Al llegar al hotel dejé a la rubia en una cómoda silla del vestíbulo. Se llamaba Trudi a secas, me dijo con despreocupación, simplemente. Trudi. Era una amiga íntima de Lutz Seipolt. Llevaba más de una semana en su casa. Les había presentado un amigo común. Esa Trudi era una chica bonita y espectacular, y no podía pedir un hombre más dulce que Seipolt; a pesar de todos esos crímenes e intrigas, él enloquecía a la gente.
Fui a hacer la llamada telefónica, pero no quería hablar con nadie del hotel, sino con Okking. Me dijo que cuidara de Trudi hasta que él pudiera mover su culo gordo. Me desconecté los daddies que llevaba, y volví a ponerme el de alemán; sin él, no hubiera podido decirle a Trudi ni una sola palabra. Entonces aprendí el «Hecho de Importancia Vital 154» sobre los potenciadores especiales que «Papa» me había dado.
En este mundo todo tiene un precio.
¿Veis?, lo sabía. Lo aprendí hace mucho tiempo, en las rodillas de mi madre. Es algo que olvidas y necesitas aprender de nuevo a cada poco rato. Nadie hace nada por nada.
Todo el tiempo que estuve en casa de Seipolt. los daddies controlaban mis hormonas. Cuando volví a la casa para investigar en el escritorio de Seipolt, hubiera debido sentirme indefenso y mareado, al saber que los cuerpos mutilados no llevaban mucho tiempo muertos, al saber que el bastardo de Khan podía estar todavía merodeando por allí. Cuando Trudi gritó: «¿Lutz?», debía haberme provocado un ataque de nervios.
Al desconectarme los daddies supe que no había evitado esas terribles sensaciones, sino que las había relegado. De repente, mi cerebro y mis nervios se liaron en una angustiosa maraña, como una madeja de hilo. No podía desenredar las distintas corrientes emocionales: por un lado, puro y sorprendente horror contenido por los daddies durante unas horas; por otro, furia repentina, dirigida contra Khan por la satánica manera que había elegido de salir del anonimato y hacerme testigo de los resultados de sus infames actos; por otro, dolor físico y cansancio máximo, mientras la fatiga envenenaba mis músculos y me dejaba casi desvalido (el daddy había dicho a mi cerebro y a mi parte carnal que ignorase el agravio y la fatiga y ahora los estaba sufriendo a ambos). Me di cuenta de la terrible sed que tenía y de que empezaba a sentir un poco de hambre. Mi vejiga, a la que el daddy había ordenado no comunicarse con ninguna otra parte de mi cuerpo, se encontraba a punto de estallar. Se estaba vertiendo ACTH en mi cuerpo, y eso hacía que me preocupara aún más. Mis suprarrenales bombeaban epinefrina, y hacían que mi corazón latiera con más rapidez todavía, preparándome para luchar o volar, sin importar que la amenaza hubiera desaparecido hacía rato. Experimentaba la reacción que normalmente hubiera atravesado hace unas tres o cuatro horas, condensada en un sólido y desgarrador flujo de emociones y privaciones.
Volví a conectarme los daddies tan rápido como pude, y el mundo dejó de tambalearse. En un minuto volví a sentirme en calma. Mi respiración se tornó normal, mi corazón se tranquilizó, la sed, el hambre, el odio, el cansancio y la sensación de tener la vejiga llena se esfumaron. Me sentí agradecido, pero supe que sólo lo estaba retrasando; cuando se produjera, sería el fin de todo y, a su lado, la peor resaca de droga que he conocido, parecería un beso fugaz en la oscuridad. Las resacas, ils sontunmotherfucker, n'est-cepas, monsieur?
Me veía obligado a estar de acuerdo.
Mientras regresaba al vestíbulo con Trudi, alguien me llamó. Estaba contento de haberme conectado otra vez los daddies. No me gusta que griten mi nombre en lugares públicos, en especial cuando voy disfrazado.
— ¿Monsieur Audran?
