Crimen En Directo (52 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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Había invertido mucho tiempo y esfuerzo en meditar sobre cómo hacerlo. Cuando Rose-Marie viese la mesa puesta y la comida, tenía pensado decirle que lo había organizado con un extra de elegancia para celebrar la compra conjunta del apartamento. Funcionaría. No creía que Rose-Marie sospechase nada. Luego, después de unos minutos de angustia, resolvió usar el postre, la
mousse
de chocolate, como escondite para su pequeña sorpresa. El anillo. El que había comprado el viernes pasado y que le pondría encima de la mesa junto con aquella pregunta que él jamás había formulado en su vida. Mellberg apenas podía contenerse y ardía en deseos de verle la cara. Desde luego, no había escatimado en gastos. Sólo lo mejor era bueno para su futura esposa y estaba convencido de que ella sucumbiría al ver el anillo.

Miró el reloj. Las siete menos cinco. Faltaban cinco minutos para que Rose-Marie llamase a la puerta. Por cierto que debería hacerle una copia de las llaves de inmediato. No podía permitir que su novia llamase a la puerta como un invitado cualquiera.

A las siete y cinco, Mellberg empezó a preocuparse. Rose-Marie era siempre muy puntual. Arregló un poco el mantel, colocó bien las servilletas en las copas, desplazó los cubiertos unos milímetros a la derecha y luego otra vez al lugar de origen.

A las siete y media estaba convencido de que Rose-Marie yacía muerta en una cuneta. Se imaginó que su pequeño vehículo rojo se estrellaba contra un camión, o contra uno de esos
jeeps
monstruosos que la gente se empeñaba en comprarse y que eran capaces de demoler cuanto se cruzase en su camino. ¿No debería llamar al hospital? Caminaba desesperado de un lado a otro de la sala de estar hasta que se dijo que quizá debería llamarla primero al móvil. Se dio una palmada en la frente. ¿Cómo no lo había pensado antes? Marcó el número, que conocía de memoria, pero quedó atónito al oír el mensaje grabado según el cual «aquel número no correspondía a ningún abonado». Volvió a marcar pensando que se habría equivocado en alguna cifra, pero obtuvo el mismo mensaje por respuesta.

Tendría que llamar a su hermana y preguntarle si ella conocía la razón del retraso. De repente cayó en la cuenta de que no tenía su número. Y de que no tenía la menor idea de cómo se llamaba su hermana. Lo único que sabía era que vivía en Munkedal. ¿O no? En la mente de Mellberg empezó a germinar una idea inquietante. La desechó, se negaba a aceptarla pero, para sus adentros, vio representada a cámara lenta la escena en la que entraba en el banco para ordenar la transferencia. Doscientas mil coronas. Esa, ni más ni menos, era la cantidad que había transferido al número de cuenta que ella le había dado, un número de una cuenta en España. Doscientas mil. Dinero para comprar una participación en un apartamento. Ya no podía quitarse de la cabeza aquella idea. Llamó al número de información telefónica y preguntó si había algún teléfono o alguna dirección a nombre de Rose-Marie, pero no hallaron nada. Desesperado, intentó recordar si había visto alguna prueba, el carné de identidad o algo parecido que pudiese confirmarle que se llamaba como dijo que se llamaba. Con horror creciente, tomó conciencia de que jamás había visto ningún documento. No sabía ni cómo se llamaba, ni dónde vivía ni quién era, ésa era la amarga verdad. Sólo que ahora ella tenía doscientas mil coronas en una cuenta en España. Su dinero.

Como un sonámbulo, se acercó al frigorífico y sacó la
mousse
de Rose-Marie. Extrajo el anillo, que brillaba a través del chocolate. Mellberg lo sostuvo entre el índice y el pulgar y estuvo un rato contemplándolo. Después, lo dejó sobre la mesa y, entre sollozos, empezó a comerse el postre.

—¿No ha sido un día fabuloso?

—Ajá... —confirmó Patrik cerrando los ojos. Habían decidido desde el principio no salir de viaje de novios enseguida, sino emprender un viaje algo más largo cuando Maja hubiese cumplido un par de meses más. El primer destino de la lista era Tailandia, por el momento. Sin embargo, les resultaba un tanto extraño volver a lo cotidiano así, sin más. Pasaron el domingo durmiendo, bebiendo agua y hablando del sábado. De modo que Patrik resolvió tomarse el lunes libre. Quería tener la oportunidad de relajarse y digerirlo todo, antes de que lo cotidiano les impusiera de nuevo sus rutinas. Teniendo en cuenta su esfuerzo de las últimas semanas, nadie tuvo nada que objetar al respecto. Y allí estaban, de hecho, abrazados en el sofá, con la casa para ellos solos. Adrian y Emma estaban en la guardería y Anna se había llevado a Maja a casa de Dan para que ellos dos disfrutasen de un día de paz y tranquilidad. Y no es que necesitara ninguna excusa para ir a casa de Dan. Ella y los niños habían pasado con él todo el domingo.

