Cuentos completos (497 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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»Ay, saltaba a la vista. Era tarde; su esposo, recordé de repente, estaba fuera de la ciudad, su actitud hacia aquel hombre… Acepten la seguridad de que existe una forma que una mujer tiene de mirar a un hombre que es completamente inequívoca, y ésa es la que yo vi entonces. Y si todavía no hubiera estado seguro del todo, la expresión de su rostro, cuando ella miró hacia arriba y me vio, helada por la sorpresa, dejó todo al descubierto.

»Me fui inmediatamente, como es natural, sin hacer ningún tipo de saludo, pero el daño ya estaba hecho. Ella me llamó al día siguiente, totalmente angustiada, la pobre, temerosa de que yo pudiera ir con la historia a su esposo, y me dio una explicación en absoluto convincente. Yo le aseguré que aquello era un asunto que no me interesaba lo más mínimo y que era algo tan falto de importancia que ya lo había olvidado… Me alegro, sin embargo, de no haber tenido que enfrentarme al hombre, porque a él le hubiera pegado.

Drake dijo:

—¿Conocía usted al hombre?

—Un poco —contestó Serváis—. Se movía en ambientes muy distintos. Conocía su nombre; pude reconocerlo…, pero no importa, pues después de aquel día ya no lo volví a ver. Fue prudente por su parte el mantenerse alejado.

Avalon dijo:

—Pero, ¿por qué se suicidó ella? ¿Acaso tenía miedo de que su esposo lo descubriera?

—¿Se tiene miedo a ser descubierto en casos como éste? —preguntó Serváis alzando ligeramente su labio superior—. Además, si ella lo hubiera tenido, seguramente hubiera acabado con el
affaire.
No, no, fue algo mucho más corriente y normal que eso. Algo inevitable. En un asunto como éste, caballeros, hay tensiones y riesgos que, además de ser importantes, añaden realmente un componente de romance. Les aseguro que no soy en absoluto desconocedor de tales cosas.

»Pero el romance, digan lo que digan los libros de cuentos, no dura siempre y acaba forzosamente por desvanecerse más rápidamente para uno que para otro. Pues en este caso se desvaneció para el hombre antes que para la mujer… Y el hombre optó por el tipo de acción que a veces uno lleva a cabo en este tipo de asuntos. Se marchó…, se fue… Desapareció. Y, por tanto, la dama se suicidó.

Trumbull se irguió y frunció el ceño ferozmente.

—¿Por qué razón?

—Supongo que por esa razón, caballero. Se ha sabido que ocurrió así. Yo no me enteré de la desaparición del hombre, puede usted comprenderlo, hasta un tiempo después. Tras el suicidio, fui en su busca porque sentía que él era en cierto modo responsable y esperando desahogar mis sentimientos haciéndole sangrar la nariz… Tengo un profundo afecto a mi socio, usted lo entiende, y sufro con su sufrimiento… Pero descubrí que el buen amante se había marchado hacía dos semanas sin dejar nueva dirección. No tenía familia y a esecanalla le fue muy
fácil
marcharse. Pude haber encontrado su paradero, supongo, pero mis sentimientos no eran tan fuertes como para empujarme a ir más lejos. Y, sin embargo, tengo un sentimiento de culpabilidad…

—¿Culpabilidad de qué? —preguntó Avalon.

—Se me ocurrió que, cuando los descubrí…, totalmente sin querer, por supuesto…, el elemento del riesgo se hizo inaceptablemente alto para el hombre. Sabía que yo lo conocía. Quizá pensó que, más pronto o más tarde, el asunto saldría a la luz y no deseaba esperar los resultados. Si yo no hubiera entrado por casualidad en aquel bar, quizás estarían todavía juntos, quizás ella aún viviría. ¿Quién sabe?

Rubin dijo:

—Eso es impensable, Jean. No puede usted, racionalmente, basarse en hipótesis en esta historia… Pero se me ocurre algo.

