Confucio dedicó también bastante tiempo a examinar los anales de Lu. Consideraba importante saber exactamente qué había ocurrido durante los años en que los duques perdieron su poder. Pasó muchas horas felices y polvorientas con los anales que le proporcionó el duque Ai. En Catay, sólo las grandes familias poseían cierta cantidad de libros. Según Confucio, la mayoría de esos libros son un verdadero rompecabezas: están escritos, de arriba abajo y no de lado a lado, en tiras de bambú perforadas en la parte superior y unidas por una fina correa que pasa por los agujeros. Con el tiempo, las correas se desgastan y las tiras sueltas se desordenan. Confucio anhelaba poner en orden la mayor cantidad posible de textos Chou. Esto significaba separar los himnos a los antepasados de las canciones cortesanas, y así sucesivamente. Una empresa fabulosa. No sé si vivió para completarla. Lo dudo.
Lo vi por última vez detrás de los altares de la lluvia. Al verme, sonrió. Me uní al grupo de los discípulos y escuché durante un rato. Aunque no dijo nada que no hubiese oído anteriormente, siempre era interesante observar cómo adaptaba su sabiduría a diferentes personas y situaciones. Le disgustaban sobre todo aquellos que se limitaban a repetir lo que habían aprendido de memoria, como las aves de la India.
—Estudiar sin pensar en lo que se ha aprendido es perfectamente inútil. Pensar sin haber aprendido es peligroso.
Por otra parte, tampoco le agradaban los hombres ingeniosos. Recuerdo que en una ocasión escuchaba a un hombre que le respondía, retorciéndolas, con sus propias palabras. El maestro tomó esta ingeniosa actitud con aparente serenidad. Pero mientras nos alejábamos, gruñó:
—¡Cómo odio la frivolidad! —No le habría gustado Atenas.
Creo, Demócrito, que aun tu maestro Protágoras estaría de acuerdo con la inflexibilidad de Confucio acerca de lo indispensable que resulta examinar lo que se ha aprendido. Confucio pensaba también que un maestro debe ser siempre capaz de reinterpretar lo viejo en términos de lo nuevo. Esto es obvio. Infortunadamente, es obvio también que pocos maestros son capaces de hacer otra cosa que repetir, sin interpretación, los textos antiguos. Para Confucio, la verdadera sabiduría consiste en conocer la extensión de lo que no se sabe tan bien como se sabe lo que se sabe. Prueba esto con tu amigo Sócrates, o con ese demonio con quien él suele hablar. Demócrito piensa que no soy justo con Sócrates. Si es así, se debe sin duda a que he conocido hombres grandes y sabios de una clase que no puede encontrarse en este lugar, ni en esta época.
Cuando Confucio y los discípulos llegaron al borde del río, dije:
—Maestro, me marcho. Quisiera despedirme.
Confucio se volvió a los discípulos.
—Id a casa, pequeños. —Luego entrelazó su brazo con el mío, un gesto de intimidad que rara vez se permitía, aun con Tzu-lu. Fuimos juntos hasta el lugar exacto en que habíamos estado pescando tres años antes—. Espero que alguna vez pienses en mí cuando estés… allí. —Tuvo la cortesía de no utilizar la expresión usual en Catay: «tierra de los bárbaros».
—Lo haré. Con frecuencia. He aprendido muchas cosas de ti, maestro.
—¿Lo crees? Por supuesto, me agradaría que así fuera. Pero somos tan diferentes.
—El mismo cielo cubre a Persia y a Catay. —Mi afecto por él era sincero.
—Pero los decretos no son los mismos. —El anciano mostró sus dientes de conejo—. Por eso crees aún en el Sabio Señor, y en el día del juicio y en ese terrible… ¿fin de las cosas?
—Sí. Pero aun así, nuestro camino de la rectitud, aquí, en la tierra, es también tu camino.
—El camino del cielo —corrigió. Estábamos en la orilla del río. Esta vez, él se sentó en la roca en que yo había estado la primera vez. Me arrodillé a su lado—. Ya no pesco —dijo—. He perdido la habilidad.
—¿Se pierde eso alguna vez?
—¿Qué no se pierde? Excepto la idea de la bondad. Y el ritual. Sé que te ríes secretamente de nuestras tres mil trescientas normas. No, no lo niegues. Te comprendo. Por eso me gustaría que me comprendieras. Sin el ritual, la cortesía es aburrida. La cautela se convierte en timidez. La osadía se torna peligrosa. La inflexibilidad se reduce a dureza.
—Jamás me he reído de lo que dices, maestro. Pero a veces me desconcierta. Sin embargo, me has enseñado qué es un verdadero caballero, o qué debería ser. Y eso es lo que tú eres.
El anciano movió la cabeza.
