Cuentos completos (251 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Pues, ¿por qué, no lo haces tú? —interrumpió Beulah.

Scanlon miró con emoción a la vieja ama de llaves.

—Ahí es exactamente adonde quería ir a parar —Su voz se convirtió en un murmullo soñador—. Piensa en ello. Una ciudad de híbridos, dirigida por ellos y para ellos, con sus propios funcionarios gubernativos, sus propias escuelas, y sus propios servicios públicos. Un pequeño mundo dentro de un mundo donde los híbridos pudieran considerarse como seres humanos… en vez de monstruos cercados y mal mirados por enormes multitudes de pura sangre.

Cogió su pipa y la llenó lentamente.

—El mundo tiene una deuda con un híbrido que nunca podrá ser pagada… y yo también la tengo. Voy a hacerlo. Voy a crear Ciudad Híbrida.

Aquella noche no se acostó. Las estrellas giraron en sus amplios círculos y por fin palidecieron. El alba se insinuó y afirmó, pero Scanlon siguió inmóvil… soñando y planeando.

A los ochenta años, Jefferson Scanlon se conservaba bien. Su paso había perdido agilidad, y los hombros, su firmeza; pero su robusta salud no le fallaba, y la mente, bajo su mata de cabello, ahora tan blanco como el de cualquier híbrido, seguía trabajando con el mismo vigor.

Una vida feliz no envejece, y desde hacía cuarenta años, Scanlon había visto crecer Ciudad Híbrida, y en la contemplación, había encontrado la felicidad. Ahora podía verla frente a sí, como un gran y hermoso cuadro, al mirar por la ventana. Una ciudad como una joya, con una población de poco más de mil habitantes, viviendo en quinientos kilómetros cuadrados de la fértil tierra de Ohio.

Casas pulcras y bien construidas, calles anchas y limpias, parques, teatros, colegios, almacenes… una ciudad modelo, reveladora de décadas de inteligente esfuerzo y cooperación.

La puerta se abrió a su espalda y reconoció los suaves pasos sin necesidad de volverse.

—¿Eres tú, Madeline?

—Sí, padre —pues ningún habitante de Ciudad Híbrida le conocía por otro nombre—. Max regresa con el señor Johanson.

—Estupendo —Contempló a Madeline con ternura—. Hemos visto crecer a Ciudad Híbrida desde aquellas lejanas épocas, ¿verdad?

Madeline asintió y suspiró.

—No suspires, querida. Los años que le hemos dedicado han valido la pena. ¡Si Beulah hubiera vivido para verla ahora!

Movió la cabeza al pensar en la vieja ama de llaves, que había muerto hacía un cuarto de siglo.

—No pienses en cosas tan tristes —aconsejó Madeline por su parte—. Aquí llega el señor Johanson. Acuérdate de que es el cuadragésimo aniversario y un día feliz, no triste.

Charles H. Johanson era lo que se conoce como un hombre «musaraña». Es decir, era una persona inteligente, previsora, comparativamente bien versada en ciencias, pero que solía poner en práctica estas buenas cualidades sólo para mejorar sus propios intereses. Por consiguiente, llegó lejos en política y fue la primera persona designada para el recién creado Gabinete de Ciencia y Tecnología.

Su primer acto oficial era visitar al mayor científico e inventor del mundo, Jefferson Scanlon, que, a su avanzada edad, no tenía igual en los numerosos y útiles inventos que cada año presentaba al Gobierno. Ciudad Híbrida supuso una considerable sorpresa para él. En el mundo exterior se sabía bastante vagamente que la ciudad existía, y se consideraba como un hobby del anciano científico, una excentricidad inofensiva. Johanson encontró que era un proyecto muy bien realizado de siniestras implicaciones.

Sin embargo, cuando entró en la habitación de Scanlon en compañía de su antiguo guía, Max, su actitud fue de franca cordialidad y ocultó muy bien ciertos pensamientos que pasaban por su mente.

