Cruzada (72 page)

Read Cruzada Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
2.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

―Te escucharé fuera ―señaló el exarca un instante después―. Ahora tenemos cosas que hacer, así que deberás esperar un poco. Dejad a los prisioneros aquí abajo... Aunque si siguen vivos, me gustaría que presenciasen la destrucción del consejo. Pase lo que pase, deberían verlo.

Poco más tarde, uno de los inquisidores se subió a un tajo y empezó a desatarme las muñecas, mientras que otro aflojaba las ataduras de mis tobillos.

La sensación de bajar otra vez al suelo fue, cuando menos, tan dolorosa como ser colgado. A continuación los inquisidores y los sacri se marcharon, cerrando la puerta de la sala detrás de ellos. Amonis se aseguró de que viese su última mirada de odio, y supe de inmediato que no defendería los planes de Sarhaddon.

CAPITULO XXXVI

Ignoro cuánto tiempo estuve en el suelo de la celda con la cabeza apoyada en las rodillas de Ravenna, demasiado agotado para moverme y con las manos inertes. Ella había desatado a Palatina tan pronto como se marcharon los sacerdotes y yo abandoné en seguida los intentos por concentrarme, cayendo en un mar de dolor y luchando por mantener la respiración. Tenía las manos adormecidas y apenas podía doblar los dedos.

―¿Por qué es tan importante seguir vivos? ―preguntó de pronto Palatina―. Quiero decir, más allá de lo obvio.

Ravenna le susurró la respuesta para que ningún guardia la oyese, contándole la promesa que le habíamos hecho a la moribunda Salderis, un juramento cuya importancia superaba todo lo demás. Claro que el Dominio aseguraba tener el poder de liberar a cualquiera de un juramento si lo deseaba. Era uno de los tantos derechos que se arrogaban a sí mismos y uno de los que mucha gente todavía no estaba dispuesta a aceptar.

―Tiene sentido ―comentó Palatina con cierta amargura―. ¿Incluso si vivir significa convertirse en criaturas dependientes de Sarhaddon?

―Sí.

―No le debéis ningún favor.

―Quizá le debamos alguno a Sarhaddon ―susurró Ravenna―. Tenía que haberlo visto venir. Por supuesto, es demasiado inteligente para dejar pasar una idea semejante, para lanzarse a una orgía destructora como todos los demás.

―Y como la que Midian todavía pretende llevar a cabo ―intervino Palatina―. Lo peor es que si Midian no está convencido y ordena ejecutarnos, el Dominio podría ser eliminado. En cambio, si sigue el plan de Sarhaddon, lo más probable es que el Dominio se vuelva más y más poderoso.

―¿Estás segura? ―preguntó Ravenna. Cerré los ojos y las voces de ambas parecieron muy lejanas.

―Midian y Lachazzar nunca se dieron cuenta de que si se intenta destruir algo y se falla, incluso por un margen muy pequeño, sólo se conseguirá hacer más daño. Todo el mundo se dará cuenta de que el consejo es una amenaza para el Dominio.

―No una amenaza fatal, de todos modos ―señalo Ravenna―. La verdad es que el Dominio es demasiado fuerte y, en el intento de destruirlo, Midian matará a miles de personas mas. Los sacerdotes han llegado a creer que no hay nada que no pueda resolverse por la fuerza.

―Y por el momento no se han equivocado ―advirtió Palatina con un escalofrió. Estábamos varias plantas bajo tierra y el calor de la noche no llegaba a esa profundidad. El dolor era tan terrible que no sentía siquiera el frío, pero Palatina no lo sabía.

―Mejor vuelve a ponerte la túnica o no podrás resistir la temperatura ―me dijo sonando algo menos distante―. Dijeron que nos querrían fuera en un rato y si viniesen a buscarnos, no podrían ponerte en pie.

Odié no ser capaz de vestirme solo y no pude moverme hasta que ellas volvieron a ponerme la túnica y me masajearon un poco los miembros para restablecer la circulación de los brazos y las piernas. Me ardía la espalda en todos los sitios donde había golpeado el látigo, pero en la celda no teníamos agua y no podía hacer nada al respecto.

Apenas pude caminar con su ayuda cuando los sacri regresaron y abrieron la puerta.

―Nos acompañaréis ―dijo uno de ellos―. No intentéis hacer magia, moriríais antes de que vuestros poderes os sirvieran de algo.

No se molestaron en utilizar nada tan sofisticado como los brazaletes de Orosius, pero Midian no se arriesgaba. Los sacri nos llevaron con collares de ahorcamiento separados por una cuerda, dispuestos de tal forma que quien sostuviese el extremo pudiese asfixiarnos con sólo estirar.

Al recordar la palabras de Midian, no dudé que si se decidía en contra de la propuesta de Sarhaddon esa soga podría ser la misma que nos matase. Sin advertencia.

Atravesamos los escabrosos pasadizos de piedra rodeados otra vez sacri y sentí que la cuerda se tensaba poco a poco, aunque es probable que fuera tan sólo debido a los efectos secundarios de la tortura. Según había oído, el daño que me habían hecho era leve para lo que solían y no lo dudé pese al dolor y a la sensación general de descalabro.