—¿Sí, Manny?

—Después del suicidio, su socio estaba muy tranquilo, nada era importante para él. Creo que así lo explicó usted. Pero ahora riñe con usted violentamente pese a que nunca antes lo había hecho, deduzco yo. Algo debe haber ocurrido, además del suicidio. Quizás «ahora» ha descubierto la infidelidad de su esposa y esa idea lo vuelve loco.

Serváis negó con la cabeza.

—No, no. Si usted piensa que yo se lo dije, está usted muy equivocado. Admito que, de vez en cuando, pienso que debería decírselo. Es difícil ver a mi pobre amigo consumirse por culpa de una mujer que, después de todo, no lo merecía. No es justo consumirse pensando en alguien que no le fue fiel en vida. ¿No debería decírselo? A menudo me parece que no sólo debería hacerlo, sino que estoy obligado a ello. Se enfrentaría a la verdad y podría empezar una nueva vida… Pero entonces pienso, es más, «estoy seguro», de que no me creería, que nuestra amistad se rompería y que él estaría peor que antes.

Rubin dijo:

—No me entiende. ¿No podría ser que algún «otro» se lo hubiera dicho? ¿Cómo sabe usted que es la única persona que está enterada?

Serváis pareció un poco alarmado. Pensó en ello y luego dijo:

—No. En ese caso, él me hubiera puesto al corriente, sin duda. Y le aseguro que me lo hubiera comunicado con el mayor grado de indignación, a la vez que me informaba de su inmediata intención de golpear al malvado que se atrevía así a calumniar a su ya fallecido ángel.

—No —intervino Rubín—, si lo que se le hubiera dicho fuera que «usted» era el amante de su mujer. Aunque se negara a creerlo, aunque derribara a golpes al que le informó, ¿le hubiera explicado a «usted» la historia en tales circunstancias? ¿Acaso podía estar él totalmente seguro? ¿Hubiera podido evitar no meterse con usted en un caso como éste?

Serváis pareció todavía más alarmado. Dijo lentamente:

—No, naturalmente que no. Nadie pudo de ninguna manera haber pensado en eso. La mujer de Howard no me atraía lo más mínimo, compréndalo. —Miró hacia arriba y dijo furiosamente—: Deben aceptar el hecho de que digo la verdad sobre ello. «No» era yo, y no quiero que se sospeche de mí. Si alguien ha dicho que era yo, sólo pudo haberlo hecho con deliberada mala intención.

—Quizás así fue —dijo Rubín—. ¿No podría haber sido el auténtico amante el que hubiera hecho la acusación…, por temer que usted lo descubriría? Consiguiendo así adelantarse en su historia…

—¿Por qué iba a hacer eso? Está fuera. Nadie sospecha de él. Nadie lo persigue.

—Podría no saberlo —terció Rubin.

—Perdóneme. —La voz de Henry sonó suavemente desde el lugar donde estaba la vitrina—. ¿Podría hacer una pregunta?

Serváis miró asombrado, pero mantuvo su corrección. Dijo:

—¿Puedo hacer algo por usted, camarero?

Henry dijo:

—No estoy seguro, señor, de haber entendido bien qué tipo de disputa existía entre usted y su socio. Seguramente debía tratarse sobre decisiones de enorme complejidad por lo que se refería a los detalles técnicos de la colonia.

—Usted no conoce más que una pequeña parte de ello —dijo Serváis indulgentemente.

—¿Se peleaban su socio y usted por todos esos detalles, señor?

—No. No —contestó Serváis—. No nos peleamos. Existieron discusiones, por supuesto. Es inútil pensar que dos hombres, cada uno con una fuerte personalidad y marcadas opiniones, iban a estar de acuerdo en todo o en casi todo, pero la cosa funcionaba razonablemente bien. Discutíamos pero, finalmente, llegábamos a alguna conclusión. A veces ganaba yo, otras veces él y a veces ninguno de los dos.