—Ah, Johanson —saludó Scanlon—, ha vuelto. ¿Qué opina de todo esto? —Dibujó una amplia curva con el brazo.

—Es sorprendente… algo maravilloso de ver —le aseguró Johanson.

Scanlon soltó una risita.

—Me alegro de oírlo. Actualmente tenemos una población de 1.154 habitantes, que aumenta cada día. Ya ha visto lo que hemos hecho hasta ahora, pero eso no es nada comparado con lo que haremos en el futuro… incluso después de mi muerte. Sin embargo, hay una cosa que deseo ver realizada antes de morir y para eso necesito su ayuda.

—¿De qué se trata? —Inquirió cautelosamente el secretario del Gabinete de Ciencia y Tecnología.

—Sólo esto. Que usted garantice medidas que proporcionen a estos híbridos, a estos mestizos despreciados desde hace demasiado tiempo, una completa igualdad, política, legal, económica y social, con los terrícolas y los marcianos.

Johanson vaciló.

—Sería algo muy difícil. Existe una cierta cantidad de prejuicios, quizá comprensibles; contra ellos, y hasta que podamos convencer a la Tierra de que los híbridos se merecen la igualdad… —movió la cabeza dubitativamente.

—¡Se la merecen! —exclamó Scanlon con vehemencia—. Se merecen mucho más. Soy moderado en mis peticiones.

Al oír estas palabras, Max, sentado silenciosamente en un rincón, levantó la mirada y se mordió el labio, pero no dijo nada y Scanlon continuó:

—Ustedes no conocen el verdadero valor de estos híbridos. Reúnen lo mejor de la Tierra y lo mejor de Marte. Poseen el poder racional frío y analítico de los marcianos, junto con el instinto emocional y la inagotable energía de los terrícolas. En cuanto a su inteligencia se refiere, son superiores a usted y a mí, todos y cada uno de ellos. Yo sólo pido igualdad.

El secretario sonrió de forma conciliadora.

—Es posible que su celo le engañe, mi querido Scanlon.

—No me engaña. ¿Cómo cree que he inventado tantos aparatos de éxito… como el campo gravitacional que creé hace unos años? ¿Cree que hubiera podido hacerlo sin mis ayudantes híbridos? Fue Max, aquí presente —Max bajó los ojos ante la repentina mirada penetrante del miembro del gabinete—, el que dio el último toque a mi descubrimiento de la energía atómica.

Scanlon olvidó toda cautela, a medida que se iba excitando.

—Pregúnteselo al profesor Whitsun de Stanford y se lo dirá. Es una autoridad mundial en psicología y sabe lo que se dice. Estudió a los híbridos y le dirá que ellos son la raza futura del sistema solar, destinada a arrebatarnos la supremacía a los pura sangre con la misma seguridad que la noche sucede al día ¿No cree usted que se merecen igualdad en ese caso?

—Sí, sí que lo creo… definitivamente —replicó Johanson. Había un extraño brillo en sus ojos y una sonrisa torcida en sus labios—. Esto tiene gran importancia, Scanlon. Me ocuparé de ello inmediatamente. Tan inmediatamente, de hecho, que me parece preferible irme dentro de media hora, para alcanzar el estratocoche de las 2:10.

Apenas se había ido Johanson, cuando Max se aproximó a Scanlon y exclamó sin ningún preámbulo:

—Hay algo que quiero enseñarte, padre… algo que no has sabido hasta ahora.

Scanlon le contempló con sorpresa.

—¿A qué te refieres?

—Ven conmigo, por favor, padre. Te lo explicaré. —Su grave expresión era casi atemorizadora.

Madeline se unió a ellos en la puerta y, a un signo de Max, pareció hacerse cargo de la situación. No dijo nada, pero sus ojos se volvieron tristes y las líneas de su frente parecieron hacerse más profundas.

