Criadas y señoras (44 page)

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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

BOOK: Criadas y señoras
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—¡Hombre, si estás aquí! —grita a mis espaldas mientras me escabullo.

Retrocedo un poco y veo que se le ilumina el rostro.

—¿Qué pasa? ¿Te has perdido?

Sale conmigo al pasillo.

—No, señor. Sólo... iba a salir con los demás.

—Ven aquí un momento, jovencita.

Me pasa el brazo por el hombro y el olor a bourbon que desprende su aliento me quema los ojos. Veo que tiene la camisa completamente mojada.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Sí, señor. Gracias por su hospitalidad.

—No dejes que la madre de Stuart te asuste. Sólo es un poco protectora, nada más.

—¡Oh, no! Si es una mujer muy... amable. No pasa nada —digo mirando al final del pasillo, donde se oye su voz.

El senador suspira y contempla la pared.

—Hemos pasado un año muy malo con Stuart. Supongo que te ha contado lo que pasó.

Asiento con la cabeza, mientras noto que se me eriza la piel.

—¡Buf! Lo pasamos mal, muy mal —insiste, pero de repente sonríe y añade—: ¡Hombre! ¡Mira quién está aquí! ¿Has visto quién viene a saludarte?

Se agacha para levantar a un caniche blanco y se lo coloca en el brazo como si fuera una toalla de tenis.


Dixie,
di hola —le canturrea al animal con dulzura—. Dile hola a Miss Eugenia.

El perro se remueve e intenta alejar la cabeza del tufo a alcohol que desprende la camisa.

El senador vuelve a contemplarme con la mirada vacía. Creo que se ha olvidado de qué estoy haciendo aquí.

—Yo... voy a salir al porche —le digo.

—Espera, espera. Ven aquí un momento...

Me toma del codo y me conduce hacia una puerta con paneles. La atravesamos y entramos en un pequeño despacho con un enorme escritorio y una lámpara amarillenta que emite su débil luz sobre las paredes verde oscuro. El senador cierra la puerta y siento que el aire aquí dentro es distinto, el ambiente es cerrado y claustrofóbico.

—Mira, todos dicen que hablo demasiado cuando me he tomado unas copas, pero... —el senador me mira con los ojos entrecerrados, como si fuéramos un par de conspiradores—. Bueno, quiero decirte algo.

El perro ha renunciado a luchar, sedado por el olor de la camisa. Siento que necesito salir a hablar con Stuart desesperadamente, que cada segundo que paso lejos de él le estoy perdiendo. Retrocedo un par de pasos.

—Creo... que debería ir a buscar a...

Poso la mano sobre el pomo de la puerta, consciente de que estoy siendo descortés, pero no soy capaz de soportar el cargado ambiente de este cuarto, el olor a sudor y a puro.

El senador suspira y asiente mientras giro el pomo.

—¡Vaya! Así que tú también...

Se apoya en el escritorio, derrotado.

Abro la puerta, y entonces veo en el rostro del senador la misma cara que puso Stuart cuando se presentó por primera vez en mi casa. Me siento obligada a preguntar:

—Yo también..., ¿qué?

El senador contempla el retrato de su mujer, enorme y frío, que preside amenazante su despacho.

—Puedo sentirlo... Tus ojos lo dicen todo. —Sonríe con amargura—. Esperaba que a ti por lo menos te cayera medio bien tu suegro... Quiero decir, si algún día llegas a formar parte de esta familia.

Le contemplo y siento un escalofrío ante esas palabras: formar parte de esta familia.

—Señor, usted... No me cae mal —murmuro, acercándome unos pasos a él.

—A ver, no quiero aburrirte con nuestros problemas. Las cosas están un poco difíciles en esta casa, Eugenia. Estuvimos muy preocupados con todo lo que sucedió el año pasado. Después de lo de la otra. —Mueve la cabeza y baja la vista a su copa—. Stuart dejó su apartamento en la ciudad y se instaló en la casa de campo que tenemos en Vicksburg.

—Sé que... le afectó mucho —digo, cuando, en realidad, casi no sé nada de lo que pasó.

—¡Parecía un muerto! ¡Demonios! Siempre que me pasaba a visitarle lo encontraba sentado frente a la ventana cascando nueces. Pero ni siquiera se las comía. Les quitaba la cáscara y las tiraba a la basura. No hablaba. No nos dirigió la palabra a su madre ni a mí... durante meses.

El cuerpo de este hombre del tamaño de un toro se arruga. Tengo unas ganas horribles de escapar de esta habitación, pero al mismo tiempo me gustaría consolarle, pues da bastante pena. De repente, me mira con los ojos enrojecidos.

—Parece que fue ayer cuando le enseñé a cargar su primer rifle, a matar su primer pichón. Pero desde que pasó lo de esa chica está... distinto. Ya no me cuenta nada y yo sólo quiero saber si mi hijo está bien.

—Creo... creo que lo está. Pero, sinceramente, no puedo afirmarlo con seguridad.

