Cuentos completos (38 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Es que en el pasado las cosas eran diferentes?

—Yo diría que sí. Hasta hace un millar de años no existía la educación; al menos, lo que ahora conocemos por ese nombre.

George intervino:

—Ya lo sabía. La gente aprendía a fragmentos, estudiando libros.

—¡Caramba! ¿Cómo es que lo sabías?

—Lo oí decir —dijo George, cautelosamente, añadiendo—: ¿Sirve de algo preocuparse por lo que ocurrió hace tanto tiempo? Quiero decir si vale la pena preocuparse por algo que ya terminó definitivamente.

—Nunca termina nada definitivamente, amigo. El pasado explica el presente. Por ejemplo, ¿por qué es como es nuestro sistema educativo?

George se agitó, inquieto. Su interlocutor no hacía más que volver siempre al mismo tema. Rezongó:

—Porque es el mejor.

—¿Y por qué es el mejor? Ahora, si tienes la bondad de escucharme un momento, yo te lo explicaré. Entonces tú mismo comprenderás la utilidad que tiene la historia. Mucho antes que empezasen los viajes interestelares… —Se interrumpió al ver la expresión de pasmo que se pintaba en la cara de George—. ¿Acaso creías que habían existido siempre?

—Nunca se me había ocurrido pensarlo, señor Ingenescu.

—No me extraña. Pues hubo un tiempo, hace cuatro o cinco mil años, en que la Humanidad estaba confinada a la superficie de la Tierra. Aun así, su cultura tecnológica era bastante avanzada, y la población aumentó de tal suerte que el menor fallo técnico hubiera significado el hambre y las enfermedades para millares de personas. Para mantener el nivel técnico con el fin de atender a las demandas que presentaba una población siempre creciente, hubo que crear un número cada vez mayor de técnicos y científicos, pero al propio tiempo, a medida que las ciencias avanzaban, cada vez se tardaba más tiempo en prepararlos.

»Cuando empezaron a realizarse los primeros viajes interplanetarios, que luego se convirtieron en interestelares, el problema se agudizó. En realidad, la colonización de planetas extrasolares se hizo imposible durante unos mil quinientos años, debido a la falta de personal especializado.

»El momento crucial se alcanzó cuando se consiguió descubrir la técnica para almacenar los conocimientos en el cerebro humano. Una vez conseguido esto, fue posible crear cintas educativas que modificaban el mecanismo de tal manera que insertaban en la mente una suma de conocimientos «confeccionados», por así decirlo. Pero eso ya lo sabes.

»Una vez conseguido esto, ya no había ninguna dificultad en obtener especialistas a miles, a millones, y pudimos iniciar lo que alguien ha denominado la «Ocupación del Universo». Existen actualmente mil quinientos planetas habitados en la galaxia, y no se vislumbra todavía el fin.

»¿Comprendes lo que eso significa? La Tierra exporta cintas educativas para profesiones poco especializadas, ayudando así a unificar la cultura galáctica. Por ejemplo, las cintas de lectura aseguran la existencia de un único lenguaje para todos nosotros… No pongas esa cara de sorpresa; serían posibles otros idiomas, y en el pasado los había. Cientos de ellos.

»La Tierra también exporta profesionales altamente especializados, y mantiene su población a un nivel normal. Como se envían técnicos de ambos sexos en la debida proporción, el problema reproductivo está resuelto de antemano, y estos envíos contribuyen a aumentar la población de los Mundos Exteriores, de bajo índice demográfico. Además, estas exportaciones de cintas y personal se pagan con materias primas y artículos muy necesarios aquí, y de los cuales depende nuestra economía. ¿Comprendes ahora por qué nuestro sistema de educación es el mejor?

—Sí, señor.

—¿Te ayuda a comprenderlo saber que, cuando no existía, la colonización interestelar fue imposible durante mil quinientos años?

—Sí, señor.

—Entonces, también comprendes la utilidad de la historia. —Ingenescu sonrió—. Y te pregunto ahora: ¿comprendes el interés que siento por ti?

George cayó del tiempo y del espacio, para volver a la realidad. Al parecer, aquel historiador sabía muy bien adonde quería ir a parar. Su disertación no había sido más que una añagaza para atacarle desde un nuevo ángulo.

Poniéndose de nuevo a la defensiva, preguntó con cierta vacilación:

—¿Por qué?

—Los Científicos Sociales se ocupan de las sociedades, y éstas están formadas por individuos.

—Así es.

—Pero los individuos no son máquinas. Los profesionales que se ocupan de las ciencias físicas trabajan con máquinas. Sólo hay que saber unas cuantas cosas determinadas sobre una máquina, y los profesionales las saben en su totalidad. Además, todas las máquinas de un mismo tipo son tan parecidas que no poseen la menor individualidad. Pero los hombres son distintos… Son tan complicados y difieren tanto entre sí que un científico social nunca podrá saber todo lo que hay que saber, ni siquiera una buena parte. Para abarcar en lo posible su especialidad, tiene que hallarse dispuesto a estudiar a los individuos; en particular, a los que se apartan de lo corriente.