—No. —Su voz era triste—. El verdadero caballero es bueno. Por eso, jamás es desgraciado. Es sabio. Por eso, nunca se asombra. Es valiente. Por eso, jamás tiene miedo. Gran parte de mi vida he sufrido miedo, infelicidad y asombro. No soy lo que hubiera querido ser. Y por eso, a decir verdad, he fracasado.
—Eres un maestro famoso.
—Un conductor de carros aceptable es más famoso que yo. No. No soy conocido. Pero no censuro al cielo, ni tampoco a los hombres. —Arrancó una hebra plateada de su frente bulbosa—. Me agrada pensar que en el cielo los hombres reciben una recompensa por la forma en que viven y por lo que han aspirado a ser. Si esto fuera verdad, me alegraría.
Escuchamos el griterío de las aves en los huertos vecinos, y las voces de las mujeres que intentaban evitar sus voraces ataques.
—¿Crees en el cielo, maestro?
—La tierra es un hecho. —El anciano golpeó el suelo cubierto de musgo.
—¿Es el cielo un hecho?
—Así nos lo han enseñado los Chou; y antes de los Chou, los Shang.
—Pero aparte de sus enseñanzas y rituales, ¿crees en él?
—Hace años, cuando estuve por vez primera en Key, vi y oí la danza de la sucesión. Quedé absorto. Nunca había comprendido, antes, cuán perfecta eran la belleza y la bondad. Durante tres meses no salí de mi asombro. Y finalmente comprendí cómo debía ser el cielo, puesto que había estado, en la tierra, tan cerca de la perfección y la bondad.
—¿De dónde venía esa música? ¿Quién la había creado?
Confucio plegó las manos, entrecruzando sus largos pulgares.
—Si te digo que venía del cielo, me preguntarás quién ha creado el cielo. Y no responderé, porque no es necesario saber lo que no podemos saber. Tenemos tanto que hacer aquí. En el nombre del cielo, hemos creado ciertos rituales que nos hacen posible trascender de nosotros mismos. En el nombre del cielo, estamos obligados a observar ciertas costumbres, maneras y formas de pensamiento que favorecen la armonía, la justicia, la bondad. Palabras que no es fácil definir. —El anciano frunció el ceño—. El único gran obstáculo que se interpone en mi camino, en el camino de todo hombre, es el lenguaje. Las palabras más importantes quedan oscurecidas por numerosos sentidos y sinsentidos. Si tuviera el poder de hacerlo, volvería a definir cada palabra —se interrumpió, sonriendo irónicamente—, para que se ajustara a su significado Chou original.
—Pero todas esas ceremonias, maestro. Quiero decir: ¿qué pensabas de la actitud de Tzu-lu cuando estabas enfermo?
Confucio frunció nuevamente el ceño.
—Aquellas vestiduras eran claramente blasfemas.
—Me refiero a las plegarias al cielo y a la tierra, por tu espíritu, cuando tú no crees en espíritus.
—Ese es un punto exquisito —respondió el maestro—. Yo estoy a favor del ritual, porque reconforta a los vivos, muestra respeto por los muertos, recuerda nuestra continuidad con todos los que se han ido antes. Después de todo, nos superan en número por millones; y por eso no creo en espíritus. Si esos fantasmas nos rodearan, no quedaría lugar para los vivos. Veríamos un fantasma a cada paso.
—¿Y las personas que dicen haber visto espíritus de los muertos?
Confucio me dirigió una rápida mirada oblicua, como si no supiera hasta dónde podía llegar.
—Pues bien —dijo—, he hablado con muchas personas que creen haber visto espíritus, y siempre les he preguntado lo mismo: ¿Estaba desnudo el fantasma? Esta pregunta les escandaliza, y responden invariablemente que el espíritu vestía las mismas ropas con que había sido enterrado. Pero sabemos que la seda, el lino, la lana de oveja, son cosas inanimadas. Y también sabemos que cuando un hombre muere, sus ropas se pudren al igual que su cuerpo. Entonces, ¿cómo puede vestirlas el fantasma?
No supe cómo responder a esto.
—Quizás el fantasma sólo aparente estar vestido —dije débilmente.
—Quizás el fantasma sólo sea aparente. Quizás no exista, salvo en la mente de un hombre asustado. Antes de nacer, formabas parte de la fuerza original.
—Eso se parece a lo que nos ha dicho Zoroastro.
—Lo recuerdo —dijo distraídamente Confucio. Jamás conseguí que se interesara por la Verdad—. Cuando mueres, vuelves a reunirte con la fuerza original. Como no tienes memoria ni conciencia de esa fuerza original antes de tu nacimiento, ¿cómo puedes conservar algo de esta breve conciencia humana cuando mueres y retornas a la fuerza original?
