Cuentos completos (26 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Whistler se encogió de hombros. Parecía un hombre a punto de derrumbarse.

—Si el Gran Maestro cree que hay datos suficientes, tendré que tomarlo en consideración. ¿Cuál fue la segunda pregunta?

—Pregunté lo siguiente: ¿Cómo reaccionará la raza humana al recibir la respuesta a la primera pregunta?

—¿Y por qué preguntó eso? —se interesó Trask.

—Sólo porque tuve la sensación de que debía preguntarlo.

—¡Demencia! ¡Pura demencia! —exclamó Trask.

Mientras se apartaba de los demás, pensó en cuán extrañamente habían cambiado de postura él y Whistler. Ahora, era él quien pretendía explicarlo todo por la demencia. Cerró los ojos. Por mucho que se empeñase en afirmar que Meyerhof estaba loco, ningún hombre en cincuenta años había dudado de la combinación de un Gran Maestro y Multivac. Todas las dudas habían quedado solventadas.

Whistler se entregó de nuevo a su trabajo, en silencio y con los dientes apretados, poniendo en marcha otra vez a Multivac y sus máquinas complementarias. Pasó otra hora, al cabo de la cual, estalló en una ronca carcajada.

—¡Una delirante pesadilla! —exclamó.

—¿Cuál es la respuesta? —preguntó Meyerhof—. Quiero las observaciones de Multivac, no las suyas.

—Conforme. Aquí la tiene. Multivac manifiesta que en cuanto un simple humano descubra la verdad, este método de análisis psicológico de la mente humana se convertirá en inútil como técnica objetiva para los poderes extraterrestres que ahora la emplean.

—¿Quiere decir que ya no habrá más chistes transmitidos a la humanidad? —preguntó débilmente Trask—. ¿O qué quiere decir?

—No más chistes —repuso Whistler—. ¡A partir de ahora! Multivac dice ahora. El experimento ha terminado ahora. Habrán de introducir una nueva técnica.

Se miraron con fijeza. Pasaron los minutos, hasta que por fin Meyerhof dijo lentamente:

—Multivac tiene razón.

—Lo sé —asintió vacilante Whistler.

Incluso Trask añadió en un murmullo:

—Sí. Así debe ser.

Fue Meyerhof quien aportó la prueba efectiva, Meyerhof, el consumado chistoso.

—Todo pasó, sí, todo pasó. Hace cinco minutos que lo intento y no se me ocurre un simple chiste, ni uno sólo. Y si leyera uno en un libro, no me reiría, lo sé.

—El don del humor se ha desvanecido —dijo Trask lleno de melancolía—. Ningún ser humano volverá a reír jamás.

Y los tres permanecieron allí, con la mirada fija, sintiendo reducirse el mundo a las dimensiones de una experimental jaula de ratas… Habían retirado el laberinto, y algo…, algo sería puesto en su lugar…

El Bardo Inmortal (1954)

“The Immortal Bard”

—Oh, sí —dijo el doctor Phineas Welch—, puedo invocar los espíritus de los muertos ilustres.

Estaba un poco ebrio, de lo contrario no lo habría dicho. Pero no estaba mal embriagarse un poco en la fiesta anual de Navidad.

Scott Robertson, el joven profesor de literatura, se ajustó las gafas y miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que nadie oyera.

—Vamos, doctor Welch.

—Hablo en serio. Y no sólo los espíritus. También invoco los cuerpos.

—No lo hubiera creído posible —dijo Robertson con tono ampuloso.

—¿Por qué no? Es una simple cuestión de transferencia personal.

—¿Se refiere al viaje por el tiempo? Pero eso es bastante…, esto…, insólito.

—No sé si sabe cómo.

—Bien, ¿y cómo, doctor Welch?

—¿Cree que voy a contárselo? —preguntó muy serio el físico. Buscó con la vista otra bebida y no vio ninguna—. He invocado a varios. Arquímedes, Newton, Galileo. Pobres diablos.

—¿No les gustó nuestra época? Pensé que estarían fascinados por la ciencia moderna —comentó Robertson, que empezaba a disfrutar de la conversación.

—Oh, lo estaban. Claro que sí. Especialmente Arquímedes. Pensé que enloquecería de alegría cuando se lo explicara por encima en el escaso griego que sé, pero no…, no…

—¿Cuál fue el problema?

—Una cultura distinta. No se podían habituar a nuestro modo de vida. Sentían mucho miedo y soledad. Tuve que enviarlos de vuelta.

—Qué pena.

—Sí. Grandes mentes, pero no mentes flexibles. No eran universales. Así que probé con Shakespeare.

—¿Qué? —aulló Robertson, pues eso se aproximaba más a su especialidad.

—No grite, jovencito —le reconvino Welch—. Es de mala educación.

—¿Dice usted que invocó a Shakespeare?

—Así es. Necesitaba a alguien con una mente universal, alguien que conociera tanto a la gente como para convivir con ella siglos después de su propia época. Shakespeare era el hombre indicado. Tengo su autógrafo. Como recuerdo, ya me entiende.

—¿Aquí? —preguntó Robertson, con los ojos desorbitados.