—Como yo —dijo George con voz monótona.

—Yo no me atrevería a llamarte un ejemplar raro, pero reconozco que eres algo fuera de lo corriente. Vale la pena estudiarte, y si me lo permites, yo, a cambio, trataré de ayudarte en tus dificultades, si es que puedo.

En la mente de George los engranajes giraban a toda velocidad. Pensaba en todo cuanto había oído… Aquella colonización de los mundos lejanos, que la educación había hecho posible. Le parecía como si unas ideas arraigadas y cristalizadas en su interior hubiesen sido hechas añicos, para ser esparcidas implacablemente.

—Déjeme pensar —dijo, tapándose los oídos con las manos. Luego las apartó y, dirigiéndose al Historiador, le dijo: —¿Podría usted hacerme un favor, señor Ingenescu?

—Si es posible… —repuso el Historiador, amablemente.

—Ha dicho usted que todo cuanto se diga en esta habitación quedará entre nosotros, ¿no es eso?

—Y lo sostengo.

—Entonces, consígame una entrevista con un funcionario de los Mundos Exteriores; con un funcionario de… Novia.

Ingenescu dio un respingo.

—Hombre, verás…

—Usted puede hacerlo —se apresuró a añadir George—. Ocupa un cargo importante. Vi la cara que puso el policía cuando le mostró aquella tarjeta. Si usted se niega, yo… no permitiré que me estudie.

Al propio George le pareció infantil aquella amenaza, desprovista de fondo. Sin embargo, pareció producir un gran efecto en Ingenescu.

El Historiador, pensativo, dijo:

—Me pides algo imposible. Un noviano durante el mes olímpico…

—Muy bien, si usted no quiere, llame a un noviano por visifono, y yo mismo le pediré una entrevista.

—¿Te atreverías?

—Naturalmente que sí. Espere y verá.

Ingenescu siguió contemplando a George, pensativo, y luego tendió la mano hacia el visifono.

George se dispuso a esperar, embriagado por el nuevo sesgo que tomaban las cosas y la sensación de poder que aquello le proporcionaba. Tenía que salir bien. Forzosamente. A pesar de todo, iría a Novia. Saldría triunfalmente de la Tierra a pesar de Antonelli y del pequeño rebaño de locos de la Residencia para (casi le hizo reír) débiles mentales.

George esperó ansiosamente a que la visiplaca se iluminase. Sería como una ventana abierta a la intimidad de los novianos, una ventana por la que vería un fragmento de vida noviana trasplantada a la Tierra. A las veinticuatro horas de su fuga, había conseguido realizar eso.

Se oyeron carcajadas mientras la placa se hacía menos borrosa y se enfocaba, mas por el momento no vio la cara de nadie; sólo sombras de hombres y mujeres que cruzaban rápidamente en todos sentidos. Se oyó claramente una voz sobre un fondo de conversación:

—¿Quién me llama? ¿Ingenescu?

Al instante siguiente apareció un rostro en la placa. Un noviano. Un noviano auténtico. (George no tenía la menor duda de ello. Aquellas facciones tenían algo completamente extraterrestre. Era algo indefinible, pero inconfundible por completo.)

Era un hombre de complexión fuerte, atezado y de cabellos ondulados peinados hacia atrás. Lucía un bigotillo negro y una barba puntiaguda, negra como su cabellera, que apenas alcanzaba más allá del extremo de su estrecho mentón; pero el resto de su cara era tan terso que parecía como si hubiera sido depilado permanentemente.

En aquel momento, el noviano sonreía:

—Ladislas, esto es pasar de la raya. Ya nos resignamos a que nos espíen, dentro de límites razonables, durante nuestra estancia en la Tierra, pero practicar la lectura mental es demasiado.

—¿Lectura mental, Honorable?

—¡Confiéselo! Usted sabía que yo iba a llamarle esta noche. Sabía también que sólo esperaba a terminar esta copa. —Levantó la mano, haciéndola aparecer en la pantalla, y miró a Ingenescu a través de una copita llena de un licor violeta pálido—. Siento no poder ofrecerle una.

George, que se hallaba fuera del campo de visión del transmisor de Ingenescu, no podía ser visto por el noviano, lo cual le producía una sensación de alivio. Necesitaba cierto tiempo para prepararse para la entrevista. Le parecía estar formado exclusivamente por dedos nerviosos que tamborileaban sin cesar…

Pero había dado en el clavo… Sus cálculos eran exactos. Ingenescu era un personaje importante. El noviano le llamaba por su nombre de pila.