En el más completo silencio, los tres entraron en el coche que les esperaba y atravesaron velozmente la ciudad en dirección a la Colina de los Bosques.

Cuando se encontraron sobre el lago Clare, descendieron de nuevo hasta el pie de la colina.

Un híbrido alto y corpulento se cuadró al ver aterrizar el automóvil, y se sobresaltó al ver a Scanlon.

—Buenas tardes, padre —murmuró respetuosamente, y dirigió una interrogadora mirada a Max al hacerlo.

—Buenas tardes, Emmanuel —contestó con distracción Scanlon. De pronto se fijó en una abertura sabiamente disimulada que conducía al interior de la colina.

Max le hizo señas de que le siguiera y entró en un pasadizo que, al cabo de cien metros, se abría en una caverna hecha por el hombre. Scanlon se detuvo con estupefacción, pues ante él se hallaban tres gigantescas naves espaciales, de un reluciente blanco-plateado y equipadas, tal como observó fácilmente, con los últimos adelantos de la energía atómica.

—Lamento, padre —dijo Max—, que todo esto se haya hecho sin estar tú enterado. Es el único caso en la historia de Ciudad Híbrida —Scanlon parecía oírle apenas; estaba completamente aturdido, y Max prosiguió—: La del centro es la nave capitana… la Jefferson Scanlon; la de la derecha es la Beulah Goodkin, y la de la izquierda, la Madeline.

Scanlon se recobró de su estupefacción.

—Pero ¿qué significa todo esto y por qué tanto secreto?

—Estas naves se encuentran preparadas desde hace cinco años, completamente aprovisionadas y llenas de combustible, listas para una partida inmediata. Esta noche, dejaremos la ladera de la colina y nos dirigiremos a Venus… No te lo habíamos dicho hasta ahora porque no queríamos perturbar tu paz de espíritu con una calamidad que consideramos inevitable desde hace tiempo. Pensamos que quizá —su voz se hizo casi inaudible— fuera posible posponer su realización hasta que tú ya no estuvieras con nosotros.

—Explícate —gritó de repente Scanlon—. Quiero saber todos los detalles. ¿Por qué os vais cuando estoy seguro de obtener una completa igualdad para vosotros?

—Exactamente —contestó Max con tristeza—. Tus palabras a Johanson han precipitado los acontecimientos. Mientras los terrícolas y los marcianos nos consideraban diferentes e inferiores, nos despreciaban y toleraban, tú has dicho a Johanson que éramos superiores y que pronto superaríamos a la humanidad. Ahora no tienen otra alternativa más que odiarnos. Ya no habrá más tolerancia; esto puedo asegurártelo. Nos vamos antes de que estalle la tormenta.

Los ojos del anciano se fueron agrandando a medida que la verdad de las afirmaciones de Max se le hacía evidente.

—Comprendo. He de ponerme en contacto con Johanson. Quizá podamos reparar esta horrible equivocación —Se dio una palmada en la frente.

—Oh, Max —intervino Madeline, llorando—, ¿por qué no vas al grano? Queremos que vengas con nosotros, padre. En Venus, que está tan escasamente poblado, encontraremos un lugar donde podamos vivir en paz durante un tiempo ilimitado. Estableceremos nuestra nación, libre y exenta de trabas, poderosa en nuestro propio derecho, y sin depender más de…

Su voz se desvaneció y miró ansiosamente el rostro de Scanlon, que ahora estaba demacrado y macilento.

—No —murmuró—, ¡no! Mi lugar está aquí, con los míos. Id, hijos míos, y estableced vuestra nación. Al final, vuestros descendientes regirán el sistema. Pero yo…, yo me quedaré aquí.

—Entonces yo también me quedaré —insistió Max—. Tú eres viejo y alguien ha de cuidarte. Te debo mi vida más de una docena de veces.

Scanlon movió la cabeza firmemente.

