Entonces fuimos literalmente arrojados hacia arriba cuando la muralla líquida se dividió para forma una ola colosal y, de estar por debajo de la superficie del lago, pasamos a ser impulsados por encima de ella. Los hombres que estaban de píe en el centro de la embarcación cayeron contra la barandilla de soga y oí el chapuzón de alguien que voló fuera de la balsa. No era el inquisidor; por el rabillo del ojo podía seguir viendo cada tanto su túnica negra y blanca.
Entonces nos descubrimos a salvo sobre el oleaje del lago, movidos tan sólo por las olas de un metro que surgían en todas direcciones y chocaban contra el muro de la presa. No fuimos arrojados contra las olas, de modo que la balsa siguió flotando en un extraño ángulo y por un instante estuve incluso bajo el agua, aferrado sólo por la soga que tenía atada a la cintura. No me atreví a abrir los ojos, no con la cantidad de barro que invadía el lago.
―¡Remad! ―gritaba Sevasteos―. Haced avanzar la balsa.
Cuando conseguí ponerme otra vez en posición tenía los brazos llenos de heridas, pero las olas habían empezado a amainar. No quedaba más huella del desastre que un par de sogas sueltas donde habían estado los andamios y unas pocas cabezas emergiendo de las aguas.
Siete personas murieron durante o después de la caída del andamio. Según supimos más tarde, Murshash no había logrado nadar y se había ahogado en las olas de la superficie. Biades había recibido el golpe brutal de una de las bolsas de rocas, que lo había matado en el acto, y nunca pudimos recuperar su cuerpo.
Sentí cierta pena por la muerte del haletita, lo que me hubiese parecido impensable unas semanas atrás. No es que hubiese tenido mucho contacto con él, pero había sido un individuo excepcional entre los suyos, para nada un patán arrogante e incivilizado como sus semejantes. Quizá eso se debiese a la pasión que Murshash sentía por su trabajo. Tarea que, por una vez, no era la conquista.
La suya fue, por otra parte, la única muerte que Amonis pareció lamentar. Biades apenas mereció una mención de su parte y de los cinco esclavos muertos no quiso saber nada.
Amonis habría deseado azotar a todos los que habían participado en la construcción de aquel andamio, pero Sevasteos se negó a permitirlo (del mismo modo que, sorprendentemente, se negó Shalmaneser). Es probable que el noble haletita no quisiese tener esclavos heridos. Eso me supuso un gran alivio, ya que yo mismo había participado en la construcción del andamio.
Mi tranquilidad se esfumó, sin embargo, cuando descubrí que el inquisidor no estaba dispuesto a permitir que nadie cargase con la culpa y había decidido, en cambio, castigar a Ravenna. La conclusión fue que la labor de Ranthas había sido imposibilitada pues ella había fallado en su obligación de mantener el muro de agua en alto y de calmar el lago para salvar a Murshash.
Sufrí entonces la sensación más odiosa que jamás había experimentado, pues debí permanecer inmóvil e impotente entre los demás esclavos mientras uno de los soldados desnudaba la espalda de Ravenna y la laceraba con un látigo, entrecruzando las nuevas heridas con las antiguas que había dejado mi hermano. Me habría resultado más tolerable si hubiese estado yo atado al improvisado marco de madera, ya que no era para mí ningún misterio el dolor de ser azotado y sabía que no se comparaba en nada a la pena y la ira que me embargaban al presenciar la escena.
Oailos me mantuvo férreamente cogido de un hombro durante todo el castigo, pero eso no hizo que me sintiera menos solo. De no haber sido por el tiempo que había pasado en las ruinas de Ulkhalinan, donde aprendí a no llamar la atención, nos habría traicionado a ambos haciendo algo totalmente estúpido. Ravenna, por su parte, no gritó en ningún momento, lo que al menos me ayudó a contener la furia. Era consciente de que ella no sentía los latigazos en sí, pues podía esconderse en el vacío de su mente. Sólo sufriría las consecuencias.
Ésa fue la primera ocasión en la que la realidad de la ocupación del Dominio me tocó tan de cerca. Es cierto que había sido castigado cuando ayudé a escapar a Ravenna, pero jamás había presenciado el tormento de Vespasia o Pahinu, ni de ningún otro de mis amigos entre los esclavos. Nunca había sido testigo del tormento de alguien tan próximo a mí como Ravenna. Eso era lo que significaban, al fin y al cabo, la cruzada y el gobierno religioso: verme forzado a permanecer inmóvil e impotente mientras una persona amada era torturada a latigazos, castigada por un crimen inexistente y como consecuencia de la mera palabra de un hombre cuya opinión no podía contradecirse pues su autoridad provenía directamente de un dios.
Ése era el martirio por el que el Archipiélago había pasado durante los últimos cuatro años. Ravenna había combatido contra el Dominio, había usado su magia para matar a sus representantes. Y, sin embargo, gran parte de los que sufrieron a manos de los inquisidores eran inocentes de cualquier ofensa contra ellos. Amonis clamaba actuar en nombre de la ley divina de Ranthas, pero eso era lo opuesto a la ley, demasiado alejado de ella para ser tomado incluso como una parodia de la ley. En lo que concernía a la Inquisición, nadie era inocente. Jamás.
