Cuentos completos (212 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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»Una sola cosa queda de esos días de hace medio siglo. Y esa cosa es el respeto de la humanidad por la ciencia. Tenemos prohibiciones: el cigarrillo está prohibido para las mujeres, lo mismo que los cosméticos; los vestidos escotados y las faldas cortas no se conocen; el divorcio está mal visto. Pero la ciencia no ha sido restringida… todavía.

»A la ciencia le corresponde, entonces, ser circunspecta, para evitar enardecer a la gente. Sería muy fácil hacerles creer —y Otis Eldredge en sus discursos casi lo ha conseguido— que fue la ciencia la que causó los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia aventajó a la cultura, dirán, la tecnología aventajó a la sociología, y fue ese desequilibrio el que casi destruyó al mundo. De algún modo, me inclino a creer que en eso, no están tan lejos de la verdad.

»¿Pero sabes lo que pasaría si alguna vez se llegara a eso? La investigación científica sería prohibida; o, si no van tan lejos, sería estrictamente regulada para que se ahogara en su propia decadencia. Sería una calamidad de la cual la humanidad no se recobraría ni en un milenio.

»Y tu vuelo de prueba puede precipitar todo esto. Estás enardeciendo al público hasta un grado tal, que se hará difícil calmarlo. Te lo advierto, John. Tú sufrirás las consecuencias".

Durante un minuto reinó un absoluto silencio, luego Harman forzó una sonrisa.

—Vamos, Howard, estás dejando que unas sombras en la pared te asusten. ¿Estás tratando realmente de decirme que crees en serio que el mundo está a punto de sumergirse en una segunda Época Oscura? Después de todo, los hombres inteligentes están del lado de la ciencia, ¿no es cierto?

—Si lo están, no quedan muchos, por lo que veo.

Winstead sacó una pipa de un bolsillo y la llenó de tabaco antes de proseguir.

—Hace dos meses Eldredge formó una Liga de Virtuosos —la llaman LV— y ha crecido increíblemente.
Hay veinte millones de miembros en los Estados Unidos solamente.
Eldredge alardea de que después de las próximas elecciones el Congreso será suyo, y aparentemente parece haber más verdad que farsa en lo que dice. Ya ha habido agotadores cabildeos a favor de una ley que prohíba los experimentos con cohetes, y se han sancionado leyes de ese tipo en Polonia, Portugal y Rumania. Sí, John, estamos peligrosamente próximos a una abierta persecución de la ciencia.

Winstead fumaba ahora con rápidas y nerviosas aspiraciones.

—¡Pero si tengo éxito, Howard, si tengo éxito! ¿Qué sucederá entonces?

—¡Bah! Ya sabes la chance que tienes. Tus propias estadísticas te dan una chance sobre diez de salir con vida.

—¿Qué significado tiene eso? El próximo que experimente aprenderá de mis errores, y las posibilidades mejorarán. Así es el método científico.

—El populacho no «sabe nada de métodos científicos, y no quiere saber. Bien, ¿qué dices? ¿Lo postergarás?

Harman saltó sobre sus pies, y su silla se dio vuelta bruscamente.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? ¿Quieres que abandone así como así el trabajo de toda mi vida, mi sueño? ¿Piensas que voy a quedarme sentado esperando que tu
querido
público se vuelva benévolo? ¿Piensas que cambiarán durante el tiempo que
me
queda de vida?

»Esta es mi respuesta: tengo el inalienable derecho de buscar el conocimiento. La ciencia tiene el inalienable derecho de progresar y desarrollarse sin interferencias. El mundo, al interferir conmigo, está equivocado; yo estoy en lo cierto. Y encontraré oposición, pero de
ninguna manera
renunciaré a mis derechos.

Winstead sacudió la cabeza con pesar.

—Estás equivocado, John, cuando hablas de derechos "inalienables". Lo que tú llamas un "derecho" es apenas un privilegio,
que generalmente se acepta.
Lo que está bien, es lo que la sociedad acepta; lo que no acepta, está mal.

—¿Acaso tu amigo Eldredge estaría de acuerdo con esa definición de su "virtud"? —preguntó Harman con amargura.

—No, no lo estaría; pero eso es irrelevante. Tomemos el caso de esas tribus africanas que solían ser caníbales. Eran educados como caníbales, tienen una larga tradición de canibalismo, y su sociedad acepta esa práctica. Para ellos, el canibalismo está bien, y ¿por qué no? Lo que te demuestra cuán relativa es la idea, y cuán pueril es tu concepción de tu "inalienable" derecho a hacer experimentos.

—Tú sabes, Howard, erraste tu vocación al no ser abogado —Harman se estaba enojando de verdad—. Has estado echando mano de cuanto apolillado argumento se te ocurrió. Por amor de Dios, hombre, ¿acaso tratas de fingir que rehusarse a adaptarse al rebaño es un crimen? ¿Abogas por la uniformidad absoluta, por lo corriente, lo ortodoxo, lo cotidiano? La ciencia moriría más rápido con el programa que tú sustentas que con las prohibiciones gubernamentales.