Me di la vuelta y dirigí una gélida mirada a uno de los empleados del hotel.
—Si —dije.
—Han dejado un mensaje para usted en su casillero.
Notaba que tenía problemas con mi galabiyya y mi keffiya. Tenía la impresión de que sólo había europeos en aquel bonito y limpio hotel.
Era moderadamente imposible que alguien hubiera dejado un mensaje para mí por dos razones: la primera, que nadie sabía que me encontraba allí; y la segunda, que me había registrado bajo nombre falso. Quería ver qué necio error había cometido y luego arrojárselo al rostro de los camisas tiesas del hotel. Cogí el mensaje.
Papel de computadora, ¿no?
AUDRAN:
TE HE VISTO EN CASA DE SEIPOLT, PERO NO ERA EL MOMENTO
ADECUADO.
LO SIENTO.
TE QUIERO TODO PARA MÍ, SOLO Y TRANQUILO.
NO DESEO QUE NADIE PIENSE QUE SÓLO ERES PARTE DE UN
FORTUITO GRUPO DE VÍCTIMAS.
CUANDO ENCUENTREN TU CUERPO,
QUIERO ASEGURARME DE QUE SE ENTEREN
QUE RECIBISTE UNA ATENCIÓN INDIVIDUAL
KHAN
Con injertos o no, las rodillas me fallaban. Doblé la nota y la metí en mi bolsa.
—¿Se encuentra bien, monsieur! —preguntó el empleado.
—La altura — dije—. Siempre me cuesta un poco acostumbrarme.
—Pero si aquí no hay ninguna —dijo perplejo.
—Eso es lo que quiero decir.
Regresé j unto a Trudi.
Me sonrió como si la vida hubiera perdido su valor mientras yo estaba fuera. Me pregunté qué pensaba. Todo «solo y tranquilo». Me sobresalté.
—Siento haber permanecido tanto tiempo fuera —murmuré.
Le hice una pequeña reverencia y me senté a su lado.
—He estado bien —dijo. Se pasó un buen rato cruzando y descruzando sus piernas. De allí a Osaka, todo el mundo debió mirar cómo lo hacía—. ¿Ha hablado con Lutz?
—Sí. Estuvo aquí, pero tenía un asunto urgente que resolver. Algo oficial con el teniente Okking.
—¿Teniente?
—Es el encargado de controlar que no suceda nada malo en el Budayén. ¿Ha oído hablar de esa parte de la ciudad?
Asintió.
—Pero ¿por qué querría el teniente Okking hablar con Lutz? Él no tiene nada que ver con el Budayén, ¿verdad?
Sonreí.
—Perdóneme, querida, pero parece un poco ingenua. Nuestro amigo es un hombre muy ocupado, siempre con mucho trabajo. Dudo que suceda algo en la ciudad que Lutz Seipolt no sepa.
—Me lo imagino.
Todo mentira. Seipolt era un ejecutivo medio, en el mejor de los casos. Estaba claro que no se trataba de Friedlander Bey.
—Ha enviado un coche para nosotros, para que nos encontremos tal y como habíamos planeado. Luego decidiremos qué hacer el resto de la noche.
Su rostro volvió a iluminarse. No se perdería su nuevo vestido y su noche gratis en la ciudad.
—¿Quiere beber algo mientras esperamos? —pregunté.
Así es como pasamos el tiempo hasta que un par de policías de paisano de placa dorada se arrastraron con cansancio por la gruesa alfombra azul hacia nosotros. Me levanté, hice las presentaciones y dejamos a los buenos amigos del vestíbulo del hotel. Continuamos nuestra agradable conversación en el trayecto hacia las inmediaciones de. la comisaría. Subimos la escalera pero el sargento Hajjar me detuvo. Los dos hombres de paisano escoltaron a Trudi a ver a Okking.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hajjar de malos modos.
Estaba comportándose como todo un policía. Sólo para demostrarme que podía hacerlo.