Aparto la mirada. En mi interior, empiezo a darme cuenta de que no conozco a Stuart. Si, sea lo que sea lo que le pasó, le hizo tanto daño y no es capaz de hablar conmigo de ello, ¿qué significo entonces para él? ¿Un pasatiempo? ¿Algo con lo que entretenerse y no pensar demasiado en eso que le devora por dentro?

Miro al senador, trato de pensar en palabras de consuelo, en lo que mi madre diría en una situación como ésta. Pero no se me ocurre nada.

—Francine me arrancaría la piel a tiras si se entera de que te he contado todo esto...

—No pasa nada, señor. No tiene por qué preocuparse.

Parece agotado, pero intenta sonreír.

—Gracias, guapa. Anda, ve a ver a mi hijo. Ahora mismo salgo yo.

Me escapo corriendo al porche trasero y me siento junto a Stuart. Un relámpago brilla en el cielo e ilumina por un instante el fantasmagórico jardín, que después vuelve a ser engullido por la oscuridad. El tenderete nupcial se erige amenazante al fondo del jardín, como el esqueleto de una criatura prehistórica. Estoy un poco mareada por el vaso de jerez que me tomé después de la cena.

El senador se une a nosotros y, sorprendentemente, parece más sobrio que antes. Se ha puesto una nueva camisa de cuadros bien planchada, exactamente igual que la que llevaba antes. Madre y Miss Whitworth recorren el patio, señalando alguna extraña rosa cuyo tallo trepa hasta al porche. Stuart posa la mano en mi hombro. Parece algo recuperado, pero ahora soy yo la que no se siente cómoda.

— ¿Podemos...? —indico, y le señalo la puerta de la casa; Stuart me sigue al interior.

Me detengo en el pasillo, junto a la escalera secreta.

—Hay muchas cosas que no conozco de ti, Stuart.

Señala la pared llena de fotos detrás de mí, incluido el espacio vacío, y comenta:

—Bueno, pues ahí lo tienes todo.

—Stuart, tu padre me ha dicho... —comienzo, mientras intento encontrar la forma de expresarlo.

—¿Qué te ha dicho? —me pregunta con una mirada airada.

—Lo duro que fue. Lo mal que lo pasaste... con lo de Patricia.

—Él no sabe nada. No sabe quién era ni qué pasó, ni...

Apoya la espalda en la pared y se cruza de brazos. De nuevo, veo en su rostro ese enraizado odio, profundo y candente, que lo envuelve.

—Stuart, no tienes que contármelo ahora si no quieres, pero algún día tendremos que hablar largo y tendido sobre ello.

Me sorprende la seguridad de mis palabras cuando en realidad no me siento tan confiada.

Stuart me mira a los ojos, se encoge de hombros y dice:

—Se acostó con otro. En la universidad.

—¿Alguien... a quien tú conocías?

—Nadie lo conocía. Era una de esas sabandijas que van a la universidad a hacer el vago y a intentar convencer a los profesores para que firmen manifiestos contra la segregación. Parece que la encandiló con su charlatanería.

—¿Quieres decir... que era un activista por los derechos civiles?

—Eso mismo. Has dado en el clavo.

—¿Era... negro? —pregunto, y trago saliva sólo de pensar en las consecuencias, porque, incluso para mí, eso sería algo horrible, desastroso.

—No, no era negro. Era un maldito
hippie.
Un imbécil del Norte, de Nueva York, de esos que salen en la tele con el pelo largo y símbolos de la paz.

Intento pensar en algo que preguntar, pero no se me ocurre nada.

—Pero ¿sabes lo más gracioso de todo, Skeeter? Yo podría haberlo superado, podría haberla perdonado. Ella me lo pidió, me dijo que se arrepentía de lo que hizo. Pero yo sabía que si alguna vez se descubría el pastel y la gente se enteraba de que la nuera del senador Whitworth se acostó con un maldito activista norteño, se arruinaría su carrera. Así de fácil —remata, y chasca los dedos.

—Pero tu padre, durante la cena, acaba de decir que Ross Barnett está equivocado.

—Sabes que las cosas no funcionan así. No importa lo que él piense, sino lo que Misisipi piense. Se presenta para senador del Estado el próximo otoño y, por desgracia, soy consciente de lo que eso supone.

—Así que, ¿rompiste con Patricia por tu padre?

—¡No! Rompí con Patricia porque me engañó. —Baja la mirada y puedo ver que la vergüenza le corroe las entrañas—. Pero... no volví con ella por... mi padre.

—Stuart, ¿todavía la quieres? —digo, intentando sonreír como si no fuera más que una pregunta cualquiera, aunque noto que la sangre se me acelera en las venas; siento que voy a desmayarme por haberle preguntado eso.

Su cuerpo se hunde contra el papel de pared con estampados dorados. Baja la voz y dice:

—Tú nunca lo harías. Engañarme así. No me harías algo así, ni a mí ni a nadie.

No tiene ni remota idea de a cuánta gente estoy engañando. Pero ése es otro tema.

—Contéstame, Stuart. ¿Todavía la quieres?

Se frota las sienes, tapándose los ojos con la mano. Ocultándomelos.

—Creo que deberíamos dejarlo por una temporada —susurra.

Instintivamente, me acerco a él, pero se aparta.