Harman se puso de pie y su dedo acusador señaló al otro.

—Estás traicionando a la ciencia y a la tradición de esos gloriosos rebeldes como Galileo, Darwin, Einstein, y otros. Mi cohete despega mañana tal como se había programado, a pesar de tu opinión y de todos los estirados de los Estados Unidos. Así será, y me rehúso a seguir escuchándote. Así que puedes irte.

El director del Instituto se volvió hacia mí, con el rostro alterado.

—Usted es mi testigo, joven; traté de prevenir a este redomado tonto, a este… loco fanático. Bufó un poco, y salió a grandes trancos, el vivo retrato de la furibunda indignación.

Harman se volvió hacia mí después de esta partida.

—Bien, ¿qué te pareció? Supongo que estarás de acuerdo con él.

Había una sola respuesta posible, y yo la usé.

—Me paga para que cumpla órdenes, jefe. Así que estoy de su lado.

En ese momento llegó Shelton y Harman nos encomendó a ambos que revisáramos los cálculos de la órbita de vuelo por enésima vez, mientras él se iba a acostar.

El día siguiente, 15 de julio, amaneció en todo su esplendor, y Harman, Shelton y yo estábamos casi alegres cuando cruzamos el Hudson hacia el sitio donde el Prometheus —custodiado por una adecuada escolta policial— se erguía con deslumbrante grandeza.

A su alrededor, contenida por las sogas a una distancia aparentemente segura, se agitaba una muchedumbre de gigantescas proporciones. La mayoría parecían hostiles, vociferantes. En realidad, durante un fugaz momento, mientras la escolta motorizada nos abría camino entre la multitud, los gritos e imprecaciones que hirieron nuestros oídos casi me convencieron de que debíamos haber escuchado a Winstead.

Pero Harman no prestó ninguna atención, aparte de una irónica mueca al oír el grito de: "Ahí va John Harman, hijo de Belial." Con calma, dirigió nuestra tarea de inspección. Examiné las paredes externas de treinta centímetros de espesor y busqué filtraciones en las tomas de aire, asegurándome de que el purificador de aire funcionara. Shelton examinó la pantalla protectora y los tanques de combustible. Finalmente, Harman se probó el tosco traje espacial, y al encontrarlo apropiado, anunció que estaba listo.

La muchedumbre se agitó. Sobre una improvisada plataforma de madera erigida en medio de la confusión de la turba, apareció una figura llamativa. Alta y delgada, de rostro ascético, ojos ardientes y hundidos, entrecerrados y atisbantes; una melena espesa y blanca que coronaba todo lo demás: Otis Eldredge. La muchedumbre lo reconoció de inmediato y lo vivó. El entusiasmo fue en aumento y muy pronto la turbulenta masa humana enronqueció gritando su nombre.

Alzó una mano pidiendo silencio, se volvió hacia Harman, quien lo contempló con sorpresa y disgusto, y lo señaló con un dedo largo y huesudo.

—John Harman, hijo del diablo, súbdito de Satán, estás aquí con un propósito maligno. Estás a punto de emprender un blasfemo intento de desgarrar el velo a través del cual no le está al hombre permitido pasar. Estás probando el fruto prohibido del Paraíso, pero ten cuidado de no probar al mismo tiempo los frutos del pecado.

La muchedumbre lo vivó haciéndose eco de sus palabras y él prosiguió:

—El dedo de Dios te señala, John Harman, No permitirá que se profanen sus obras. Hoy morirás, John Harman. —Su voz aumentó en intensidad y sus últimas palabras fueron pronunciadas con fervor profético.

Harman se alejó con desdén.

—¿Hay algún medio, oficial, de hacer circular a los espectadores? —dijo con voz alta y clara dirigiéndose a un sargento de policía—. Durante el vuelo de prueba pueden ocurrir algunas explosiones, y la muchedumbre se ha acercado demasiado.

—Si teme ser linchado, señor Harman, será mejor que lo diga —respondió el policía con tono seco y poco amistoso—. Sin embargo, no debe preocuparse. Los contendremos. En cuanto al peligro… de ese
artefacto…
—Olfateó audiblemente en dirección al Prometheus, provocando un torrente de gritos y burlas.

Harman no dijo nada más, sino que subió a la nave en silencio. Y cuando lo hizo, una extraña quietud se apoderó de la multitud, una palpable tensión. Nadie intentó abalanzarse sobre la nave, algo que yo había creído inevitable. Por el contrario, el mismo Otis Eldredge les gritó a todos que retrocedieran.

—Dejad al pecador librado a sus pecados —gritó—. "La venganza es mía", dijo el Señor.

Cuando el momento se acercaba, Shelton me dio un codazo.

—Salgamos de aquí —me susurró con tensa voz—. Esos gases del cohete son veneno.

Diciendo esto, rompió a correr, haciéndome ansiosas señas para que lo siguiera.

