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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (35 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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En cuanto al revés de la trama, como les decía, el agradecimiento es obligado. Si aquellos de ustedes a quienes apetece ver con qué se descuelga cada domingo el amigo –o no amigo– Reverte han podido hacerlo durante setecientas cincuenta semanas consecutivas, sin faltar ni una sola pese a viajes, vacaciones y demás, es porque un equipo de gente estupenda, algunos de cuyos nombres nunca aparecen impresos en estas páginas, se ocuparon de que así fuera. Profesionales rigurosos, lo mismo amigos fieles que mercenarios con pundonor profesional, todos ellos se mantuvieron en contacto por fax o internet para facilitarme los envíos, ajustaron textos, los administraron celosamente cuando llegaban cinco o diez de golpe porque yo pensaba desaparecer una temporada, detectaron erratas por mí inadvertidas, las corrigieron in extremis cuando los telefoneaba para decir: oye, acabo de acordarme de que en la línea tal he escrito ‘subnormal’ con uve. Y cosas así. De esa fiel infantería anónima no olvido ni a los que se fueron ni a los que están: Antonio José, Mercedes Baztán, Rufi, Juan José Esteban y los demás. Buenos chicos, magníficos periodistas. Sin ellos, esta página sería imposible.

Y, bueno. Eso es más o menos lo que quería apuntar hoy: que dos décadas son edad honorable, digna de ser celebrada. En cuanto a la tarta de cumpleaños, decir que ojalá dentro de otros veinte años sigamos viéndonos todos aquí, juntos y con mecheritos en alto, me parece una gilipollez. Así que no lo digo. Yo, desde luego, no tengo la menor intención de acudir a la cita. Ni a ésa, ni a ninguna otra. Eso no es obstáculo, u óbice, para desear que XLSemanal, o como diablos se llame para entonces –ya saben, toda esa murga de la renovación periódica y el diseño–, doble con absoluta felicidad la edad venerable que hoy festeja. Es un honor escribir aquí. Palabra.

El Semanal, 18 Noviembre 2007

La estupidez también fusiló a Torrijos

Bueno, pues más vale tarde que nunca. Pero cuánto tiempo perdido, mientras tanto, y qué injusto olvido, y qué vergüenza. Con esto último me refiero al palmoteo de algunos charlatanes de la intelectualidad oficial tras la recuperación para el público, gracias a la magnífica ampliación del museo del Prado, de la gran pintura histórica que, durante mucho tiempo, esa misma gente contribuyó a que se mantuviera escamoteada, proscrita, marcada con el hierro infame de lo reaccionario, lo anticuado, lo casposo. Por culpa de la peña de soplacirios que en todo tiempo y época pretende secuestrar en beneficio propio la palabra ‘cultura’, varias generaciones de españoles se han educado lejos de una soberbia colección de obras maestras del siglo XIX, que se mostraban poco o nada y no se recomendaban en absoluto porque estaban mal vistas: menos a causa de su contenido político o histórico –ésa es la excusa de ahora– que por su hiperrealismo y factura clásica, monumental, tan opuestos al canon que las tendencias, los gustos impuestos por los mandarines de lo bello y periculto, dictaban como indiscutible hasta hace dos días.

Es cierto que el franquismo, como hizo con tantas cosas, contaminó también con su mala índole, cinismo y fanfarria patriotera la pintura romántico-histórica del XIX, animándola además con un cine histórico que todavía hoy sonroja visionar. Aunque no hay mal que por bien no venga: gracias a tanta trompeta y banderazo, mi generación tuvo la oportunidad de familiarizarse con esa pintura en los libros del cole, donde El testamento de Isabel II, Juana la Loca o La campana de Huesca figuraban como ilustraciones. Pero su descrédito social posterior no responde sólo a causas políticas. En tal caso, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, que como símbolo de la vileza y el cainismo que España lleva en su puerca simiente es, en mi opinión, mucho más conmovedor y terrible que el Guernica de Picasso, no habría permanecido marginado durante treinta años de democracia. El desprecio con que la obra maestra de Antonio Gisbert y la pintura histórica en general han sido fusiladas durante buena parte del siglo XX, la ceja enarcada de tanto campanudo pontífice cultural ante esa clase de lienzos, insultados hasta el escupitajo con sus etiquetas de realistas, románticos o aburridamente clásicos –honor, amor, muerte y demás chorradas–, responden menos a razones ideológicas que a la artificial oposición clasicismo-modernidad mediante la que ciertos cantamañanas con voz y voto prohibían, a quien apreciaba una obra de Juan Gris o de Picasso, manifestar la misma admiración por Madrazo o por Vicente López. Era más un asunto de moda, de tendencia, de cátedra, de parcelita cultural, en suma, que de política.

