanura del Ganges. Como el príncipe Jeta gozaba del favor de Ajatashatru, mi mujer y mis dos hijos —el segundo era también un varón— estaban perfectamente. Aparte de eso, nada sabía. Extrañaba a Ambalika, en particular en las pocas ocasiones en que estaba con Parmys.

Cinco años después de su partida, Fan Ch'ih me envió un mensaje. Aún no había llegado a Catay. Su caravana, decía, continuaba avanzando. Había encontrado un nuevo camino de acceso a Catay y tenía grandes esperanzas de abrir una ruta de la seda entre Persia y Catay. Leí la carta a Jerjes, quien se interesó lo bastante para enviar una copia al Gran Rey. Un mes después, me entregaron el formal recibo del consejero de oriente, y luego, el silencio.

En cierto sentido, Mardonio provocó la muerte de Darío. A medida que recuperaba su salud, volvía a convertirse en el centro de lo que había sido el partido griego de la corte. Era particularmente cortejado por Demarato. Dicho sea de paso, yo había prohibido a Lais que recibiera griegos en mi casa. Cuando yo me encontraba en Susa, me obedecía. Pero apenas me alejaba, convergían allí todos los parásitos griegos de la corte. Y nada podía hacer, aparte de expulsar a Lais; y eso no se hace con una bruja tracia.

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