—En la India se cree que uno se reencarna en la tierra, en otra persona, o en la forma de otro ser.
—¿Para siempre?
—No. Se retorna continuamente, hasta que el actual ciclo de la creación concluye. La única excepción es la de aquellos que alcanzan la iluminación. Éstos se extinguen antes de que el ciclo de la creación termine.
—Y cuando se extinguen, ¿a dónde van?
—Es difícil describirlo.
Confucio sonrió.
—Me lo imagino. Siempre me ha parecido claro que el espíritu que anima el cuerpo humano está obligado a retornar, al morir, a la unidad original de donde vino.
—¿Para volver a nacer? ¿Para ser juzgado?
Confucio se encogió de hombros.
—Para lo que sea. Pero una cosa es evidente. No se puede volver a encender un fuego extinguido: Mientras arde en ti el fuego de la vida, puedes crear a un nuevo ser con tu simiente; pero cuando el fuego se apaga, nadie puede volverte a la vida. Los muertos, querido amigo, son frías cenizas. No tienen conciencia. Eso no significa, desde luego, que no debamos honrar su memoria, y a nosotros mismos y a nuestros descendientes.
Hablamos luego de la adivinación. Aunque él no era un creyente, pensaba que el rito era útil para los hombres. En todo lo que concernía al mejoramiento de las relaciones entre los hombres, Confucio me recordaba a un jardinero que estuviera incesantemente podando y atendiendo sus árboles para que dieran el mejor fruto.
Hablamos del estado.
—Estoy resignado —dijo—. Soy como el jarrón del duque Tan en el templo de los antepasados. ¿Lo has visto? —Cuando respondí negativamente, me dijo que el duque mismo había colocado allí ese jarrón en el momento de la fundación de Lu—. Cuando está vacío, se mantiene erguido y es muy hermoso. Pero cuando se lo llena, se inclina hacia un lado y vuelca todo su contenido en el suelo, lo cual no es hermoso. Pues bien: yo soy ese jarrón vacío. No puedo llenarme de gloria y poder, pero me mantengo erguido.
Finalmente, a la sombra de los antiguos altares de la lluvia, Confucio me dio el abrazo —ritual, ¿cómo podía ser de otro modo?— de un padre cuando despide a un hijo al que no ha de volver a ver. Mientras me alejaba, mis ojos estaban cegados por las lágrimas. No comprendo el motivo. No creo lo que él creía. Sin embargo, me parecía un ser absolutamente bueno. Y ciertamente no he encontrado, en mis viajes, una persona que pueda compararse con él.
Por qué el Ganges
se tornó rojo
El viaje de Lu a Magadha por la ruta de la seda llevó casi un año. Pasé gran parte de ese tiempo enfermo. Como todos, a causa de las fiebres que imperan en esas horrendas junglas del sur. Aunque un tercio de los miembros de la expedición murió durante la marcha, el marqués de Key consideraba las pérdidas relativamente escasas.
No recuerdo ya en detalle la ruta exacta que seguimos. Si la recordara, no se lo diría a ningún griego. En su momento escribí un informe sobre el viaje; supongo que está bien guardado en la casa de los libros, en Persépolis.
Algunas veces, en aquel año terrible, dudé mucho volver a ver Susa. Y otras, eso dejó de importarme. La fiebre produce ese efecto. Uno prefiere morir a ser acosado día y noche por los demonios de la fiebre. Confucio cree que el mundo de los espíritus no existe. Si no es así, ¿qué y quiénes son esas criaturas de pesadilla que se apoderan de nosotros? Son reales en el momento mismo; por lo tanto, son demostrablemente reales. Demócrito discute mi lógica. Pero tú no has estado nunca enfermo, y menos aún perseguido por los demonios.
Nunca estuvo enteramente claro cuál era mi papel en la expedición.
Aunque yo era huésped de honor de Lu, y yerno del rey de Magadha, era también una especie de esclavo. El marqués de Key me trataba bastante bien. Aun así, yo percibía que me consideraba un objeto útil del que, llegado el caso, sería fácil deshacerse.
Cuando llegamos al puerto de Champa, sobre el Ganges, pedí permiso al marqués para adelantarme a la capital. Al principio se negó. Pero tuve suerte. Como el virrey de Champa me había conocido en la capital, me recibió con grandes honores, y el marqués ya no pudo mantenerme cautivo en lo que era, después de todo, mi propio país. Convine con el marqués un encuentro en Rajagriha. Luego partí de Champa con un contingente de tropas de Magadha. Es innecesario agregar que no tenía intención de ir a Rajagriha. Por una parte, no estaba ciertamente ansioso por volver a ver a mi suegro. Por otra, quería visitar a mi esposa y a mis hijos en Shravasti.