Cuentos completos (321 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
12.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El ha dicho…

—Sé qué ha dicho. Ha dicho que poseemos grandes potencialidades. Que somos muy valiosos. ¿No es cierto?

—Si.

—Pero ¿qué potencialidades y valores tienen las ovejas para el pastor? Las ovejas no tienen ni idea. No pueden tenerla. Si supieran por qué las miman tanto quizá prefiriesen vivir sus propias vidas. Acaso quisieran correr los peligros que signifiquen los lobos, o los que signifiquen unas para otras.

Mercedes le miraba desamparada. El gritó:

—Es lo que me estoy preguntando yo ahora. ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? ¿Lo saben las ovejas? ¿Lo sabemos nosotros? ¿Podemos saberlo?

Marido y mujer se quedaron en silencio, inmóviles, con los ojos fijos en los respectivos platos, sin comer. Fuera se oía el ruido del tráfico y las voces de los niños que jugaban. La noche se acercaba; poco a poco, oscureció.

No cejemos (1954)

“Let's Not”

El profesor Charles Kittredge corría a largas e inseguras zancadas. Y llegó a tiempo para arrancar de un manotazo el vaso que el profesor auxiliar Heber Vandermeer se había llevado a los labios. Fue casi como un ejercicio a cámara lenta.

Vandermeer, que al parecer estaba tan totalmente absorto que no había oído las pisadas sordas de Kittredge, adoptó una expresión a la vez sorprendida y avergonzada. Bajó los ojos hacia el roto vaso y el charco de liquido que lo rodeaba.

—¿Qué era? —preguntó Kittredge con ceño fruncido.

—Cianuro de potasio. Me guardé un poco, cuando nos fuimos. Sólo por si acaso.

—¿Qué beneficio nos habría reportado? Además hemos perdido un vaso. Ahora hay que limpiar eso… No, yo lo haré.

Kittredge encontró un precioso pedazo de cartón para recoger los trozos de cristal y un trapo todavía más precioso para absorber el venenoso líquido. Y salió un momento para tirar los vidrios y —con gran pesar— el cartón y el trapo en uno de los tubos que los impulsarían arriba, hacia la superficie, a unos ochocientos metros de altura.

Al regresar encontró a Vandermeer sentado en el catre, mirando la pared con ojos vidriosos. El cabello se le había vuelto completamente blanco, y, naturalmente, había perdido peso. En el Refugio no había hombres obesos. Por contraste, Kittredge, que ya antes era alto, delgado y canoso, apenas había cambiado nada.

—Recuerda los viejos tiempos, Kitt —dijo Vandermeer.

—Procuro no recordarlos.

—Es el único placer que nos queda —insistió Vandermeer—. Los colegios eran colegios. Había clases, material, estudiantes, aire, luz y gente. Gente.

—Un colegio es un colegio siempre que cuente con un profesor y un estudiante.

—Casi aciertas —lamentóse Vandermeer—. Hay dos profesores. Tú, química; yo, física. Sólo nosotros dos; todo lo demás, hemos de sacarlo de los libros. Y un estudiante a punto de terminar. Será el primer hombre que obtendrá la licenciatura aquí abajo. Toda una distinción. ¡Pobre Jones!

Kittredge se llevó las manos a la espalda para tenerlas quietas.

—Hay otros veinte jóvenes que llegarán algún día a estudiantes de los últimos cursos.

Vandermeer levantó la vista, Tenía el semblante color ceniza.

—¿Qué les enseñaremos entretanto? ¿Historia? ¿Cómo descubrió el hombre la manera de hacer estallar el hidrógeno, y que se sentía feliz como una alondra mientras el hidrógeno estallaba y volvía a estallar repetidamente? ¿Geografía? Podremos describirles de qué manera dispersaron los vientos el polvo brillante por todas partes y las aguas transportaron los disueltos isótopos hacia todas las profundidades, mayores y menores, de los mares.

