Cuando falla la gravedad (16 page)

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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Cuando falla la gravedad
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Esperé un momento, hasta que se calmó un poco.

—Oh, caíd —dije—, dos personas han muerto por una bala y dos más han sido torturadas y violadas del mismo modo. Creo que habrá más muertes. He estado buscando a una amiga que ha desaparecido. Vivía con Tamiko y, asustada, me envió un mensaje. Temo por su vida.

«Papa» se enojó conmigo.

—No tengo tiempo para tus problemas —murmuró.

Todavía estaba preocupado por la afrenta de la muerte de Abdulay. En muchos aspectos, desde el punto de vista del anciano, era más aterrador aún que lo que el mismo asesino le había hecho a Tamiko.

—Estaba dispuesto a creer que tú eras el responsable, hijo mío. Si no hubieras demostrado tu inocencia, hubieras padecido una muerte lenta y terrible en esta habitación. Agradezco a Alá que no haya ocurrido tal injusticia. Tú eras la persona más indicada en quien descargar mi ira, pero ahora debo encontrar a otro. Sólo es cuestión de tiempo el que descubramos su identidad. —Apretó sus labios en una cruel e insensible sonrisa—. Dices que estabas jugando a cartas en el Café Solace. Los que estaban contigo tendrán la misma coartada, ¿quiénes son esos hombres?

Di el nombre de mis amigos, contento de proporcionar una explicación de su paradero, así no tendrían que enfrentarse a una inquisición como la mía.

—¿Quieres más café? —preguntó Friedlander Bey con expresión de fatiga.

—Que Alá nos guíe, ya tengo bastante.

—Que los tiempos te sean propicios —dijo él, lanzando un fuerte suspiro—. Ve en paz.

—Con tu permiso —dije poniéndome en pie.

—Que te levantes con salud por la mañana.

Pensé en Abdulay.

—Inshallah —repuse.

Me di la vuelta y la «roca parlante» ya había abierto la puerta. Sentí un gran alivio interior al salir de la habitación. Afuera, bajo un cielo despejado y negro tachonado de brillantes estrellas, se hallaba el sargento Hajjar, apoyado contra su coche patrulla. Me sorprendió. Creí que había regresado a la ciudad hacía rato.

—Veo que lo has hecho muy bien —me dijo—. Ve por el otro lado.

—¿Me siento delante? —pregunté.

—Si.

Subimos al coche, nunca me había sentado delante en un coche de policía. Si mis amigos pudieran verme...

—¿Quieres un cigarrillo? —dijo Hajjar, mientras sacaba un paquete de tabaco francés.

—No, no fumo.

Puso el motor en marcha y salimos haciendo un perfecto círculo. Nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, con las luces destellando y la sirena rugiendo.

—¿Quieres comprar algunas soneínas? —me preguntó —. Sé que las tomas.

Me habría gustado comprar más, pero me parecía extraño comprárselas a un policía. El tráfico de drogas estaba tolerado en el Budayén, del mismo modo que el resto de nuestras inofensivas debilidades. Algunos policías no hacían cumplir todas las leyes; podías comprar droga a muchos oficiales. Simplemente no confiaba en Hajjar.

—¿Por qué, de repente, te muestras tan amable conmigo? —le pregunté.

Se volvió hacia mí y sonrió.

—No esperaba que salieras de ese motel con vida —dijo—. Cuando cruzaste esa puerta tenías el visto bueno de «Papa» Bey estampado en la frente. Lo que está bien para «Papa» está bien para mí. ¿Lo ligas?

Entonces lo comprendí. Yo creía que Hajjar trabajaba para el teniente Okking y la policía, pero lo hacía para Friedlander Bey.

—¿Puedes llevarme a Frenchy? —dije.

—¿A Frenchy? Tu chica trabaja allí, ¿no?—Eres un pesado.

Se volvió y me sonrió de nuevo. —A seis kiam cada una. las soneínas.

—¿Seis? —pregunté —. Es ridículo. Las puedo conseguir por dos y medio.

