Cuentos completos (38 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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El muchacho empuñó un bolígrafo, y ella abrió una libretita roja. A dos metros escasos de la pareja, Sergio Rivera estaba inmóvil, con los labios apretados.

«Anotá», dijo la muchacha, «María Elena Suárez, Koenigstrasse 21, Nuremberg. ¿Y vos?». «Eduardo Rivera, Lagergasse 9, Viena III.» «¿Y cuánto tiempo vas a estar?» «Por ahora, un año», dijo él. «Qué feliz, che. ¿Y tu viejo no protesta?»

El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio no pudo entender las palabras porque en ese preciso instante el parlante (la misma voz femenina de siempre, aunque ahora extrañamente cascada) informaba: «LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar».

Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez audible para Sergio: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabés?, en un accidente de aviación».

Péndulo

El primero de sus llantos fue poderoso y traspasó fácilmente las cuatro paredes, cubiertas de pálidas guirnaldas. Después de todo, nacer siempre ha sido importante, aunque el nacido sólo sea capaz de advertir esa importancia con mucho atraso. Por lo pronto, tampoco el médico partero parecía advertirlo, ya que su profesionalísimo alarde de sostener con una sola mano aquel cuerpecito de un remolacha tenue, no se correspondía con el significado metafísico del momento. En el lecho, la madre se desprendía de los últimos gajos de sufrimiento para así poder arrellanarse en su incipiente felicidad. Él le dedicó la segunda de sus miradas (la primera había encontrado el blanco cielo raso), pero aún ignoraba que aquello era su madre, la oscura cueva de donde había emergido. Lo metieron en el baño con infinitas precauciones, y sintió el agua en las manos diminutas. Se hundía, se hundía, pero al fin dominó el calambre y salió a flote. La costa estaba cerca, pero él no hacía pie y aquel torniquete podía volver en cualquier momento. En consecuencia, empezó a bracear lentamente, sin dejarse dominar por los nervios y tratando de respirar en el ritmo debido. Había tragado agua en abundancia, pero sobre todo había tragado pánico. Su compás de brazadas era ahora parsimonioso y el corazón ya le golpeaba menos. Cuando pasó junto a Beba, que hacía la plancha con el abandono de quien duerme la siesta en un catre, tuvo incluso ánimo suficiente como para pellizcarla, aguantar sus gritados reproches, y pensar que su mujer no estaba mal con el traje de baño de dos piezas, y que a la noche, sin ellas, estaría aún mucho mejor. Cuando hizo definitivamente pie, sintió que las piernas se le aflojaban, y hasta le pareció que se le iba la cabeza. En realidad, sólo en ese instante aquilató la tremenda injusticia que habría representado su muerte en plena luna de miel. Entonces Agustín, desde la arena, le tiró violentamente la pelota y él tuvo que dar un salto para alcanzarla. No sólo se le pasó el mareo sino que también tuvo fuerzas para tirar la pelota contra el almanaque que estaba allí, a los pies de la camita. La pelota rebotó y volvió a él que la golpeó con repentino entusiasmo. La madre, fresca, rozagante, con una bata color crema, apareció en la puerta del baño, y él se calmó. Dejó la pelota para tenderle los brazos y sonreír, entre otras razones, por la perspectiva alimenticia que se abría. «¿Tenés hambre, tesoro?», preguntó ella, y él exteriorizó violentamente su impaciencia. La madre lo sacó de la cama, se abrió la bata y le dio el pecho. El pezón estaba dulce, todavía con gusto a jabón de pino. Los primeros tragos fueron rápidos, atolondrados. La pobre garganta no daba abasto. No obstante, pasada la primera urgencia, la voracidad decreció y él tuvo tiempo para dedicarse a un disfrute adicional: el roce de los labios contra la piel del pecho. Cerró los ojos por dos motivos: para concentrarse en goce tan complejo, y para no seguir mirando ciertos poros hipnotizantes. Cuando los abrió, el seno de Celeste llenaba su mano. Examinó aquellas venitas azules que siempre le resultaban turbadoras, pero de paso miró también el despertador. «Vestite», dijo, «tengo que irme». Celeste se movió suavemente, como una gata, pero no se incorporó. «Yo, en