Pasamos al lado de varias decenas de celdas con las puertas cerradas, pero los inquisidores tenían en ese momento otras cosas que hacer, debían estar preparados para estar junto al exarca y cumplir su función en el plan que él, o más probablemente Sarhaddon, había ideado.

Por fin llegamos a un amplio pasillo abovedado y volví a oír los gritos de la multitud, un rugido distante más allá de las murallas, que aumentaba de volumen a medida que recorríamos el patio.

Al llegar al parapeto, el ruido era ensordecedor y venía de muchas partes, pues ya había demasiada gente para caber toda en la plaza. Era un espectáculo aterrador, como un inmenso animal que rodeara el templo con sus tentáculos humanos.

Por primera vez comprendí por qué Abisamar había actuado de ese modo. Por qué había sido tan duro. Sólo las murallas y el portal impedían que los que estaban en el templo fuesen arrasados, y ahora nosotros tres debíamos sumarnos a los sacerdotes, pues la multitud no tendría piedad con nadie que no estuviese encerrado y fuese un prisionero evidente.

Si es que conseguían entrar. Parecía difícil pensar lo contrario al mirar el ágora llena de antorchas. Sin duda la criatura que formaba esa masa humana podría echar abajo el templo por su propio peso. Además, el consejo tenía otras armas. Sus líderes seguían allí, hablando sobre la plataforma ante toda la gente reunida junto al templo. Un orador estaba llegando al clímax de su discurso.

―¿Cuándo dejarán de hablar y harán algo? ―se maravilló Palatina―. Pierden el tiempo.

Los sacri que había a nuestro alrededor y que al parecer sabían qué estaba sucediendo no se molestaron en responder. Me moví ligeramente hacia un lado para oír mejor al que hablaba en la plataforma. Según comprobé en seguida, era Drances.

―Y así es que esta misma noche, en esta ciudad que durante tanto tiempo ha sido el centro de poder del Dominio, conseguiremos la libertad. No sólo del Dominio, sino de los antiguos enemigos que nos han dividido durante tanto tiempo, que han enfrentado a la gente del Archipiélago con los thetianos y a éstos con los tehamanos. Aquí estamos, los líderes del consejo que llevamos tanto tiempo luchando contra el Dominio. Y lo integran ciudadanos de Tehama, del Archipiélago... ―dijo e hizo una pausa mientras subían a la tarima otros miembros del consejo―... y thetianos.

El rugido de la multitud cesó durante un momento mientras nuevos personajes ocupaban la plataforma. Oficiales navales rodeaban especialmente a un individuo vestido de azul y blanco, que me resultó familiar.

―Os presento a un nuevo emperador, un hombre que no se hará a un lado para permitir que el Dominio gobierne en su lugar, que no manchará su trono con la sangre de inocentes. ¡Saludad todos al emperador Arcadius!

―¡Por los dioses! ―exclamó Palatina―. ¡Ha sobrevivido!

Me quedé estupefacto. De manera que existía otro Tar' Conantur, en teoría muerto a manos de los asesinos de Eshar pero sin duda lleno de vida. El antiguo virrey de Océanus no se había quedado quieto después de que intentaron asesinarlo.

Así que eso tenía en mente el Consejo: un hombre que obtendría la lealtad de la flota y gobernaría Thetia aliado a ésta. Un sustituto de Eshar que ninguno de nosotros había considerado ni un segundo, pero a quien el consejo debía de estar apoyando al menos desde la muerte de Orosius.

El esbelto hombre de cabellos grises con uniforme azul y blanco saludó solemnemente a la multitud.

―Me reúno con vosotros esta noche ―anunció con una voz que no era tan profunda ni tan convincente como la de Drances― para corregir los males causados a mi país por la tiranía de Reglath Eshar, el campesino haletita que se bautizó a sí mismo emperador thetiano, y de sus aliados del Dominio. Yo también he sufrido por su culpa, igual que mi país, y os prometo que la flota thetiana me acompañará con fidelidad, colaborando para liberar al Archipiélago del Dominio de una vez por todas.

La multitud pareció vacilar un instante y luego estalló en señal de aprobación.

―Esto lo cambia todo ―señaló Palatina―. Podrían tener éxito.

―Sin embargo, Midian parecía muy confiado ―comentó, inquieta, Ravenna―. Debía de estar enterado.

Pude ver a Midian y al grupo de oficiales junto a la pared más lejana, algo frustrante y que quizá fuese deliberado. Sabía que seguían allí (había notado su presencia en el patio), pero el exarca no quería sin duda que sus oficiales volviesen a entrar en contacto con nosotros. De hecho, no me había quedado claro por qué Sarhaddon nos los había presentado en un primer momento, ni qué esperaba conseguir al hacerlo.

Arcadius retomó la palabra, pero no por mucho tiempo. Era un administrador, no un orador, y en esto último Drances era mucho mejor, lo que no era en absoluto una sorpresa teniendo en cuenta la historia de la Mancomunidad y cómo funcionaba.