—¿Qué crees que ha sucedido? Xarghis Khan, que buscaba a Seipolt y a tu jefe, ha dado un paso más. Muy concienzudo es ese chico. Si yo fuera Okking, estaría más nervioso que una mierda. Quiero decir que el teniente es todavía un paso sin dar.
—Él lo sabe. Nunca le había visto tan impresionado. Le hice un regalo de treinta o cuarenta paxium. Se tomó un buen puñado para comer —dijo Hajjar sonriendo.
Uno de los policías uniformados salió de la oficina de Okking.
—Audran —dijo, e inclinó la cabeza ante mí.
Era parte del equipo, todos me respetaban.
—Un minuto —me volví hacia Hajjar—. Escucha, quiero echarle un vistazo a lo que saquéis del escritorio y los archivos de Seipolt.
—Me lo imagino —dijo Hajjar—. El teniente se halla demasiado atareado para ocuparse de eso. Me ha ordenado que me encargue de todo. Me aseguraré de que lo veas antes.
—Muy bien. Es importante. Al menos, eso espero.
Entré en el recinto acristalado de Okking justo cuando los dos policías de paisano acompañaban a Trudi fuera. Me sonrió y me dijo:
—Marhaba.
Entonces me di cuenta de que ella hablaba árabe también.
—Siéntate, Audran —dijo Okking, con voz ronca.
Me senté.
—¿Adonde la llevas?
—Vamos a interrogarla en profundidad. Vamos a escudriñar su cerebro a conciencia. Luego, dejaremos que se vaya a su casa, dondequiera que esté.
Eso me pareció buen trabajo de policía. Me pregunté si Trudi estaría en condiciones de irse cuando la hubieran escudriñado. Emplean hipnosis, drogas y estimulación eléctrica del cerebro, lo cual es un poco tortuoso. Eso es lo que tengo entendido.
—Khan se está acercando —dijo Okking—, pero el otro no ha asomado desde lo de Nikki.
—No sé lo que eso significa. Dime, teniente, ¿Trudi no es Khan? Quiero decir, ¿podía haber sido James Bond alguna vez?
Me miró como si yo estuviera loco.
—¿Cómo puedo saberlo? Nunca he visto a Bond en persona, hacíamos los tratos por teléfono, por correo. Tú eres la única persona vivaque lo ha visto cara a cara; por eso no puedo deshacerme de esa molesta sospecha, Audran. Hay algo raro en ti.
¿En mí? Me pareció una desfachatez, sobre todo proviniendo de un agente extranjero que se embolsaba cheques de los nacionalsocialistas. Me molestaba oír que Okking no sería capaz de reconocer a Khan en una rueda de presos, si tuviéramos suerte. No sabía si me mentía, aunque era probable que dijera la verdad. Sabía que se hallaba al principio de la lista, si no el primero, para ser ejecutado. Hablaba en serio cuando me dijo lo de no abandonar la habitación: había instalado un catre en su oficina y sobre la mesa de su despacho se veía una bandeja con alimentos sin acabar.
—Lo único que sabemos seguro es que ambos usan sus moddies no sólo para matar, sino para sembrar el terror. Tu tipo lo está haciendo muy bien —dije. Okking me dirigió una mirada terrible, pero ¡qué demonios!, era la verdad—. Tu tipo ha cambiado de Bond a Khan. El otro sigue siendo el mismo, por lo que yo sé. Espero que el matador de rusos se haya ido a casa. Me gustaría estar seguro, a ciencia cierta, de que ya no tenemos que preocuparnos más por él.
—Sí —dijo Okking.
—¿Le sacaste algo útil a Trudi antes de mandarla abajo? Okking se encogió de hombros y cogió un bocadillo de la bandeja. —Sólo la información habitual. Su nombre y todo eso. —Me gustaría saber cómo se ha enrollado con Seipolt. Okking levantó las cejas.
—Fácil, Audran. Seipolt era el mejor postor de esta semana. Solté un exasperado suspiro.
—Me lo imaginaba, teniente. Me dijo que alguien le había presentado a Seipolt. —Mahmud.