—No necesitaré a nadie. Dayton no está lejos. Ya me cuidarán bien allí o en cualquier otro sitio donde vaya. Tu raza te necesita, Max. Eres su líder. ¡Marchaos!

Scanlon vagaba sin rumbo por las calles desiertas de Ciudad Híbrida y trataba de dominarse. Era duro. Ayer, había celebrado el cuadragésimo aniversario de su fundación… estaba en la cima de su prosperidad. Hoy, era una ciudad abandonada.

Sin embargo, cosa extraña, se sentía lleno de júbilo. Su sueño había sido destrozado… pero sólo para dar paso a un sueño más brillante. Había recogido a unos niños abandonados y elevado a una raza en su juventud, y por ello algún día se le reconocería como el fundador de la superraza.

Su creación dominaría algún día el sistema. La energía atómica, los anuladores de la gravedad, todo le pareció insignificante. Esta era su verdadera aportación al universo.

Así, pensó, era como debían sentirse los dioses.

La magnífica posesión (1940)

“The Magnificent Possession (Ammonium)”

Walter Sills estaba meditando, como hacía muy a menudo, que la vida era dura y triste. Paseó una mirada por su sórdido laboratorio químico y sonrió cínicamente… Trabajar en un sucio agujero como aquél, vivir de ocasionales análisis minerales cuya paga apenas llegaba para comprar el equipo absolutamente indispensable, mientras otros, que valían mucho menos que él, trabajaban para grandes empresas industriales y vivían con más comodidades…

Contempló el río Hudson a través de la ventana, bañado por la luz rojiza del sol poniente, y se preguntó con mal humor si los últimos experimentos que había realizado le proporcionarían finalmente la fama y el éxito que perseguía, o si no eran más que otra falsa alarma.

La puerta chirrió al ser abierta y el alegre rostro de Eugene Taylor hizo su aparición. Sills le hizo un gesto de bienvenida y el cuerpo de Taylor siguió a su cabeza y entró en el laboratorio.

—Hola, viejo amigo —fue el alegre y despreocupado saludo—. ¿Cómo van las cosas?

Sills meneó la cabeza ante la exuberancia del otro.

—Me gustaría poseer tu confianza en la vida, Gene. Para tu información, las cosas van mal. Necesito dinero, y cuanto más necesito, menos tengo.

—Bueno, yo tampoco tengo dinero\1\2 Pero ¿por qué preocuparse? Tienes cincuenta años, y las preocupaciones no te han aportado más que una buena calvicie. Yo tengo treinta, y quiero conservar mi bonito cabello castaño.

El químico sonrió.

—Aún conseguiré el dinero, Gene. Déjalo de mi cuenta.

—¿Acaso tus nuevas ideas están tomando forma?

—Casi no te he hablado de ellas, ¿verdad? Pues acércate y te mostraré los progresos que he realizado.

Taylor siguió a Sills hasta una mesa pequeña, en la que había un soporte lleno de tubos de ensayo, en uno de los cuales había unos diez milímetros de una brillante sustancia metálica.

—Mezcla de sodio y mercurio, o aleación de sodio, como se la denomina —explicó Sills señalándola.

Tomó una botella con la etiqueta «Cloruro de amonio Sol» y vertió un poco en el tubo. Inmediatamente, la aleación de sodio empezó a convertirse en una sustancia esponjosa y suelta.

—Esto —observó Sills— es aleación de amonio. El radical de amonio (NH
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) actúa aquí como un metal y se une al mercurio.

Aguardó a que se consumara la transformación y entonces separó el líquido flotante.

—La aleación de amonio no es muy estable —informó a Taylor—, así que he de actuar deprisa.

Cogió un frasco lleno de un líquido de color paja y olor agradable y lo vertió en el tubo de ensayo. Al agitarlo, la suelta aleación de amonio se desvaneció y en su lugar apareció una pequeña bola de líquido metálico.

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