—¿Estás loco? En ningún lugar de la ciudad puedes sacarlas por menos de cuatro.

—Está bien —dije—. Te daré tres kiam por cada una. Hajjar levantó los ojos.

—No fastidies —dijo con disgusto—. Que Alá me conceda vivir lo suficiente sin ti.

—¿Cuál es tu precio más bajo? Quiero decir el «más bajo».

—Ofrece lo que creas correcto. —Tres kiam —dije otra vez.

—Por ser tú —dijo Hajjar, serio—, te las dejaré a cinco y medio. —Tres y medio. Si no quieres mi dinero, encontraré quien lo quiera. —Que Alá me sostenga. Espero que tu proveedor esté bien.

—¡Qué demonios, Hajjar! De acuerdo, cuatro. —¿Qué?, ¿te crees que voy a hacerte un regalo?

—No son ningún regalo a este precio. Cuatro y medio. ¿Te parece bien?

—Está bien. Encontraré el consuelo en Dios. No me ganaré nada, pero dame el dinero y cerremos el trato.

Así es como los árabes de la ciudad regatean, en un zoco por un jarrón de bronce, o en el asiento delantero de un coche de policía.

Le di cien kiam y él me entregó veintitrés soneínas. Me recordó tres veces en el camino hacia Frenchy que me había dado una gratis, como regalo. Cuando llegamos al Budayén, no aminoró la marcha. Pasó ante la puerta entre aullidos de la sirena y se lanzó calle arriba, con la amable predicción de que la gente se apartaría de su camino, y casi todos lo hicieron. Cuando llegamos al club de Frenchy, y empezaba a salir del coche, me dijo en un tono de voz ofensivo:

—Hey, ¿no vas a invitarme a una copa?

De pie en la calle, cerré la portezuela de golpe y me incliné sobre la ventanilla.

—No puedo hacerlo, aunque quisiera. Si mis amigos me vieran bebiendo con un policía... , bueno, piensa lo que le pasaría a mi reputación. Los negocios son los negocios, Hajjar.

Sonrió.

—Y la acción es la acción. Lo sé, lo oigo todo el rato. Ya nos veremos.

Fustigó su coche patrulla otra vez, y bramó «Calle» abajo.

Ya me encontraba en el bar de Frenchy cuando recordé que mi ropa y mi cuerpo estaban llenos de sangre. Demasiado tarde. Yasmin ya me había visto. Refunfuñé. Necesitaba algo que me ayudara a soportar la escena que se avecinaba. Por fortuna, tenía todas esas soneínas.

9

El timbre del teléfono me despertó. Esta vez fue más fácil encontrarlo. Ya no tenía puestos los téjanos, donde solía llevarlo, ni la camisa de la noche anterior. Yasmin había decidido que era más cómodo tirarlos que intentar quitarles las manchas. Además, dijo que no quería pensar en la sangre de Sonny cada vez que recorriera mi muslo con sus uñas. Tenía otras camisas, los téjanos eran otra cuestión. Mi primer asunto del jueves sería buscar unos nuevos.

Así lo había planeado, pero aquella llamada telefónica lo alteró.

—¿Sí? —dije.

—¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Cómo estás?—Alabado sea Alá —dije—, ¿quién es?

—Te pido perdón, oh, inteligentísimo, creí que reconocerías mi voz. Soy Hassan.

Cerré los ojos con fuerza y los volví a abrir.

—Hola, Hassan. Friedlander Bey me contó anoche lo que le pasó a Abdulay. Me consuela que tú estés bien.

—Que Alá te bendiga, querido. De hecho, te llamo para transmitirte una invitación de Friedlander Bey. Desea que vayas a su casa a comer con él. Te enviará un coche con chófer.

Ésa no era mi forma favorita de empezar el día.

—Creí haberle persuadido anoche de que yo era inocente.

Hassan se rió.

—No tienes por qué preocuparte. Es una simple invitación amistosa. A Friedlander Bey le gustaría reparar la tensión nerviosa que te hizo pasar. También hay una o dos cosas que le gustaría preguntarte. Podría haber mucho dinero para ti, Marîd, hijo mío.