—¿Mahmud? ¿Mi amigo Mahmud? ¿El que solía ser una tía en el club de Jo-Mama antes de cambiarse de sexo?
—Ése.
—¿Qué saca Mahmud de esto?
—Mientras estuviste en el hospital, Mahmud se convirtió en promotor. Tomó el puesto que la muerte de Abdulay dejó vacante.
Mahmud. En un par de zancadas, había pasado de ser una dulce cosita que trabajaba en los clubs griegos, a una pequeña artista de la cama, a un importante promotor de la trata de blancas. Pensé: «¿En dónde, si no es en el Budayén, podía suceder algo así?». Igualdad de oportunidades para todos.
—Tengo que hablar con Mahmud —murmuré.
—Le he avisado. Estará aquí en seguida, en cuanto mis muchachos le encuentren.
—Hazme saber lo que te dice. Okking esbozó una mueca de sonrisa.
—Por supuesto, amigo. ¿No te lo he prometido? ¿No se lo he prometido a «Papa»? ¿Qué más puedo hacer por ti?
Me levanté y me incliné sobre su escritorio.
—Mira, Okking, tú estás acostumbrado a ver trozos de cuerpos esparcidos por las bonitas salas de estar de la gente, pero no te puedes ir sin recogerlos. —Le enseñé mi último mensaje de Khan—. Quiero saber si me puedes dar un arma o algo.
—¿A mí qué cojones me importa? —respondió tranquilamente, casi hipnotizado por la nota de Khan.
Esperé. Me miró y atrajo mi atención. Abrió un cajón de su escritorio y sacó varias armas.
—¿Cuál quieres?
Había un par de pistolas de agujas, otro par de pistolas estáticas, una gran pistola automática de proyectiles. Escogí una pequeña pistola de agujas Smith & Wesson y el cañón de la General Electric. Okking puso para mí una caja de cargadores de agujas sobre su cuaderno de notas, doce agujas en cada cargador, cien cargadores en la caja. Los cogí y me los guardé en el bolsillo.
—Gracias —dije.
—¿Te sientes protegido ahora? ¿Te proporcionan un sentimiento de invulnerabilidad?
—¿Te sientes tú invulnerable, Okking?
Su sorna se tambaleó y se quebró.
Al infierno —repuso.
Con la mano me indicó que me fuera. Salí de allí más agradecido que nunca.
Cuando abandonaba el edificio, el cielo se oscurecía por el este. Por toda la ciudad se oía la grabación de los gritos de los muecines desde los minaretes. Había tenido un día muy ocupado. Necesitaba una copa, pero todavía tenía cosas que hacer antes de descansar un poco. Caminé hasta el hotel, subí a mi habitación, me quité la ropa y tomé una ducha. Dejé que el agua caliente golpeara mi cuerpo durante un cuarto de hora. Di vueltas como un cordero en el asador. Me lavé el cabello y me enjaboné la cara durante dos o tres minutos. La barba tenía que desaparecer, era pesado, pero necesario. Yo obraba con astucia, mas el recordatorio de Khan en mi buzón dejaba claro que no con la suficiente. Primero, corté mi largo cabello marrón rojizo.
No me había visto el labio superior desde que era un adolescente, así que las cortas y ásperas pasadas de la navaja de afeitar suscitaron un ápice de arrepentimiento en mí. Pasaron rápido; al cabo de un rato, sentía verdadera curiosidad por ver cómo quedaba. En otros quince minutos, había eliminado mi barba por completo, repasando mi cuello y mi rostro hasta que la piel me escoció y la sangre brotó de los cortes rojos.
Cuando me di cuenta de lo que yo mismo me recordaba, no pude contemplar mi imagen por más tiempo. Me lavé con agua fría y me sequé. Me imaginé haciendo morisquetas burlonas a Friedlander Bey y al resto de los sofisticados indeseables de la ciudad. Luego, tomando el camino de regreso a Argelia y pasando el resto de mi vida allí, viendo morir a las cabras.