cambio, puedo quedarme», dijo. Él pensó que ella lo estaba provocando. Sólo imaginarlo era un disparate, pero a él no le gustaba irse y dejarla allí, desnuda, aunque quedase sola, aunque su desnudez fuera, a lo sumo, para el espejo ovalado y eunuco. Quizá sólo quería retenerlo media hora más, pero no podía ser. Beba lo esperaba en la puerta del cine. Ya en este momento lo estaría esperando, y él no quería más incidentes, más celos, más llanto. «Quedate, si querés», dijo, «pero vestite». Levantó el puño para acompañar la orden, pero aún lo tenía en alto cuando se dio cuenta de que el golpe sobre el cristal del tocador sonaría a destiempo. Y así fue con un tono culpable, murmuró: «Perdón, tío», pero el silencio del viejo fue bastante elocuente. Estaba claro que no perdonaría. «Estos arranques te pueden costar caro. Ahora no importa demasiado que quiebres el cristal del escritorio. Pero a lo mejor estás también quebrando tu futuro.» Qué comparación lamentable, pensó él. «Ya dije perdón», insistió. «Pedir perdón es humillante y no arregla nada. La solución no es pedir perdón, sino evitar los estallidos que hacen obligatorias las excusas.» Sintió que se ponía colorado, no sabía si de vergüenza de sí mismo o de la situación. Pensó en la mala suerte de ser huérfano, pensó que su padre lo había traicionado con su muerte prematura, pensó que un tío no puede ser jamás un segundo padre, pensó que sus propios pensamientos eran en definitiva mucho más cursis que los del tío. «¿Puedo irme?», preguntó, tratando de que su voz quedara a medio camino entre la modestia y el orgullo. «Sí, será mejor que te vayas.» «Sí, será mejor que te vayas», repitió Beba entre lágrimas, y él sintió que otra vez empezaba el chantaje, porque el llanto de su mujer, aunque esta vez fuera interrumpido por las nerviosas chupadas al cigarrillo, despertaba en él inevitablemente la conmiseración y cubría los varios rebajamientos del amor, verificados en nueve años de erosión matrimonial. Él sabía que dos horas después se encontraría con su propio disgusto, con sus ganas irrefrenables de largarlo todo, con su creciente desconfianza hacia la rutina y la mecánica del sexo, con su recurrente sensación de asfixia. Pero ahora tenía que aproximarse, y se aproximó. Puso la mano sobre el hombro de Beba, y sintió cómo su mujer se estremecía y a la vez cómo ese estremecimiento significaba el final del llanto. La sonrisa entre lágrimas, esa suerte de arco iris facial, lo empalagó como nunca. Pese a todo, la rodeó con sus brazos, la besó junto a la oreja, le hizo creer que el deseo empezaba a invadirlo, cuando la verdad era que él se imponía a sí mismo el deseo. Ella dejó el cigarrillo encendido en el borde de la mesa de noche, y se tendió en la cama. Él se quitó la camisa, y antes de seguir desnudándose, se inclinó hacia ella. De pronto pegó un salto: el cigarrillo le había quemado la espalda. Profirió un grito ronco y no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. «Bueno», dijo el hombre de marrón al hombre de gris, «por ahora no lo quemés más». La voz sonó cansada, opaca, al costado del chicle. «Mirá que sos porfiado», dijo el de gris, y él no hizo ningún comentario, entre otras cosas porque el dolor y la humillación le habían quitado el aliento. «Fijate, botija, que no te estamos pidiendo nombres. No te estamos pidiendo que traiciones a nadie. Te pedimos una fecha, sólo eso. Mirá qué buenos somos. La fecha de la próxima bombita. Andá, ¿qué te cuesta? Así nos vamos todos a dormir, y mientras vos soñás con Carlitos Marx, nosotros soñamos con los angelitos. ¿No tenés ganas de dormir un rato, digamos, quince horas? A ver, Pepe, mostrale una almohada. ¿O estás desvelado? A ver, Pepe, prendé la otra luz. No, ésa no, sólo tiene doscientas bujías. Prendé mejor el reflector.» El reflector no importaba. Él podía aguantar sin dormirse. Estos tipos subestimaban siempre la resistencia física de los jóvenes. Un viejo puede ser que cante, porque está gastado, porque siente pavor ante la mera posibilidad del sufrimiento físico, pero un muchacho sabe por qué y por quién se sacrifica. «Bueno, Pepe», dijo el de marrón, «si el botija sigue callado no vas a tener más remedio que encender otra vez el cigarrillo». Él escuchó, sin mirar, el