A Kittredge le parecía una dura enseñanza. El y Vandermeer fueron los únicos científicos de talla que escaparon a tiempo. Ahora habían de velar por las vidas de un centenar de personas, entre hombres, mujeres y niños, mientras se escondían de los peligros y rigores de la superficie y del terror que el hombre había creado. Se escondían allí, en aquella burbuja de vida, a ochocientos metros por debajo de la corteza del planeta.

Desesperadamente, probó de inyectarle ánimos a Vandermeer. Con toda la energía de que fue capaz, dijo:

—Tú sabes qué debemos enseñarles. Hemos de mantener la ciencia viva de modo que algún día podamos repoblar la Tierra. Podamos empezar de nuevo.

Vandermeer no respondió. Volvió el rostro hacia la pared. Kittredge insistió:

—¿Por qué no? Nada dura eternamente, ni siquiera la radiactividad. Supongamos que tarde mil años, o cinco mil. Pero un día el nivel de radiación en la superficie de la Tierra descenderá hasta un grado soportable.

—Un día.

—Naturalmente. Un día. ¿No ves que el colegio que tenemos aquí es el más importante de toda la historia del hombre? Si triunfamos…, si tú y yo triunfamos, nuestros descendientes volverán a ver el firmamento en toda su extensión y volverán a gozar del agua corriente. Hasta tendrán —añadió con una sonrisa torcida—, colegios mayores como los que nosotros recordamos.

—No creo nada de lo que dices —replicó Vandermeer—. Al principio, cuando parecía mejor que morir, lo habría creído todo. En cambio ahora… sencillamente, no tiene sentido. Si, les enseñaremos todo lo que sabemos, aquí abajo, y luego moriremos… aquí abajo.

—Pero antes de mucho tiempo, Jones nos dará lecciones a nosotros, y pronto habrá otros. Los jóvenes que apenas recuerdan la existencia antigua llegarán a ser profesores, y más tarde lo serán los que habrán nacido ya aquí dentro. Este será el punto crítico. Cuando lleven la batuta los nacidos aquí abajo, no habrá recuerdos que destruyan la moral. Esta será su vida, y tendrán una meta que conquistar, algo por lo que combatir…, todo un mundo que ganar una vez más. Siempre que, Van, siempre que mantengamos vivo el conocimiento de la ciencia física a nivel de licenciatura. Tu comprendes por qué, ¿verdad que sí?

—Claro que lo comprendo —contestó Vandermeer, irritado—, pero no basta con comprenderlo para hacerlo posible.

—Si abandonamos, entonces lo haremos imposible. Eso si que es seguro.

—Bien, lo intentaré —susurró Vandermeer.

Con lo cual Kittredge se fue a su catre y cerró los ojos, ansiando desesperadamente poder hallarse de pie, dentro del traje protector, en la superficie del planeta. Sólo un ratito. Un ratito solamente. Se plantaría junto al casco de la nave que habían desmantelado y aprovechado para crear la burbuja de vida, en el fondo. Luego podría estimular su propio valor levantando la vista y contemplando una vez más, sólo una vez más, a través de la tenue y fría atmósfera de Marte, el fulgor de aquel brillante astro muerto que era la Tierra.

Engañabobos (1954)

“Sucker Bait”

1

La astronave Triple G salió disparada silenciosamente del hiperespacio, donde nada existía, y penetró en el espacio—tiempo, donde todo existe. Se materializó en el centro del fulgurante y grandioso enjambre estelar de Hércules.

Permanecía perfectamente inmóvil en el espacio, rodeada por millares de soles, cada uno de los cuales era el centro de un campo gravitatorio que atraía a la burbuja de metal. Pero las computadoras de la astronave habían suministrado unos datos tan precisos que la habían situado en la posición requerida con una perfecta exactitud. Estaba casi a un día de viaje —empleando los medios ordinarios de propulsión— del sistema de LaGrange.