No habíamos llegado aún al borde de la muchedumbre cuando oí un terrible rugido a mis espaldas. Una ola de aire caliente cayó sobre mí. Oí el sibilante y aterrador sonido de un objeto que pasaba a toda velocidad, y fui arrojado al suelo con violencia. Durante unos minutos yací atontado, con los oídos silbándome y la cabeza vacilante.

Cuando me tambaleé hasta ponerme de pie como un borracho, vi un espantoso espectáculo. Evidentemente, todas las reservas de combustible del Prometheus habían explotado al mismo tiempo, y había un abismal agujero en el sitio en que la nave había estado un momento antes. El suelo estaba sembrado de fragmentos. Los gritos de los heridos eran desgarradores y los cuerpos mutilados; pero no trataré de describirlos.

Un débil gruñido que provenía de mis pies atrajo mi atención. Una mirada, y jadeé de horror, porque era Shelton, con la parte posterior de su cabeza convertida en una masa sanguinolenta.

—Yo lo hice —su voz era ronca y triunfal pero tan baja que apenas si pude oírlo—. Yo lo hice. Yo rompí los compartimientos de oxígeno líquido y cuando la chispa llegó a la mezcla acetílica toda la maldita cosa explotó. —Jadeó y trató de moverse pero no pudo—. Un fragmento debe haberme alcanzado, pero no me importa. Moriré sabiendo que…

Su voz no era más que un áspero susurro y en su rostro había una extática expresión de martirio. Murió, y no pude lograr que mi corazón lo condenara. Entonces pensé por primera vez en Harman. Ya habían llegado ambulancias de Manhattan y de Jersey City, y una se había apresurado hacia una zona boscosa a alrededor de quinientos metros de distancia donde, entre las copas de los árboles, colgaba un astillado fragmento del compartimiento delantero del Prometheus. Me arrastré hasta allí tan rápido como pude; pero sacaron a Harman y se alejaron con golpes de sirena mucho antes de que yo lograra llegar. Después de eso, no me quedé. La muchedumbre desorganizada no pensaba en otra cosa que no fueran los muertos y los heridos
ahora,
pero cuando se recuperara, y sus pensamientos se inclinaran hacia la venganza, mi vida no valdría un centavo. Seguí los dictados de la mejor parte del valor, y desaparecí silenciosamente.

La semana siguiente trascurrió en un frenesí. Durante ese tiempo, me oculté en la casa de un amigo, porque hubiera sido apreciar poco mi vida si me hubiera permitido salir y ser reconocido. El mismo Harman estaba en el hospital de Jersey City, solo con heridas y cortes superficiales, gracias a la fuerza de retroceso de la explosión y al salvador bosquecillo de árboles que amortiguó la caída del Prometheus. Sobre él cayó el embate de la ira del mundo.

Nueva York, y el resto del mundo también, estuvieron a punto de volverse locos. Todos los últimos periódicos de la ciudad salían con gigantescos titulares, "28 Muertos - 73 Heridos - El Precio del Pecado" impresos en letras rojo sangre. Los editoriales bramaban pidiendo la vida de Harman, demandando que fuera arrestado y condenado por asesinato en primer grado.

El temido grito "A lincharlo" se alzó en los cinco condados, y miles de miles cruzaron el río y convergieron hacia Jersey City. Los encabezaba Otis Eldredge, con las dos piernas entablilladas, animando a la muchedumbre desde un auto abierto, a medida que marchaban. Era un verdadero ejército.

El alcalde de Jersey City, Carson, llamó a todos los policías disponibles y telefoneó frenéticamente a Trenton pidiendo la milicia estatal. Nueva York se puso severa en todos los puentes y túneles que partían de la ciudad; pero ya habían salido muchos miles.

Hubo encarnizadas batallas en la costa de Jersey ese dieciséis de julio. La policía, muy superada en número, apaleó indiscriminadamente, pero en forma gradual fue repelida. La policía montada atropelló implacablemente a la multitud pero fue absorbida y por fin desmontada por la absoluta superioridad numérica. Solo cuando se usó gas lacrimógeno se pudo detener a la turba, e incluso entonces no se replegaron.

Al día siguiente, se declaró la ley marcial, y la milicia estatal entró en Jersey City. Ese fue el fin de los linchadores. Eldredge fue llamado a conferenciar con el alcalde, y después de la conferencia ordenó a sus seguidores que se dispersaran.

En una declaración para los periódicos, el alcalde Carson dijo: "John Harman debe pagar por su crimen, pero es esencial que pague legalmente. La justicia debe seguir su curso, y el estado de Nueva Jersey tomará todas las medidas necesarias."

Para el final de la semana, había retornado una especie de normalidad y Harman salió del candelero. Dos semanas más tarde apenas si había una palabra sobre él en los periódicos, excepto las casuales referencias que aparecían en la nueva ley anti-cohete de Zittman que acababa de ser aprobada unánimemente en las dos cámaras del Congreso.

Sin embargo, Harman seguía aún en el hospital. No se había tomado ninguna medida legal en su contra, pero parecía que una especie de prisión "para su propia protección" sería su eventual destino. Por lo tanto, me puse en acción.

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