—Pero entonces —siguió Henry— surgió esa disputa sobre la colocación efectiva de la colonia en el cráter y todo fue diferente. Su socio mostró furiosamente su desacuerdo incluso con el nombre del cráter y, en este único tema, no quiso transigir ni lo más mínimo.

—Ni lo más mínimo. Está usted en lo cierto. Y sólo en este único tema.

Henry siguió:

—Entonces, ¿debo entender que en ese momento, cuando el señor Rubín imagina que su socio está muy enfadado porque sospecha de usted, él se comporta de forma por completo razonable y civilizada en lo que respecta a todos los delicados temas de la ingeniería lunar, pero permanece intolerante y frenéticamente obstinado y resuelto sólo sobre el tema del emplazamiento…, sobre si debía ser Copérnico u otro cráter, el lugar donde iba a ser construida la colonia?

—Sí —dijo Serváis con satisfacción—. Así es precisamente como ocurrió y ya sé a dónde quiere usted llegar. Es impensable imaginar que se peleara conmigo por el tema del emplazamiento, malhumorado por la sospecha de que yo le hubiera puesto los cuernos, cuando no se peleaba en lo que respecta a ninguno de los otros puntos. Decididamente, él no sospecha de un mal comportamiento por mi parte. Gracias, Henry.

Henry dijo:

—¿Podría continuar un momento, señor?

—Por supuesto —concedió Serváis.

—Al principio de la noche —prosiguió Henry—, el señor Rubín fue muy amable en preguntarme sobre mi opinión acerca de las técnicas de su profesión. Se planteó el tema de la deliberada omisión de detalles por parte de testigos.

—Sí —dijo Serváis—, recuerdo la discusión. Pero yo no he omitido deliberadamente ningún detalle.

—Usted no mencionó el nombre del amante de la señora Kaufman.

Serváis frunció el ceño.

—Supongo que no lo hice, pero no fue algo deliberado. Es totalmente irrelevante.

—Quizá lo sea —porfió Henry—, a menos que suceda que se llame Bailey.

Serváis se quedó helado en la silla. Luego dijo angustiado:

—No recuerdo haberlo mencionado. ¡Cielos…!, ya veo de nuevo por dónde va. Si se me ha escapado el nombre sin que yo me acuerde de ello, es posible suponer que, sin darme cuenta, pueda haber dicho algo que condujera a Howard a sospechar…

Gonzalo dijo:

—Eh, Henry, no recuerdo que Jean nos haya dado ningún nombre.

—Ni yo tampoco —admitió Henry—. Usted no dijo el nombre, señor.

Serváis se tranquilizó poco a poco y después dijo, frunciendo el ceño.

—Entonces, ¿cómo lo supo usted? ¿Acaso conoce usted a esa familia?

Henry negó con la cabeza.

—No, señor, fue simplemente una idea que se me ocurrió al explicar usted su historia. Por su reacción, puedo deducir que el nombre de aquel hombre es Bailey.

—Martin Bailey —contestó Serváis—. ¿Cómo lo supo usted?

—El nombre del cráter en el que deseaba instalar el emplazamiento es Bahyee, el nombre de la ciudad seria entonces Colonia Bahyee.

—Sí.

—Pero ésa es la pronunciación en francés del nombre de aquel astrónomo francés. ¿Cómo se deletrea?

Serváis dijo:

—B-a-i-l-l-y… ¡Dios mío, «Bailly»!

Henry siguió:

—Que, de acuerdo con la pronunciación inglesa, equivale al nada infrecuente apellido Bailey. Estoy completamente seguro de que los astrónomos norteamericanos utilizan la pronunciación inglesa, y que el señor Kaufman también lo hace. Usted nos ocultó esa información, señor Serváis, porque usted nunca pensó en el cráter de otra forma que como Bahyee. Incluso mirándolo, oiría el sonido francés en su mente y no lo relacionaría con Bailey, el apellido norteamericano.