Este hecho tenía distinta significación para cada uno de los hombres que se encontraban a bordo. Para la tripulación, representaba un día más de trabajo, con paga extra, y luego descanso en tierra. El planeta al que se dirigían estaba deshabitado, pero aun así resultaría más agradable que estar encerrados en la nave. A los tripulantes no les preocupaba una posible diferencia de opinión con los pasajeros porque, a decir verdad, los despreciaban y rehuían.

¡Eran unos sabihondos!

Efectivamente, lo eran; todos menos uno. Hombres de ciencia, dicho de un modo más cortés… y de las más diversas especialidades. Lo que más se parecía en ellos a una emoción común, en aquellos momentos, era la preocupación, mezclada de ansiedad, que experimentaban por sus instrumentos, y un vago deseo de efectuar una última comprobación.

Y tal vez también un pequeño aumento en su tensión y ansiedad. Era un planeta deshabitado. Todos lo habían afirmado rotundamente varias veces. Sin embargo, las opiniones humanas se hallan sujetas al error.

Y por lo que respecta al único hombre a bordo que no era tripulante ni científico, el principal sentimiento que le dominaba era de abrumadora fatiga. Aquel hombre era Mark Annuncio y llevaba cuatro días en cama, sin apenas probar bocado, mientras la nave entraba y salía del Universo atravesando los años luz a velocidad vertiginosa.

Se esforzó débilmente por ponerse en pie, tratando de sustraerse a los últimos efectos del mareo del espacio.

Pero a la sazón ya no sentía tanto la inminencia de la muerte y tuvo que comparecer ante el comandante, lo cual le fastidiaba sobremanera, pues estaba acostumbrado a hacer lo que se le antojaba y a seguir sus propios impulsos. ¡Quién era el comandante para…!

Sintió deseos de contárselo al doctor Sheffield y no hacerle caso al comandante. Pero como Mark era un curioso, sabía que terminaría por ir. Era su único vicio importante. ¡La curiosidad!

Aunque también ésta era su profesión y su misión en la vida.

2

El capitán Follenbee, que se hallaba al mando de la Triple G, era un obstinado. También él opinaba lo mismo. Con anterioridad había realizado algunos viajes al servicio del gobierno, viajes que resultaron muy provechosos. La Confederación no escatimaba nada. Exigía una revisión completa de la nave después de cada viaje, la sustitución de las piezas defectuosas, una buena paga para la tripulación. Era un buen negocio. De los mejores. Pero aquel viaje era un tanto diferente.

No sólo por el grupo tan especial de pasajeros que llevaba a bordo —él esperaba vivir con individuos coléricos que arma. rían tremendos escándalos por naderías y cometerían mil locuras y estupideces, aunque aquellos sabihondos eran como todo el mundo— y porque le hubiesen desmantelado media nave para construir lo que, en términos del contrato, se llamaba aun laboratorio universal con acceso por el centro».

A decir verdad, y le repugnaba tener que admitirlo, era por «Júnior»… el planeta al que se dirigían.

La tripulación, por supuesto, no lo sabía, pero él, a pesar de que era un obstinado veterano, empezaba a encontrar el asunto desagradable. Pero sólo empezaba.

En aquel momento, lo que más le fastidiaba era aquel Mark Annuncio. Se golpeó la palma de la mano con el puño, molesto por aquel pensamiento. Su ancha cara se sonrojó de ira. ¡Insolente!

Un muchacho que aún no había cumplido veinte años, sin posición definida entre los pasajeros, se había atrevido a hacerle una petición como aquella… ¿Qué había tras todo aquello? Se prometió averiguarlo.

Con el humor que tenía, le hubiera gustado averiguarlo agarrando al muchacho por el cuello de la camisa, rechinando los dientes, pero sería preferible no apelar a aquellos medios extremos.