Y sin embargo, óiganlos estos días. O léanlos. Ahora que la ampliación del museo del Prado hace al fin justicia a Moreno Carbonero, a Emilio Sala, a Casado del Alisal o a Rosales, hisopándolos de modernidad, los mismos gilipollas que hasta ayer sonreían despectivos ante la simple mención de La expulsión de los judíos, El Cincinato o La rendición de Granada, sosteniendo sin pestañear que de Velázquez a Goya, de Goya sólo a Picasso y tiro porque me toca, se proclaman de pronto expertos entusiastas de una pintura que, por supuesto, conocen de toda la vida y que es –ha sido siempre, afirman impávidos– imprescindible. Y es que, en realidad, para esos charlatanes que nunca pierden ningún tren porque se suben a todos en marcha, capaces incluso, cuando averiguan por dónde irá la vía, de correr delante de la locomotora, no es cuestión de que la pintura histórico-romántica del XIX dignifique el nuevo museo del Prado. Es éste, o más bien su actualidad mediática, que les ofrece suculentos pastos en columnas, tertulias y suplementos culturales, lo que para ellos convierte en obra maestra cualquier cosa que se meta dentro: pintura histórica, grafitis del Metro o maceta con geranios. Y ahora, esos imperdonables oportunistas –los mismos que babean con Clint Eastwood, por ejemplo, después de treinta años llamándolo fascista– aplauden, graves y doctos, La muerte de Lucrecia o La lectura de Zorrilla con el turbio entusiasmo y sapiencia impostada del advenedizo dispuesto, no a hacerse perdonar o admitir, sino a imponerse arrogante, una vez más, sobre los honrados fieles de toda la vida. A los que, por supuesto, vienen dispuestos a dar lecciones.

En cualquier caso, esto es sólo una anécdota. Los cuadros se exponen al público, por fin, con todos los honores. Vayan al nuevo y extraordinario museo del Prado, si gustan, y echen un vistazo a esas venerables maravillas. Comprueben lo que nos hemos estado perdiendo por culpa de cuatro imbéciles.

El Semanal, 25 Noviembre 2007

Abordajes callejeros y otras situaciones

Soy el hombre más cortés del mundo –sostiene Heinrich Heine en sus Cuadros de viaje–. No he sido grosero nunca, incluso en esta tierra llena de insoportables bellacos que vienen a sentarse al lado de uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos…» Aunque esa cita figura como epígrafe en una de mis primeras novelas, no llego a tanto. Pero es cierto que, sin tener la delicadeza de don Enrique, nunca soy descortés con nadie que me aborde por la calle, en un café o en donde sea, declamación de versos incluida. Cada vez, haciéndome cargo de las circunstancias, cierro el libro que leo o interrumpo la conversación que mantengo, me pongo en pie si la situación lo exige, saludo y firmo lo que haga falta. Hasta con nombre ajeno, cuando me confunden con otro. Sin pegas. También me hago cientos de fotos con esos malditos teléfonos móviles con cámara que ahora todo cristo lleva encima. Por supuesto, si alguien trae una novela mía, la dedico con gusto y sincero agradecimiento. Todo eso también lo hago cuando me interrumpen ocupado en otras cosas, incluso aunque no esté de humor para la vida social. Pues todo hay que decirlo: la peña, en su espontánea buena voluntad, no siempre es capaz de calcular la oportunidad del abordaje. Una cosa es que te digan que son lectores tuyos y que firmes la servilletita del café, y eso ocurra cuando estás solo y relajado en un lugar tranquilo, leyendo el periódico. Otra, que pretendan hacerse fotos contigo llamando la atención en un sitio donde quieres pasar inadvertido, o mientras una mujer te pide el divorcio, o cuando un amigo te cuenta que tiene cáncer y le queda un telediario. Por ejemplo. Aun así, trago. O suelo tragar. Es precio de la vida y del oficio. Además, la gente –ser lector de libros ya es un filtro razonable– suele ser comedida, y a menudo agradable.