¡Magnífico! Las cosas iban a pedir de boca. Lo que Antonelli le había hecho perder a George, éste lo recuperaría con creces gracias a Ingenescu. Y algún día, cuando fuese un hombre independiente, podría regresar a la Tierra tan poderoso como aquel noviano, que se permitía llamar a Ingenescu por su nombre de pila, para verse llamado por éste «Honorable»…

Cuando volviese, ya le ajustaría las cuentas a aquel bribón de Antonelli. Tenía que hacerle pagar aquel año y medio de reclusión forzosa, y…

Estuvo a punto de dejarse arrastrar por aquellos ensueños tentadores, pero se dominó al darse cuenta, angustiado, que perdía el hilo de los acontecimientos.

El noviano decía en aquellos momentos:

—Ni pies ni cabeza. Novia tiene una civilización tan complicada y avanzada como la de la Tierra. Tenga usted en cuenta que no somos Zeston. Es ridículo que tengamos que venir aquí en busca de técnicos.

Ingenescu dijo, conciliador:

—Solamente en busca de modelos nuevos. Nunca se sabe si estos modelos harán falta. Las cintas educativas les costarían a ustedes el mismo precio que un millar de técnicos, y, ¿cómo saben que necesitarían tantos?

El noviano tiró el licor restante y lanzó una carcajada. (A George le causó cierto disgusto ver que un noviano podía ser tan frívolo. Con cierta desazón, se preguntó si el noviano también había hecho lo propio con otras dos o tres copas antes de aquélla.)

El noviano dijo:

—Ésta es una mentira típica, Ladislas. Sabes muy bien que podemos absorber todos los nuevos modelos que nos envíen. Esta misma tarde he contratado a cinco Metalúrgicos…

—Lo sabía —dijo Ingenescu—. Estuve allí.

—¡Vigilándome! ¡Espiando! —gritó el noviano—. Pero espera un momento a que te diga esto. Los Metalúrgicos del último modelo que contraté sólo diferían del modelo anterior en que conocían el uso de los espectrógrafos Beeman. La modificación de las cintas con respecto al modelo del año anterior es insignificante. Solamente lanzan estos nuevos modelos para hacernos gastar dinero y venir aquí con el sombrero en la mano.

—No les obligamos a comprar.

—No, pero venden técnicos del último modelo a Landonum, y esto nos obliga a ponernos al día, si no queremos quedarnos rezagados. Nos han montado en un buen tiovivo, piadosos terrestres, pero esperen, que tal vez aún daremos con la salida.

Su risa sonaba algo forzada, y cesó más pronto de lo previsto.

Dijo Ingenescu:

—Hablando con sinceridad, ojalá la encuentren. Entre tanto, en cuanto a mi llamada, se debe sencillamente…

—Ah, sí, me llamó usted. Bueno, yo ya he dicho lo que tenía que decir; supongo que el año próximo nos obsequiarán con un nuevo modelo de Metalúrgico que nos costará un ojo de la cara, provisto probablemente de un nuevo dispositivo para analizar el niobio, y todo lo demás igual, y al otro año… Pero, dejémoslo. ¿Qué desea usted?

—Hay un joven aquí conmigo con el que desearía que usted hablase.

—¿Yo? —La idea no pareció ser muy del agrado del noviano—. ¿Y sobre qué?

—No sabría decirle. No me lo ha dicho. En realidad, ni siquiera me ha dicho su nombre ni profesión.

El noviano frunció el ceño.

—¿Entonces, por qué me molesta?

—Parece estar muy seguro que le interesará lo que tiene que decirle.

—¿Ah, sí?

—Además —añadió Ingenescu—, considérelo como un favor que yo le pido.

El noviano se encogió de hombros.

—Póngame con él y dígale que sea breve.

Ingenescu se hizo a un lado, y susurró al oído de George:

—Usa el tratamiento de «Honorable».

George tragó saliva con dificultad. Había llegado el momento decisivo.

El joven notó que estaba bañado en sudor. La idea acababa de ocurrírsele hacía poco, pero a la sazón no se sentía tan seguro. Empezó a vislumbrarla al hablar con Trevelyan, luego fermentó y adquirió forma durante la plática de Ingenescu, y por último, las propias observaciones del noviano le habían dado los toques finales.

George tomó la palabra:

—Honorable, si usted me lo permite, le indicaré el modo de bajarse del tiovivo.

Deliberadamente, utilizó la propia metáfora que había empleado el noviano.

Éste le miró ceñudo:

—¿De qué tiovivo hablas?

—El que usted mismo ha mencionado, Honorable. El tiovivo en que se encuentra Novia cuando se halla obligada a acudir a la Tierra en busca de…, de técnicos.

(No pudo evitar que los dientes le castañeteasen; no de miedo, pero sí a causa de la excitación que le dominaba.)

El noviano dijo:

—¿Tratas de insinuar que conoces un medio gracias al cual podríamos dejar de patrocinar el supermercado mental de la Tierra? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Sí, Honorable. Novia puede controlar su propio sistema educativo.

—Hum… ¿Sin cintas?

—Pues…, sí, Honorable.

El noviano, sin apartar la mirada de George, ordenó.

—Ingenescu, póngase ante mi vista.

El Historiador se colocó detrás de George, para que el noviano lo viese por encima del hombro del joven.

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