Al fin y al cabo, ya resultaba curioso que la Confederación de Mundos hubiese subvencionado aquel viaje tan peculiar, y que un muchacho de veinte años que siempre andaba fisgoneando y metiendo las narices en todo formara parte de aquella extraña empresa. ¿Cuál era su misión a bordo? Allí estaba aquel doctor Sheffield, por ejemplo, cuya única misión parecía consistir en hacer de niñera del muchacho. ¿Por qué? ¿Quién era exactamente Annuncio?

¿Había sentido el mareo del espacio o tal vez no era más que un pretexto para no moverse de la cabina?

Sonó un ligero zumbido cuando alguien pulsó el timbre de la puerta.

Debía de ser el muchacho.

Ahora calma, se dijo el comandante. Calma.

3

Mark Annuncio penetró en la cámara del comandante y se pasó la lengua por los labios en un inútil intento por librarse de aquel amargo sabor de boca. Sentía que la cabeza le daba vueltas y que el alma se le derrumbaba.

En aquel momento, hubiera renunciado con gusto a su posición en el Servicio por hallarse de nuevo en la Tierra. Pensó con nostalgia en su habitación, tan familiar, pequeña pero íntima; allí convivía con sus iguales. El mobiliario se reducía a una cama, una mesa, una silla y un armario, pero le bastaba con pedir lo que quisiera de la Biblioteca Central para que se lo trajesen inmediatamente. En aquella nave no había nada. Él se había imaginado que tendría mucho que aprender a bordo de una astronave, pues no había estado en ninguna. No supuso, sin embargo, que el mareo del espacio le duraría tantos días.

Se hallaba tan preso de añoranza que se hubiera echado a llorar. Pero no quería hacerlo, pues el comandante le vería los ojos llorosos y adivinaría su falta de control. Sentía disgusto hacia sí mismo por no ser corpulento y fuerte, por tener aspecto de ratón.

En realidad, eso era lo que parecía. Su cabello de color castaño, era sedoso y suave como el de un ratón; tenía la barbilla estrecha y huidiza, la boca muy pequeña y una nariz puntiaguda, que si tuviera a ambos lados unos cuantos pelos, daría esa impresión. Su estatura, además, era inferior a la normal.

Entonces vio el cielo estrellado por la portilla de observación del comandante y se quedó sin aliento. ¡Estrellas!

Estrellas como nunca había visto.

Mark nunca había abandonado el planeta Tierra. El doctor Sheffield le explicó que a esto se debía su mareo, pero Mark no le creyó. Había leído en cincuenta libros distintos que el mareo del espacio era psicogénico. Incluso el doctor Sheffield trataba de engañarle a veces.

Y a pesar de no haber salido nunca de la Tierra, estaba acostumbrado a ver dos mil estrellas esparcidas sobre la bóveda terrestre, entre las que sólo habría una docena de primera magnitud.

Pero allí se apiñaban de una manera increíble. Por el pequeño círculo de la portilla podía ver un número de estrellas diez veces superior a todas las que se veían en el cielo de la Tierra. ¡Y cómo brillaban!

Grabó con avidez en su mente aquella disposición estelar, que le resultaba abrumadora. Sabía las cifras del enjambre de Hércules, por supuesto. Contenía entre uno y diez millones de estrellas —todavía no se había podido realizar un cálculo exacto— pero una cosa son las cifras y otra las estrellas reales. Espoleado por un deseo acuciante quiso contarlas. Sentía curiosidad por conocer su número. Se preguntó si todas tenían nombre; si se poseían datos astronómicos sobre todas ellas. Las contó por grupos de cien. Dos… tres… hubiera podido hacer un cálculo mental pero le gustaba observar los objetos físicos reales cuando poseían una belleza tan arrebatadora… seis… siete… ocho…

Other books

The White Spell by Lynn Kurland
Desperation and Decision by Sophronia Belle Lyon
The Withdrawing Room by Charlotte MacLeod
Scared of Forever (Scared #2) by Jacqueline Abrahams
The War of the Worlds by H. G. Wells
My Hero by Tom Holt
The Chase, Volume 3 by Jessica Wood
Blackmailed by the Beast by Sam Crescent