A veces, sin embargo, la inoportunidad desarma tu cortesía. Una vez, en Valencia, tuve que decirle que no –sonriendo cortés y sin detenerme– a una señora que exigía autógrafo y conversación mientras yo iba con mucha prisa porque llegaba tarde a una cita de trabajo, y se quedó atrás, llamándome de todo. En otra ocasión, un amable turista encajó mal que me negara a fotografiarme con flash a su lado frente al altar mayor de la catedral de Granada, sin que mi explicación –«Éste no es lugar adecuado»– lo convenciera en absoluto. Aun así, sólo una vez mandé al individuo literalmente a hacer puñetas. Ocurrió hace poco, en la calle Mayor de Madrid. Yo estaba parado en la acera, hablando por teléfono, y un transeúnte daba vueltas alrededor, esperando a que terminase para decirme algo. Como mi conversación se prolongaba, el hombre, impaciente, empezó a darme toquecitos en el hombro. Lo miré, sonreí, hice un ademán indicando el teléfono y seguí mi conversación. El tipo esperó unos treinta segundos y volvió a tocarme el hombro. Dejé de hablar y lo miré inquisitivo. «Tú eres Reverte, ¿verdad?», dijo entonces el fulano. Compuse otra sonrisa de excusa –esta vez me salió algo crispada–, seguí hablando por teléfono, y el prójimo, tras esperar un poco más, volvió a tocarme en el hombro. «Te sigo mucho», dijo. Ahí fue, lo admito, donde ya no pude contenerme: «Pues deje de seguirme –dije– y váyase a hacer puñetas».

En cualquier caso, nada de eso puede compararse con lo que me ocurrió hace algún tiempo, en el hoy desaparecido Gran Bar de Cartagena. Había entrado un momento en los servicios de hombres, yendo a situarme cara a la pared, donde uno se sitúa en tales lugares. El mingitorio vecino, separado del mío por un pequeño panel de mármol, estaba ocupado por un individuo, y allí nos aliviábamos ambos, codo con codo, cada uno ocupado en su asunto. De pronto, a media faena, el fulano se volvió a mirarme y exclamó: «¡Anda la hostia, si es Pérez-Reverte!». Imaginen mi situación. Aun así, con cierta presencia de ánimo, hice lo que pude: sin desatender la delicada operación en que me hallaba, sonreí y, algo cortado, dije buenos días. Mi vecino de toilette debía de ser un lector entusiasta, porque no satisfecho con el intercambio verbal, se aplicó unas sacudidas monumentales en el instrumento para acabar pronto, dijo «tanto gusto» y me tendió, por encima del panel de mármol, una mano franca. No sé qué habrían hecho ustedes en mi lugar. Yo tenía ambas manos ocupadas, por supuesto, donde pueden imaginar. Pero en la estrechez de aquello, no había escapatoria. Además, la sonrisa del fulano era feliz, resplandeciente de puro sincera. De verdad se alegraba de verme allí. Así que, resignado, liberé la diestra lo mejor que pude, y con ella estreché la de aquel hijo de puta.

El Semanal, 02 Diciembre 2007

Los presos de la Cárcel Real

Hoy vamos de historieta histórica, si me permiten. Merece la pena. En los últimos tiempos, y por razones de trabajo, me he visto entre libros y documentos bicentenarios, de esos que a veces estremecen y otras te dejan una sonrisilla cómplice cuando proyectas, sobre la prosa fría del documento, imaginación suficiente para revivir el asunto. El de hoy se refiere al dos de mayo de 1808, cuando Madrid estaba en plena pajarraca insurreccional contra las tropas francesas. Es rigurosamente verídico, aunque parezca esperpento propio de una película de Berlanga. Y es que, a veces, también la España negra tiene su puntito.