—Necesito algo de tiempo, Skeeter. Algo de espacio. Necesito concentrarme en el trabajo, sacar petróleo y... despejarme un poco la cabeza.

Me quedo boquiabierta. Fuera, en el porche, oigo las llamadas de nuestros padres. Ha llegado la hora de marcharse.

Sigo a Stuart hasta la puerta de la calle. Los Whitworth se detienen en el recibidor abovedado mientras los tres miembros de la familia Phelan nos dirigimos a la salida. En un estado de coma borroso escucho cómo todo el mundo se compromete a quedar en nuestra casa la próxima vez. Digo adiós y doy las gracias a los Whitworth, pero mi voz me resulta extraña. Stuart sale a despedirse a las escaleras y me sonríe para que nuestros padres no puedan sospechar que todo ha cambiado.

Capítulo 21

Madre, Padre y yo estamos en la sala de estar mirando fijamente el aparato de color plateado que descansa junto a la ventana. Tiene el tamaño del motor de un camión y por delante asoma un botón que parece una nariz. Su superficie cromada brilla trayéndonos esperanzas de una nueva época. Tiene escrito el nombre: Fedders.

—¿Y quiénes son esos Fedders? —pregunta Madre—. ¿De dónde viene su familia?

—Charlotte, ve a ponerlo en marcha, anda.

—¡Oh, ni pensarlo! Ese botón está pringoso de aceite.

—Por Dios, mamá, el doctor Neal dijo que te vendría bien. Aparta, anda.

Mis padres me miran, recriminándome el tono de mis palabras. No saben que Stuart me dejó el día de la cena en casa de los Whitworth. Tampoco son conscientes de cuánto deseo que este trasto me alivie un poco del calor que siento a todas horas. Estoy dolida, quemada, y a veces creo que voy a arder.

Giro el botón hasta la posición 1. En el techo, las bombillas de la lámpara se apagan por un instante. El sonido del motor asciende lentamente, como si estuviera subiendo una cuesta. Veo que unos mechones del pelo de Madre se levantan en el aire.

—¡Ay, mi...! —exclama Madre cerrando los ojos.

Últimamente está muy cansada, y sus úlceras empeoran. El doctor Neal le dijo que si mantenía fresca la temperatura de la casa lo llevaría mejor.

—Pues todavía no está a plena potencia —comento, moviendo la rueda hasta el 2.

El aire sopla con más fuerza, el frío aumenta y los tres sonreímos mientras el sudor se evapora de nuestras frentes.

—¡Qué demonios! Vamos hasta el final —dice Padre, acercándose para girar el botón hasta el 3, la posición más alta, fría y maravillosa de todas.

A Madre le entra la risa floja. Nos quedamos boquiabiertos, como si pudiéramos tragar el aire. Las bombillas de la lámpara vuelven a parpadear mientras el ruido del motor va creciendo, igual que nuestras sonrisas. De repente, todo se detiene y sólo hay oscuridad.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Madre.

Padre mira hacia el techo y sale al recibidor.

—Por culpa de este maldito trasto se ha ido la luz.

—Por Dios, Carlton, arréglalo —dice Madre abanicándose con el pañuelo.

Durante una hora oigo cómo Padre y Jameso abren interruptores, manipulan herramientas y se pasean por el porche. Cuando por fin lo arreglan, y después de recibir una charla de Padre sobre «nunca ponerlo a 3, o la casa saltará por los aires», Madre y yo contemplamos cómo los cristales de la ventana se empañan. Madre se queda dormida en su sillón azul estilo Reina Ana con su mantita verde sobre el pecho. Espero a que entre en un sueño profundo. Cuando empieza a roncar suavemente y se le destensa la frente, apago sigilosamente todas las luces, la televisión y todos los aparatos eléctricos de la planta baja, excepto el frigorífico. Me siento frente al aparato y me desabrocho la blusa. Con mucho cuidado, giro el botón hasta el 3. Quiero dejar de sentir este calor, estar helada por dentro, que el chorro de aire frío me dé directamente en el corazón.

Pasados menos de tres segundos, los fusibles saltan de nuevo.

Durante las siguientes dos semanas me concentro en las entrevistas. Dejo la máquina de escribir en el porche trasero y trabajo durante el día y hasta bien entrada la noche. Las mosquiteras difuminan la vista del verde jardín. A veces me quedo mirando los campos, pero mi mente no está aquí. Se encuentra en las cocinas del viejo Jackson con las criadas, acaloradas y sudorosas en sus uniformes blancos. Siento los cuerpos de bebés blancos respirando sobre mi piel. Siento lo que debió de sentir Constantine cuando Madre me trajo a casa del hospital y me puso en sus brazos. Dejo que los recuerdos de las mujeres de color me saquen un poco de mi miserable existencia.

—Skeeter, hace semanas que Stuart no da señales de vida —me comenta Madre por décima vez—. No estará enfadado contigo, ¿verdad?

En ese momento estoy redactando la columna de Miss Myrna. Durante tres meses siempre he entregado los textos a tiempo, pero ahora estoy empezando a apurar al límite las fechas de entrega.

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