A la orilla del lago, bajo los acantilados de la tierra natal de Ravenna, oyendo en medio de un consternado terror cada golpe de látigo, aprendí por fin a odiar. No tan sólo el profundo desprecio que mucha gente denomina odio, el desprecio que un clan podría sentir por sus peores rivales, sino un odio del tipo que había sentido Ravenna durante los diecisiete años que siguieron al asesinato de su hermano a manos de los sacri.
No fue una lección agradable, pero me dio la voluntad de observar y esperar e instiló en mí la clase de pasión que movía las antiguas tragedias thetianas. Tan pronto como echó raíces en mí, sentí todo el horror y la miseria que había vivido o cuyo relato había escuchado en los últimos cuatro años. Lo que me llevaría un poco más de tiempo comprender era que, por fin, me había apropiado de mi auténtica herencia familiar. Una herencia que no tenía como base las apariencias, el temperamento o la magia que habían hecho de los emperadores Tar' Conantur lo que habían sido. No, ninguna de esas características era de por sí suficiente para explicar la intensidad que había conducido a Aetius y Carausius en su larga y amarga guerra contra Tuonetar.
Hasta que el inquisidor pronunció un sermón y llevó a Ravenna hasta su prisión no volví a ponerme en movimiento, con los ojos inesperadamente secos y envuelto en la pena.
El inquisidor y los thetianos se marcharon a sus cabañas y nosotros fuimos conducidos a la zona custodiada del campo que nos habían destinado. Me abrí paso hasta la roca en forma de popa de barco y me senté a su sombra, colocándome de manera que tuviese a la vista las cabañas y todo lo demás. Como suponía, no estuve solo mucho tiempo.
―Ahora sabes qué es lo que se siente ―dijo Oailos sin preámbulos, sentándose a mi izquierda sobre un saliente plano de la roca.
Asentí, sin ganas todavía de decir nada.
―Cuando los venáticos desembarcaron en Ilthys presencié muchas cosas peores. Ver cómo tu propia gente, tus amigos y vecinos se vuelven de repente en tu contra y gritan exigiendo tu sangre, entregándote a los inquisidores...
―Yo nunca tuve que enfrentarme a algo así ―afirmé. Sin embargo, yo había sido el que persuadió a Sagantha, por entonces virrey, de dar una oportunidad a los venáticos. En aquel momento traían un mensaje que parecía prometer la paz a la mayor parte del Archipiélago, un mensaje al que sólo los herejes más extremistas hubieran podido hacer oídos sordos.
―No me refería a eso. No hubiese venido aquí sólo para decirte que todo podría haber sido mucho peor. En Ilthys, aquellas personas creían actuar con justicia, del modo correcto, en nombre de Ranthas. Al fin y al cabo, los venáticos les dijeron demasiadas veces lo malos que eran los heréticos. Amonis creía estar actuando según la justicia divina, y ésa es la única ley que nos rige en este momento.
Sentí como si me encontrara indispuesto por una mala comida, pero no era el malestar de un estómago descompuesto sino algo más parecido a un incongruente júbilo, lo que no me gustaba en absoluto.
―Amonis puede hacerle lo mismo a cualquiera de nosotros, pero siempre es peor cuando se trata de otro, de alguien que amas.
Casi no noté que Vespasia se había unido a nosotros, sentándose en la tierra pues no había más espacio libre en la piedra. Oailos sabía tan bien como yo lo que se sentía, sólo que aquellos a los que amaba, fueran quienes fueran, habían sido separados de él cuando fue embarcado como penitente. Yo podía soñar con rescatar a Ravenna, pero él ignoraba dónde se encontraba el resto de su familia.
―Según el punto de vista de Amonis, los inquisidores tienen derecho a hacernos eso a cualquiera de nosotros ―prosiguió Oailos―. En eso no se diferencian de ningún otro poder invasor de la historia. Lo que los hace tan terribles es que afirman haber sido designados por derecho divino, no sencillamente por el uso de la fuerza. Si todo se debiese tan sólo a su capricho no serian mejores que las bestias, pero pueden transformar un capricho en un artículo de fe e imponerlo sobre todos los habitantes de Aquasilva.
―¿Fue tan sólo un capricho? ―dije, preguntándome por qué mi voz sonaba tan extraña―. Amonis necesitaba culpar a alguien del accidente.
―Quizá haya sido así, pero ya has oído el sermón, el modo en que lo justificaba. No fue la necesidad de Amonis de azotar lo que ha dejado a Ravenna con cicatrices que le durarán toda la vida. Fue la voluntad de Ranthas. ―Hizo entonces una pausa y añadió―: ¿Fue acaso la voluntad de Ranthas la que le causó las antiguas cicatrices?
Negué con la cabeza.