Sin embargo, el Consejo debía de estar corto de recursos, a menos que se las hubiese arreglado para desembarcar tropas de las naves situadas lejos de la costa. Además, carecía de armas para sitiar el templo. Midian había afirmado con vehemencia que el sí tenía, pero ¿dónde estaban?
¿
Y por qué ninguno de los dos bandos se ponía en acción?

Por fin percibí en una calle lateral una confusa actividad mientras una columna de gente se retiraba para dejar espacio libre a una extraña construcción de madera, una catapulta, según constaté al instante, algo mucho menos sofisticado que un cañón de pulsaciones, pero más fácil de fabricar. De eso se trataba. Lo inimaginable era cómo habían conseguido construirla en una ciudad ocupada por el Dominio.

No. No era sólo una sino dos catapultas. Otra más era arrastrada por el lado opuesto, pero estaba demasiado oscuro para ver bien y no pude distinguir de qué modo funcionaban ni cuál era su munición.

Alguien cercano lanzó una orden y vi cómo un escuadrón de soldados de Ranthas corría a lo largo del parapeto cargando ballestas thetianas de largo alcance.

Siguieron más soldados cié Ranthas y algunos sacri transportando sencillos sacos que parecían llenos de piedras. En una esquina de las murallas, junto al límite del campo de éter otros soldados con gruesos guantes descubrían un singular artefacto, que conectaron al alambre que mantenía estable el flujo de éter.

―Callaos ―nos dijeron los sacri que estaban más cerca cuando Palatina iba a hablar― o moriréis.

Sentí una leve presión en la cuerda y mi collar se estrechó un poco más. Ya había estado bastante ajustado desde el principio.

Obedecí y permanecí inmóvil mientras observaba cómo el Dominio ponía en acción su plan a mi alrededor, ocultos a los ojos de todos los que estaban tras las murallas. Ahora eran unos veinte los arqueros dispuestos en posición de tiro sobre la muralla central, a ambos lados de nosotros. Sin duda habría más en la garita de vigilancia.

Estaba claro que todo aquello respondía a un plan. Nada respondía a la organización normal de la guardia del templo y tampoco era una defensa improvisada. Tenía que haber otro elemento, quizá la artillería, pues todos esos arqueros resultarían inútiles en presencia de tantos magos del Consejo. Estos parecían tener todas las de ganar por el momento, sumados a Arcadius y su poder sobre la flota. Eso si es que realmente controlaba la flota y sus palabras no eran una mera bravuconada. Lo más probable era que hubiese obtenido la confianza de los capitanes de unas pocas naves, mientras que el resto estaría en el mar esperando a ver cómo se decantaba la cosa.

Y sin duda eso era lo más sensato. Ahora la actividad en el templo había decaído y casi todas las tropas parecían estar en posición. Los arqueros habían tensado los arcos y las flechas estaban listas para ser disparadas. Muchos ya se habían descubierto la cara para apuntar mejor. Uno cercano a nosotros se volvió para mirarnos con cierta expresión de curiosidad.

Era thetiano. Esos hombres no debían de pertenecer siquiera al ejército de Ranthas, quizá fueran marinos de la guardia imperial que habían abandonado Thetia tras la muerte de Eshar. De modo que planeaban algo ya desde entonces.

En la plaza, los hombres de la plataforma contemplaban el templo en silencio. Uno hizo una señal a las catapultas y oí el silbido de la primera piedra volando por encima de las cabezas de la multitud para estrellarse con estrépito contra la muralla por encima del portal. La multitud se había marchado con precaución de las zonas más próximas a la fachada del templo, quizá siguiendo la recomendación del Consejo. Fue allí donde se estrelló la primera piedra, seguida de inmediato por una segunda. La ovación que siguió a los impactos pareció golpearnos con tanta fuerza como las propias piedras.

El campo de éter no podía detener semejantes proyectiles, sólo era eficaz contra las armas de energía o de magia, y me preguntaba si Midian habría calculado la defensa contra armas tan primitivas como las catapultas. Apuntaban a la puerta, el punto más débil del templo.

Cuatro, cinco impactos y el ruido era cada vez más fuerte. Pero los sacerdotes no hacían nada. Envalentonado, uno de los magos del Aire intentó debilitar el campo de éter enviando un tornado muy localizado hacia la esquina donde estaba el alambre de estabilización. El metal resonó y se deformó por el golpe, pero se mantuvo en pie.

Entonces oí un tronar a mis espaldas y unos cuatro sacri levantaron instintivamente la mirada. Como volví a sentir la presión en mi collar, no acompañé el movimiento, pero poco después salió disparada sobre nosotros una ráfaga de fuegos dorados.

No se produjo ninguna ovación en la multitud cuando la siguiente roca se estrelló contra el portal, produciendo nuevos temblores en la muralla. Miles de rostros miraron al cielo, repentinamente aterrados y preguntándose qué podría ser aquel cohete.

Other books

Beside the Brook by Paulette Rae
The Radetzky March by Joseph Roth
Notable (Smith High) by Bates, Marni
Mr. Right by J. S. Cooper
Sweet Serendipity by Pizzi, Jenna
A Deconstructed Heart by Shaheen Ashraf-Ahmed
Poppies at the Well by Catrin Collier