No me interesaba el dinero de «Papa», pero no podía rechazar su invitación, eso no se hacía en su ciudad.

—¿Cuándo llegará el coche? —pregunté.

—Muy pronto. Despéjate y escucha con atención cualquier sugerencia que Friedlander Bey te haga. Si eres listo, le sacarás provecho. —Gracias, Hassan. —No se merecen —dijo, y colgó.

Me recosté en la almohada y pensé. Años atrás, me había prometido a mí mismo que jamás aceptaría dinero de «Papa», aunque fuera un pago legítimo por un servicio prestado, pues hacerlo te incluía en la extensa categoría de sus «amigos y representantes». Yo era un agente independiente y tenía que ir con mucho cuidado esa tarde si quería conservar mi estado.

Yasmin todavía dormía y no iba a molestarla, Frenchy no abría hasta la puesta de sol. Fui al lavabo, me lavé la cara y los dientes. Tendría que ir a casa de «Papa» vestido con el traje local. No le di importancia. «Papa» lo interpretaría como un cumplido. Eso me recordó que debía llevarle algún regalito, se trataba de una entrevista completamente distinta a la de la noche anterior. Terminé mi breve aseo y me vestí, cambié la kefiyya por el gorro de punto de mi lugar de origen. Metí el dinero, el teléfono y las llaves en mi bolsa, eché un vistazo al apartamento con un vago presentimiento y salí. Debí dejar una nota a Yasmin explicándole adonde iba, pero pensé que si no regresaba jamás, la nota no iba a servirme de nada.

Una lluvia acompañaba al sol de la cálida tarde. Fui a una tienda cercana, compré una cesta de frutas variadas y regresé a la puerta del edificio de mi apartamento. Disfruté del olor fresco y limpio de la lluvia sobre la acera. Vi una gran limusina negra que me esperaba con el motor en marcha. Un chófer uniformado se hallaba en el portal de mi edificio, resguardándose de la fina lluvia. Me saludó al acercarme y me abrió la portezuela trasera del costoso automóvil. Entré dirigiendo una silenciosa oración a Alá y oí el golpe de la puerta al ser cerrada. Poco después el coche se puso en movimiento hacia la gran casa de Friedlander Bey.

Un guardia uniformado custodiaba la puerta del alto muro, cubierto por la hiedra, que el coche cruzó. El camino, pavimentado de grava, serpenteaba grácil por entre un paisaje dispuesto con sumo cuidado. Una profusión de vivaces flores tropicales brotaban por todas partes y, tras ellas, las altas palmeras y los bananeros. El efecto era más natural y alegre que los artificiales arreglos que rodeaban la casa de Lutz Seipolt. La conducción era lenta, los neumáticos del coche arrancaban chasquidos de la grava. Intramuros todo permanecía silencioso y tranquilo, como si «Papa» hubiera conseguido aislarse del ruido y del clamor de la ciudad, y también de los visitantes indeseados. Era un edificio de sólo dos plantas, pero se alzaba sobre un solar carísimo de una buena finca, en el centro de la ciudad. Tenía varias torres —llenas de vigilantes sin duda—, y la casa de Friedlander Bey tenía su propio minarete. Me preguntaba si «Papa» tenía su propio muecín para llamarle a sus devociones.

El conductor se detuvo ante la amplia escalera de mármol de la entrada principal. No sólo me abrió la portezuela trasera del coche, sino que me acompañó hasta el final de la escalera. Fue él quien llamó a la bruñida puerta de caoba de la casa. Un mayordomo, u otro criado, nos abrió y el chófer dijo:

—El invitado del señor.

El chófer regresó al coche y el mayordomo me hizo una reverencia. Me encontraba en la casa de Friedlander Bey. La magnífica puerta se cerró despacio detrás de mí y el aire fresco y seco acarició mi rostro sudado. La casa tenía un sutil olor a incienso.