—Aquí mismo —Welch hurgó en los bolsillos del chaleco—. Ah, aquí está.

Le dio un trozo de cartón al profesor. En un lado decía: "L. Klein e hijos, ferretería mayorista". En el otro estaba garrapateado: "William Shakespeare."

Robertson tuvo una sospecha.

—¿Qué aspecto tenía?

—No era como los retratos. Calvo y feo con bigote. Hablaba con acento tosco. Desde luego, hice lo posible para congraciarlo con nuestra época. Le dije que valorábamos mucho sus obras y que aún se representaban en los teatros. Mas aún, que las considerábamos las más importantes obras literarias en lengua inglesa, tal vez de cualquier idioma.

—Bien, bien —dijo Robertson, asombrado.

—Le conté que la gente había escrito volúmenes enteros sobre sus obras. Naturalmente, quiso ver uno y lo saqué de la biblioteca.

—¿Y?

—Oh, estaba fascinado. Claro que tenía inconvenientes con los giros actuales y las referencias históricas de 1600, pero yo le ayudé. Pobre diablo. Creo que no esperaba semejante tratamiento. No paraba de decir: "¡Pardiez! ¿Qué no se puede sonsacar a las palabras en cinco siglos? ¡Se podría lograr una inundación con aguas estancadas!".

—Él no diría eso.

—¿Por qué no? Escribía sus obras con la mayor celeridad posible. Me explicó que tenía que hacerlo para cumplir con los plazos. Escribió Hamlet en menos de seis meses. La trama era vieja. Él se limitó a pulirla un poco.

—Eso es lo que se hace con el espejo de un telescopio —replicó indignado el profesor de literatura—. Sólo lo pulen un poco.

El físico no le prestó atención. Divisó un cóctel intacto en la barra, a pocos metros, y furtivamente se dirigió hacia él.

—Le dije al Bardo Inmortal que incluso dictábamos cursos universitarios sobre Shakespeare.

—Yo dicto uno.

—Lo sé. Lo inscribí en ese curso nocturno precisamente. Nunca he visto a un hombre tan ávido de averiguar qué pensaba de él la posteridad como el pobre Will. Trabajó con empeño en ello.

—¿Ha inscrito a William Shakespeare en mi curso? —farfulló Robertson.

Aun como fantasía alcohólica la idea resultaba abrumadora. ¿Pero se trataba de una fantasía alcohólica? Recordaba vagamente a un hombre calvo y que hablaba de forma exótica…

—No con su verdadero nombre, por supuesto —le aclaró el doctor Welch—. No quiero ni pensar cómo lo pasó. Fue un error, eso es todo. Un gran error. Pobre diablo.

Se hizo con el cóctel y sacudió la cabeza ante la copa.

—¿Por qué fue un error? ¿Qué sucedió?

—Tuve que enviarlo de vuelta a 1600 —rugió el indignado Welch—. ¿Cuánta humillación cree usted que puede soportar un hombre?

—¿De qué humillación me habla?

El doctor Welch se liquidó el cóctel de un solo trago.

—Vaya, maldito patán. Usted lo suspendió.

Algún día (1956)

“Someday”

Niccolo Mazetti estaba tumbado boca abajo sobre la alfombra, con la barbilla apoyada en su pequeña mano, y escuchaba desconsoladamente al Narrador. Había incluso sospecha de lágrimas en sus ojos oscuros, un lujo que un muchacho de once años únicamente podía permitirse estando solo.

El Narrador iba diciendo:

»Érase una vez un profundo bosque en cuyo centro vivía un pobre leñador y sus dos hijas huérfanas de madre. La hija mayor tenía un cabello largo y negro como las plumas de las alas de un cuervo, pero el de la pequeña era tan brillante y dorado como la luz del sol de una tarde otoñal.

»Muchas veces, mientras las muchachas esperaban que su padre regresara a casa después de su jornada de trabajo en el bosque, la hermana mayor se sentaba delante del espejo y cantaba…»

Nico no pudo escuchar lo que cantaba la muchacha, pues alguien lo llamó desde fuera.

—¡Eh, Nickie!

Y Niccolo, después de habérsele despejado la cara, se precipitó a la ventana y gritó:

—¡Hola, Paul!

Paul Loeb lo saludó con un gesto de la mano, parecía excitado. A pesar de ser seis meses mayor, era más delgado que Niccolo y no tan alto como él. La reprimida tensión de su rostro se hacia más evidente por unos rápidos parpadeos.

—¡Oye, Nickie, déjame entrar! He tenido una idea genial. Ya verás cuando te la cuente. —Se apresuró a mirar a su alrededor como si estuviese cerciorándose de que nadie podía escucharlo, pero el jardín de delante de la casa estaba completamente vacío. Repitió en un susurro—: Ya verás cuando te lo cuente.

—Vale. Voy a abrirte la puerta.

El Narrador seguía con su relato lentamente, ajeno a la repentina falta de atención por parte de Niccolo. Cuando entró Paul, el Narrador estaba diciendo:

«…En eso, el león dijo: “Si me encuentras el huevo perdido del pájaro que vuela sobre la Montaña de Ébano una vez cada diez años, yo…”»

—¿Es un Narrador lo que estás escuchando? —preguntó Paul—. No sabía que tuvieras uno.