—¿No sospechaste nada en ningún momento? —le preguntó Erica al verlo inmerso en sus pensamientos.

Patrik comprendió enseguida a qué se refería. Reflexionó un instante, antes de responder.

—No, la verdad es que no sospeché nada. Hanna era simplemente... normal. Sí que noté que algo la apesadumbraba, pero pensé que tendría problemas en casa. Y sí que los tenía, pero no de la naturaleza que nosotros imaginábamos.

—Pero... ¿cómo podían vivir juntos? ¿Siendo hermanos?

—No creo que obtengamos nunca todas las respuestas, pero Martin llamó antes para contarme que ya teníamos los informes de los Servicios Sociales. Después del accidente, su vida de niños de acogida fue un infierno. Imagínate hasta qué punto les afectaría que los secuestraran y los apartaran de su madre primero, y luego, verse obligados a vivir aislados con Sigrid. Aquello debió de dar origen a algo así como un lazo antinatural entre los dos.

—Ya... —respondió Erica, aunque le costaba imaginárselo. Aquello estaba más allá de todo lo... inteligible—. Pero ¿cómo puede nadie hacer convivir dos partes tan opuestas? —preguntó al cabo de unos minutos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Patrik besándola en la punta de la nariz.

—Pues que no entiendo cómo puede nadie llevar una vida normal, estudiar y hacerse policía y psicólogo, además. Y, al mismo tiempo, vivir con esa... maldad.

Patrik se tomó su tiempo antes de responder. Él tampoco lo comprendía del todo, pero había cavilado mucho al respecto desde el jueves y creía haber llegado a algo parecido a una respuesta.

—Yo creo que es eso, precisamente, son dos partes distintas. La una llevaba una vida normal. A mí me daba la impresión de que Hanna deseaba de verdad trabajar como policía y hacer algo importante. Y era una buena policía. Sin duda. A Lars no lo conocí antes... —Hizo una pausa, antes de proseguir—. Bueno, tengo de él una idea más vaga, pero es obvio que era un hombre inteligente, y creo que él también tenía la intención de vivir una existencia normal. Al mismo tiempo, el secreto que escondían debía de devorarlos por dentro, devoraría su psique. Así que, cuando se toparon con Elsa Forsell en el primer destino de Hanna en Nyköping, fue como el detonante de algo que, en realidad, había estado latente todo el tiempo. Bueno, ésa es mi teoría, pero jamás llegaremos a saberlo.

—Ya... —respondió Erica pensativa—. Eso es lo que yo sentía con mi madre —explicó—. Como si viviese dos vidas separadas. Una con nosotros, con mi padre, con Anna y conmigo, y otra en su cabeza. Y a esa otra, nosotros no teníamos acceso.

—¿Por eso has decidido investigar?

—Sí —afirmó Erica—. No lo sé, pero tengo el presentimiento de que nos ocultaban algo.

—¿Y no tienes ni idea de qué puede ser? —Patrik le apartó de la cara un mechón de pelo sin dejar de contemplarla.

—No —respondió Erica—. Y tampoco sé con exactitud por dónde empezar. No queda nada. Ella nunca guardó nada.

—¿Estás segura? —preguntó Patrik—. ¿Has mirado en el desván? La última vez que estuve allí, había un montón de chismes viejos.

—La mayoría serán de mi padre. Pero... podríamos echarle un vistazo. Por si acaso —dijo con entusiasmo al tiempo que se ponía de pie.

—¡¿Ahora?! —preguntó Patrik, que no se sentía con ánimo de dejar el calor del sofá para subir a un desván frío y polvoriento y, además, lleno de telarañas. Y no había nada que él odiase más que las arañas.

—Sí, ahora. ¿Por qué no? —insistió Erica, que ya iba camino del piso de arriba.

—Sí, ¿por qué no? —suspiró Patrik levantándose a disgusto. Era lo bastante sensato como para no protestar cuando a Erica se le metía una idea en la cabeza.