—Por aquí, por favor —me indicó el mayordomo—. El señor se encuentra orando en este momento. Puede esperar en la antecámara.

Le di las gracias al mayordomo, que me deseó de corazón que Alá me concediese toda clase de bondades. Luego desapareció, y me dejó solo en la pequeña habitación. Paseé por ella con indiferencia mientras admiraba los preciosos objetos que «Papa» había adquirido durante su larga y dramática vida. Por fin, se abrió una puerta y una de las «rocas» me hizo una seña. Vi a «Papa» doblando su alfombra de oración y guardándola en un armario. En su despacho había un mihrab, una cavidad semicircular que se encuentra en toda mezquita e indica la dirección a La Meca.

Friedlander Bey se volvió hacia mí, y en su rollizo y lúgubre rostro brilló una auténtica sonrisa de bienvenida. Se acercó a saludarme. Proseguimos con todas las formalidades. Le ofrecí mi regalo y estuvo encantado.

—Las frutas parecen suculentas y tentadoras —dijo, al tiempo que colocaba la cesta en la mesita baja—. Las probaré después de la puesta de sol, hijo mío. Ha sido muy amable por tu parte acordarte de mí. Ahora, ¿quieres ponerte cómodo? Hemos de hablar y, cuando sea el momento apropiado, te ruego que me acompañes en mi comida.

Me indicó un antiguo diván lacado que tenía aspecto de valer una pequeña fortuna. Él descansó en su compañero, mirándome a través de varios metros de exquisita alfombra, azul celeste y dorada. Esperé a que iniciara la conversación.

Acarició su mejilla y me miró, como si no lo hubiera hecho bastante la noche anterior.

—Por tu tez, veo que eres un magrebí —dijo—, ¿tunecino tal vez?—No. oh, caíd. Nací en Argelia.

—Seguramente uno de tus padres era de procedencia berebere.

Eso me molestó un poco. Tenía viejas e históricas razones para irritarme, pero son antiguas y aburridas, y carecen de importancia. Evité la polémica árabe-berebere al responder:

—Soy musulmán, oh, caíd, y mi padre era francés.

—Un proverbio dice que si preguntas a una muía su linaje, sólo te dirá que uno de sus padres era un caballo.

Lo tomé como una leve reprobación; la referencia a muías y pollinos es más significativa si se considera, como los árabes, que el asno, igual que el perro, son los animales más sucios. «Papa» debió notar que sólo me había irritado más, porque se rió de modo conciliador y movió una mano.

—Perdóname, hijo mío. Me parecía que tienes un fuerte acento del dialecto del Magreb. Por supuesto, el árabe de la ciudad es una mezcla de magrebí, egipcio, levantino y persa. Dudo que alguien hable árabe puro, si es que ese alguien existe, excepto en el Recto Sendero. No pretendía ofenderte. Y debo hacer extensiva la disculpa a mi trato de anoche. Espero que comprendas mis motivos.

Asentí serio, mas no respondí.

Friedlander Bey prosiguió:

—Es necesario que volvamos al desagradable tema que discutimos brevemente en el motel. Estos asesinatos deben cesar. No hay otra alternativa. Por el momento, tres de las cuatro víctimas estaban relacionadas conmigo. No puedo entender estos crímenes sino como un ataque personal, directo o indirecto.

—¿Tres de las cuatro? —pregunté —. Desde luego, Abdulay Abu-Zayd era uno de tus hombres. Pero ¿el ruso? ¿Y las dos «Viudas Negras»? Ningún tipo se atrevería a forzar a las «hermanas». Tamiko y Devi eran famosas por su feroz independencia.

«Papa» hizo un leve gesto de disgusto.

—No tengo nada que ver con las «Viudas Negras» en lo relativo a su prostitución. Mis intereses están en un plano más elevado, aunque muchos de mis asociados saquen provecho en proporcionar toda clase de vicios. Las «hermanas» estaban autorizadas a quedarse cada kiam que ganaban y que les aprovecharan. No, ellas realizaban otros servicios para mí, servicios de naturaleza reservada, peligrosa y necesaria.

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