Niccolo se sonrojó y en su rostro volvió a aparecer la mirada de tristeza.

—Es un trasto viejo de cuando yo era pequeño. No es muy bueno. —Dio una patada al Narrador y golpeó el plástico, lleno de señales y descolorido, que cubría el reflejo deslumbrador.

El Narrador se interrumpió al sacudirse su dispositivo del habla y perder el contacto un momento, luego prosiguió:

«… durante un año y un día, hasta que los zapatos de hierro se desgastaron. La princesa se detuvo a un lado del camino…»

—Muchacho, es un modelo viejísimo —comentó Paul mientras miraba críticamente el artefacto.

A pesar de su propio rencor contra el Narrador, Niccolo hizo una mueca ante el tono condescendiente de su amigo. Sintió por un momento haber dejado entrar a Paul, por lo menos antes de haber devuelto al Narrador a su lugar habitual de descanso en el sótano. El hecho de haberlo resucitado sólo había sido fruto de un día aburrido y de una discusión infructuosa con su padre. Y el Narrador había resultado tan estúpido como había esperado.

En cualquier caso, Nickie sentía cierto temor reverencial por Paul, pues éste seguía unos cursos especiales en el colegio y todo el mundo decía que de mayor sería ingeniero informático.

Ello no significaba que Niccolo fuese mal en el colegio. Sacaba notas decentes en lógica, manipulaciones binarias, informática y circuitos elementales; todas las asignaturas normales del instituto. ¡Pero ahí estaba el problema! No eran más que las materias normales y él de mayor sería un inspector de cuadro de mandos como cualquier otro.

Paul, por su parte, sabía cosas misteriosas sobre lo que él llamaba matemáticas electrónicas y teóricas, y programación. Especialmente programación. Niccolo ni siquiera trataba de comprender cuando Paul hablaba acerca de ello.

Paul escuchó al Narrador unos minutos y luego dijo:

—Veo que lo usas mucho.

—¡No! —exclamó Niccolo, ofendido—. Lo tengo en el sótano desde antes de que tú vinieses a vivir a este barrio. Sólo lo he sacado hoy… —falto de una excusa que le pareciese adecuada, concluyó—: Hoy lo he sacado.

—¿Es de eso que te habla, de leñadores, princesas y animales parlantes? —dijo Paul.

—Es horrible —contestó Niccolo—. Pero mi padre dice que no podemos comprar uno nuevo. Se lo he pedido esta mañana… —El recuerdo de la petición infructuosa de aquella mañana puso a Niccolo, peligrosamente, al borde de unas lágrimas que contuvo presa del pánico. Sin saber con exactitud por qué, tenía la impresión de que las finas mejillas de Paul nunca se mojaban con lágrimas y que éste sólo habría mostrado desprecio por alguien menos fuerte que él. Niccolo añadió—: De modo que he pensado probar de nuevo este vejestorio, pero no es bueno.

Paul apagó el Narrador y apretó el contacto que ponía en marcha una casi instantánea reorientación y recombinación del vocabulario, caracteres, tramas y efectos especiales almacenados dentro de él. Luego volvió a activarlo.

El Narrador empezó suavemente:

«Había una vez un niño llamado Willikins cuya madre había muerto y que vivía con un padrastro y un hermanastro. Aún cuando su padrastro era un hombre acomodado, sacó al pobre Willikins de su propia cama, de modo que éste se veía obligado a descansar como mejor podía sobre un montón de paja en el establo junto a los caballos…»

—¡Caballos! —exclamó Paul.

—Creo que son una especie de animales —dijo Niccolo.

—¡Ya lo sé! Quería decir que es una barbaridad imaginar historias sobre caballos.

—No para de hablar de caballos —dijo Niccolo—. También hay unas cosas que se llaman vacas. Se ordeñan, pero el Narrador no explica cómo.

—¡Caramba! Oye, ¿por qué no lo arreglas?

—Me gustaría saber cómo.

El Narrador estaba diciendo:

«Willikins pensaba a menudo que si por lo menos fuese rico y poderoso, enseñaría a su padrastro y a su hermanastro lo que significaba ser cruel con un niño pequeño, de modo que un buen día decidió recorrer mundo y hacer fortuna.»

Paul, que no estaba escuchando al Narrador, dijo:

—Es fácil. El Narrador tiene unos cilindros de memoria dispuestos para las tramas, los efectos especiales y todo lo demás. De eso no debemos preocuparnos. Lo único que tenemos que modificar es el vocabulario para que sepa sobre computadoras, automatización, electrónica y cosas reales de hoy en día. Entonces podrá contar historias interesantes, ¿comprendes?, en lugar de hablar de princesas y esas cosas.

—Me gustaría que lo pudiésemos hacer —comentó Niccolo, abatido.

—Escucha, mi padre me ha dicho que si consigo ingresar en la escuela especial de informática el año que viene, me comprará un Narrador de verdad, un último modelo. Uno grande con un dispositivo para historias espaciales y misterios. Y también con un dispositivo visual.

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