Cuando llegaron al desván, Erica lamentó su arrebato durante un segundo. Era innegable: allí no parecía haber más que basura. Pero ya que estaban allí, bien podía echar una ojeada. Se agachó para no golpearse con las vigas y empezó a mover cajas y a abrirlas al azar. Se limpió las manos en el pantalón con cara de asco. Sí que había polvo allí arriba. Patrik también iba mirando aquí y allá. Se le había ocurrido así, sin reflexionar, y ahora dudaba de que diese algún resultado. Seguro que Erica tenía razón. Además, ella conocía mejor a su madre. Si decía que Elsy no había guardado nada... De repente, descubrió algo que llamó su atención. Al fondo del desván, en la parte de techo más bajo, había un viejo baúl.

—Erica, ven aquí.

—¿Has encontrado algo? —dijo Erica llena de curiosidad y agachándose para acercarse hasta donde estaba Patrik.

—No lo sé —confesó—. Pero este baúl tiene una pinta muy prometedora.

—Puede que perteneciese a mi padre —respondió Erica pensativa, pero algo le decía que no, que aquel cofre no era de Tore. Era de madera, pintado de verde con unas sinuosas guirnaldas de flores ya pálidas por toda decoración. La cerradura se había oxidado, pero el baúl no estaba cerrado con llave, así que levantó la tapa con cuidado. Lo primero que vio fueron dos dibujos infantiles. Al mirarlos más de cerca descubrió que había algo escrito en el reverso: «Erica, 3 de diciembre de 1974», decía en uno. «Anna, 8 de junio de 1980», se leía en el otro. Constató perpleja que era la letra de su madre. Un poco más al fondo halló un montón de dibujos y un buen número de objetos que Anna y ella habían confeccionado en la clase de trabajos manuales, mezclados con artículos de decoración navideña y otros adornos de fabricación casera. Todo aquello de lo que, según ella creía, su madre jamás se ocupó—. Mira —le dijo aún incapaz de dar crédito a lo que veía—. Mira, lo había guardado mi madre...

Fue sacando los objetos uno a uno con sumo cuidado. Era como un azaroso viaje a su propia niñez. Y a la de Anna. Erica sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y Patrik le acarició la espalda.

—Pero ¿por qué? Creíamos que ella no... ¿Por qué?

Se secó las lágrimas con la manga de la camiseta y continuó hurgando en el baúl. Más o menos hacia la mitad, se acabaron los recuerdos infantiles y empezaron a aparecer cosas más antiguas. Aún con la incredulidad en el semblante, Erica sacó un montón de fotografías en blanco y negro y se quedó mirándolas atónita.

—¿Sabes quiénes son? —preguntó Patrik.

—Ni idea —respondió Erica meneando la cabeza—. Pero puedes apostar el cuello a que lo averiguaré.

Continuó rebuscando ansiosa, pero se quedó rígida cuando notó que su mano tocaba un objeto blando que contenía otro afilado. Con mucho cuidado, fue sacándolo del baúl. Era un trozo de tela mugriento, que algún día fue blanco pero que ahora amarilleaba lleno de feas manchas de óxido. Había algo enrollado en el tejido. Erica abrió despacio el envoltorio y, al ver lo que contenía, se quedó sin aliento. En el interior del rollo de tela había una medalla de cuyo origen no cabía abrigar duda alguna. Allí estaba, la cruz gamada. Sin poder articular palabra, le mostró su hallazgo a Patrik, que tenía los ojos como platos. Miró luego el trozo de tela que se le había caído a Erica en el regazo.

—Erica...

—¿Sí? —respondió ella con la vista aún fija en la medalla que sujetaba con el índice y el pulgar.

—Creo que deberías mirar esto —observó Patrik.

—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó desconcertada antes de ver lo que Patrik le enseñaba. Hizo lo que le decía. Dejó la medalla nazi y desplegó el retazo de tela. No era un simple trozo de tela, sino una camisita de bebé. Y las manchas marrones no eran de óxido, sino de sangre. Sangre reseca.

¿A quién había pertenecido la camisita? ¿Por qué estaba llena de sangre? ¿Y por qué la había guardado su madre en un baúl en el desván, junto con una medalla de la Segunda Guerra Mundial?

Por un segundo, sopesó la posibilidad de devolverlo todo al baúl y cerrar la tapa.

Pero, al igual que Pandora, era demasiado curiosa para dejar la tapa cerrada. Tenía que buscar la verdad. Cualquiera que ésta fuese.

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