―No ―admití―, eso sólo fue pura maldad, y ni siquiera fue un sacerdote quien se las hizo.
De hecho, al contrario que las cicatrices de un látigo ordinario, las producidas por mi hermano seguían provocando sufrimiento, en ocasiones tan agudo que había oído a Ravenna gritar de dolor mientras dormía en la habitación contigua, suplicándole a su torturador que se detuviese. Desde entonces, ella no había permitido nunca que nadie tocase su piel y ni siquiera dejó que los médicos le aplicasen unas cremas que logramos encontrar. En cambio, insistió en ponérselas ella misma.
―Ravenna sobrevivirá ―sostuvo Vespasia, pero eso sólo sirvió para avivar mi furia contenida.
―¿Acaso sobrevivirá siempre? ―objeté―. Ithien me dijo que yo había nacido con mala estrella, pero ella lo ha pasado varias veces peor que yo. Y retiro lo que acabo de decir. Mi hermano puede haber sostenido el látigo, pero los sacerdotes fueron tan responsables de sus latigazos como lo han sido hoy.
Incluso Oailos pareció conmocionado esta vez, y me di cuenta de que no habría tenido que decir eso. Otro desliz de mi lengua que difícilmente podía permitirme.
―¿Tu hermano le hizo eso? ―preguntó Oailos.
―Mi hermano era un monstruo. La torturaba para hacerme sufrir a mí.
―¿Qué sucedió?
―Está muerto ―afirmé, y mi satisfacción sólo fue nublada por el recuerdo de sus últimos instantes, cuando la persona que alguna vez había sido sustituyó al monstruo en que se había convertido.
―Fuera lo que fuese lo que sucedió en el pasado, lo que ha ocurrido hoy es imperdonable.
Vespasia asintió.
―Para Amonis era más importante castigarla que llorar a los muertos. Incluso, aunque fuese haletita, Murshash merecía un epitafio mejor.
―Murshash ha muerto ―dijo Oailos con firmeza―. Quizá fuese el mejor de todos los haletitas, pero para él éramos esclavos. Admito que es una pena que muriese él y no Amonis, pero no más que eso.
Cerca de una hora más tarde, Amonis anunció que bajaría a la represa, al abismo, para investigar las ruinas que había allí. Sólo se llevó al mago mental y todos nos sentimos felices de su ausencia (todos con excepción de Sevasteos e Ithien). Al parecer, Amonis había dejado instrucciones de que empezásemos a prepararnos para la siguiente etapa de los trabajos. Habíamos concluido lo que se suponía que debíamos hacer, pero estaba claro que tenían en marcha un proyecto mucho más amplio. ¿Y a qué ruinas se refería? Yo nunca había visto ninguna.
Sevasteos esperó a que el inquisidor y sus guardias estuviesen bien alejados antes de perder la compostura.
―¡Ese buitre sanguinario quiere que permanezcamos aquí y esperemos todo lo que le plazca!
Pude entender sus palabras pese a que hablaba en thetiano y se encontraba a medio campamento de distancia.
―Limpiad el camino hacia la condenada cantera, más cabañas, construid un embarcadero de madera... ¿Quién se cree que es ese jodido arrogante?
Salió indignado de la cabaña y expresó su disgusto ante el terreno yermo con su playa de guijarros y sus escasas y rudimentarias viviendas.
―¿Qué se cree que es esto ―aulló―, una abadía?
Ithien no parecía más satisfecho que él, pero se las arregló para mantener su humor a raya y escuché cómo razonaba con Sevasteos en voz baja. Pudentemente no deseaba que Shalmaneser, sentado, imperturbable, bajo un toldo, oyese lo que estaba diciendo. Tras un instante noté que el arquitecto recobraba un poco la compostura y volvía a entrar a la cabaña. Ithien se acercó a mí.
―Atho. Necesito que tú y otras cuatro personas me acompañen a la cantera, a ver qué podemos recuperar de allí sin tener que reiniciar en serio todas las operaciones. Escoge a cuatro personas en las que puedas confiar.
Pronunció las últimas palabras sin mover los labios más de lo imprescindible.
No fue la confianza lo que me movió a elegirlas, ya que la primera persona en la que pensé fue Oailos. Era el líder no oficial y no había forma de que lo dejase fuera, aunque tras nuestra conversación anterior había despertado en mi cierta cautela. Oailos era el tipo de hombre que iniciaba revueltas de esclavos, y eso era algo que yo no deseaba que sucediese. No había manera de que una rebelión tuviera éxito en aquellas circunstancias.
Los otros que recluté fueron Vespasia, dos oceanógrafos a los que conocía bastante bien, un hombre y una mujer que parecían fiables. Uno de ellos era también de Ilthys y, como Oailos, ya conocía de antes la reputación de Ithien y algunos de sus antecedentes.
Éste no perdió tiempo en montar en su caballo y ordenarnos que lo siguiésemos. Aunque era la hora más calurosa del día, el viento fresco del sur hacía tolerable la temperatura incluso lejos del lago.