Serváis dijo:

—Pero todavía sigo sin comprender.

—¿Hubiera querido su socio publicar el nombre y situar el emplazamiento de una colonia lunar en Bailey? ¿Hubiera querido tener una colonia llamada Colonia Bailey después de lo que un Bailey le había hecho?

—Pero él no «sabía» lo que Bailey le había hecho —porfió Serváis.

—¿Cómo lo sabe usted? ¿Por qué hay un viejo refrán que dice que el esposo es siempre el último en enterarse? ¿De qué otra forma puede usted explicar su totalmente irracional oposición a este punto exclusivamente, incluso su insistencia en que el nombre en sí es horrible? Es demasiado para que se trate de una coincidencia.

—Pero si lo sabía…, si lo sabia…, a mí no me lo dijo. ¿Por qué discutir por ello? ¿Por qué no me lo explicó?

—Supongo —prosiguió Henry— que él no sabía que usted lo sabía. En este supuesto, ¿iba él a ofender a su esposa muerta, explicándoselo todo a usted?

Serváis se agarró de su pelo.

—Nunca lo imaginé… Ni por un momento.

—Todavía hay algo más —siguió Henry, con tristeza.

—¿Qué?

—Uno podría preguntarse cómo llegó a ocurrir la desaparición de Bailey si su socio sabía la historia. ¿Podría preguntarse si Bailey sigue vivo? ¿No es posible que el señor Kaufman, echándole toda la culpa al otro hombre, se enfrentase a su esposa para decirle que había hecho que su amante se alejara de ella, incluso quizá que lo había matado, y le pidió entonces que volviera con él…, y la respuesta fue el suicidio?

—No —replicó Serváis—. Eso es imposible.

—Lo mejor sería encontrar al señor Bailey y asegurarse de que está vivo. Es la única forma de probar la inocencia de su socio. Podría ser un trabajo para la Policía.

Serváis se había puesto muy pálido.

—No puedo ir a la Policía con una historia como ésta.

—Si no lo hace —contestó Henry—, puede ocurrir que su socio, obsesionado por lo que ha hecho…, si es cierto que lo ha hecho, acabará finalmente por tomarse la justicia por su mano.

—¿Quiere decir que se matará? —susurró Serváis—. ¿Es ésa la elección a la que me enfrenta usted: acusarle ante la Policía o esperar a que se mate?

—O ambas cosas —concluyó Henry—. La vida es muy cruel.

Viernes 13 (1976)

“Friday the Thirteenth”

Mario Gonzalo desenrolló una larga bufanda carmesí y la colgó junto a su abrigo con una actitud de descontento.

—Viernes trece —dijo—; es un día podrido para el banquete y tengo frío.

Emmanuel Rubin, que había llegado antes al banquete mensual del club de los Viudos Negros, y que había tenido oportunidad de calentarse tanto externa como internamente, dijo:

—Eso no es frío. Cuando era chico en Minnesota, solía salir y ordeñar vacas… tenía ocho años…

—Y cuando llegabas a casa la leche se había helado en el balde. Ya te lo oí contar antes —dijo Thomas Trumbull—. Pero demonios, éste era el único viernes del mes que podíamos usar, si tenemos en cuenta que el Milano cierra por dos semanas el miércoles que viene, y…

Pero Geoffrey Avalon, mirando con austeridad desde su metro ochenta y pico de altura, dijo con voz profunda:

—No des explicaciones, Tom. Si alguien es un idiota tan supersticioso como para creer que el viernes es más desafortunado que cualquier otro día de la semana, o que el trece es más desafortunado que cualquier otro número, y que la combinación de ambos tiene alguna influencia maléfica sobre todos nosotros… entonces que se lo deje en la oscuridad y que rechine los dientes. —Era el anfitrión del banquete en esa ocasión y sin duda sentía un interés de propietario por el día.

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