Todo empezó con una carta escrita a media mañana, cuando la ciudad era un tiroteo de punta a punta, la gente sublevada peleaba donde podía, y la caballería francesa cargaba contra paisanos armados con navajas en la puerta del Sol y la puerta de Toledo. La carta iba dirigida al director de la Cárcel Real de Madrid –situada junto a la plaza Mayor, hoy sede del ministerio de Asuntos Exteriores– por Francisco Xavier Cayón, uno de los reclusos, y estaba escrita en nombre de sus compañeros: «Abiendo advertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja armas y munisiones para la defensa de la Patria y del Rey, suplica, bajo juramento de volber a prisión con sus compañeros, se les ponga en libertad para ir a esponer su vida contra los estranjeros». Entregada al carcelero jefe Félix Ángel, la solicitud llegó a manos del director. Y lo asombroso es que, en vista del panorama y de que los presos, ya artillados de hierros afilados, tostones y palos, estaban montando una bronca de órdago, se les dejó salir a la calle bajo palabra. Tal cual.

Ahora imagínense el cuadro. Sin mucho esfuerzo, porque la Historia conservó los pormenores del episodio. De los noventa y cuatro reclusos, treinta y ocho prefirieron quedarse en el estarivel, a salvo con los boquis, y cincuenta y seis caimanes se echaron al mundo. Eran, claro, lo más fino de cada casa: gente del bronce y de puñalada fácil, chanfaina de los barrios crudos del Rastro, Lavapiés y el Barquillo, brecheros, afufadores, jaques de putas, Monipodios, Rinconetes, Cortadillos, Pasamontes y otras prendas, incluido un pastor de cabras que había dado unas cuantas mojadas a un tabernero por aguarle el morapio. Y, bueno. Como digo, salieron. De estampía. Lástima de foto que nadie les hizo. Porque menuda escena. Ignoro cuántas ermitas visitaron de camino aquellos ciudadanos para entonarse de uvas antes de la faena; pero unos franchutes, que manejaban en la plaza Mayor un cañón con el que hacían fuego hacia la calle de Toledo, vieron caerles encima una jábega de energúmenos morenos, patilludos, tatuados y vociferantes, que a los gritos de «¡Viva el rey!» y «¡Muerte a los gabachos!» se los pasaron literalmente por la piedra de amolar, dándole ajo a siete. En pleno escabeche, por cierto, se incorporó a la peña otro preso del talego del Puente Viejo de Toledo, que se había abierto sin ruegos ni instancias, por la cara. Se llamaba Mariano Córdova, era natural de Arequipa, Perú, y tenía veinte años. Venía buscando gresca y se les unió con entusiasmo. Ya se sabe: Dios los cría.

El zafarrancho de la plaza Mayor duró un rato, y tuvo su aquel. Los presos dieron la vuelta al cañón de los malos y le arrimaron candela a un escuadrón de caballería de la Guardia Imperial que cargaba desde la puerta del Sol. Al cabo, faltos de munición, inutilizaron el cañón y se desparramaron por las callejuelas del barrio, cachicuerna en mano, buscándose la vida. Entre carreras, navajazos y descargas francesas, palmaron el peruano Córdova y el ilustre manolo del barrio de la Paloma Francisco Pico Fernández. Su compañero Domingo Palén resultó descosido de asaduras y acabó en el Hospital General, y dos presos más se dieron por desaparecidos y, según los testigos, por fiambres. Pero lo más bonito, lo pintoresco del colorín colorado de esta singular historia, es que, de los cincuenta y dos restantes, sólo uno faltó al recuento final. Entre aquella noche y la mañana del día siguiente, cincuenta y un cofrades regresaron a la Cárcel Real, solos o en pequeños grupos. Me gusta imaginar a los últimos llegando al alba –alguno visitaría antes a la parienta, supongo– exhaustos, ensangrentados, provistos de armas y despojos de franceses, con los bolsillos llenos de anillos, monedas gabachas, dientes de oro y otros detallitos, tras haber hecho concienzudo alto en cuantas tabernas hallaron de camino. Con una sonrisa satisfecha y feroz pintada en el careto, supongo. Cincuenta y un presos de vuelta, y uno sólo declarado prófugo. Cumpliendo como caballeros, ya ven. Gente de palabra.

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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