ruido que hizo el fósforo al ser frotado contra la suela del zapato. Todo su cuerpo se organizó para la resistencia, pero seguramente descuidó alguna zona, porque de pronto su boca se abrió, independientemente de su voluntad, como si fuera la boca de otro, y pronunció con claridad pasmosa: «Dieciocho de agosto». La voz del tipo de marrón sonó secretamente decepcionada: «Francamente, creí que eras más duro. Soltalo, Pepe, ponele una curita sobre la quemadura, devolvele las cosas y que se largue». Él sintió una presión repentina en el estómago, pero esta vez el sufrimiento no venía de afuera. Se inclinó un poco hacia adelante y al fin pudo vomitar. Cuando cesaron las arcadas, vio el mar allá abajo, que golpeaba contra el costado del barco. Después del esfuerzo, sus músculos se relajaron y se sintió mejor. Se apartó de la borda y sólo entonces advirtió que José Luis lo había estado mirando. Trató de alejarse, pero el otro lo atajó: «¿Te sentís mal?». «No, ya pasó», dijo él, sintiéndose irremediablemente ridículo y limpiándose la boca con el pañuelo. «No mirés hacia abajo», dijo José Luis. «Mejor vamos al bar y tomás algo fuerte.» Él se dejó llevar y pidieron un whisky y un vodka. José Luis tenía razón: desde el primer trago, la bebida le cayó bien, y terminó de acomodarle el estómago. «¿Estás contento de regresar?», preguntó José Luis. Él demoró unos segundos, tratando de reconocer en sí mismo si estaba o no contento de su vuelta. «Creo que sí», dijo. «No sabés cuánto me tranquiliza», comentó José Luis, «que hayas acabado por fin con aquellos escrúpulos idiotas». «Bueno, no tan idiotas.» «Mirá, lo peor son las medias tintas. Vos y yo sabemos que esto no es limpio. Por algo nos da tanta plata. Pero también hay una ley: una vez que uno se decide, ya no se puede seguir jugando a la conciencia. Dejá la conciencia para los que no cobran, así se entretienen pobres.» Él apuró de un solo trago lo que quedaba en el vaso, y se puso de pie. «Me voy a dormir.» «Como quieras», dijo José Luis. Él salió al pasillo, que a esa hora estaba desierto. Desde el salón de segunda clase llegaba un ritmo amortiguado, y de vez en cuando el alarido de un sexo. Pensó que siempre se divertían más los de segunda que los de primera. Dobló por el pasillo de la derecha. No había dado cinco pasos cuando se apagó la luz. Vaciló un momento, y luego siguió caminando. Le pareció que detrás de él sonaban pasos. Trató de encender un fósforo, pero la mano le tembló. Los pasos se acercaban y él sintió ese miedo primario, elemental, para el que nunca tuvo defensas. Caminó algo más rápido, y luego, pese a los vaivenes del barco, terminó corriendo. Corrió, corrió, esquivando los árboles, y además saltando sobre las sombras de los árboles. Allá adelante estaba el balneario con sus luces. Él no quería ni podía mirar hacia atrás. Los pasos crujían ahora sobre la alfombra de hojas y ramitas secas. Si me salvo de ésta, nunca más, pensó. La víspera había invocado sus doce años recién cumplidos para que lo dejaran ir solo a la casa de Aníbal. El viaje de ida no importaba. Pero el de vuelta. Nunca más. A veces sus pasos parecían coincidir exactamente con los del perseguidor, y entonces la duplicación camuflaba los de éste hasta casi borrarlos. Si viene al mismo ritmo que yo, pensó, me alcanzará, porque ha de tener las piernas mucho más largas. Corrió con mayor desesperación, tropezando con piedras y ramas caídas, pero sin derrumbarse. Ni siquiera se tranquilizó cuando llegó a la carretera. Recorrió los pocos metros que lo separaban del chalet, trepó la escalera de dos en dos, encendió la luz, pasó doble llave, y se tiró de espaldas en la cama. El alocado ritmo de su respiración se fue calmando. Qué linda esta seguridad, qué suerte esta bombilla eléctrica, qué cerrada esta puerta. De pronto sintió que la cama era arrastrada por alguien. Es decir, la camilla. La sábana le llegaba hasta los labios. Sin saber por qué, recurrió urgentemente a la imagen de Celeste. Cuántos años. Qué curioso que en este instante no recordara ni sus senos ni sus muslos, sino sus ojos. Sin embargo, no pudo detenerse demasiado en aquella luz verde, casi gris. El dolor del vientre volvió con todos sus cuchillos, sus dagas, sus serruchos. «Déle otra», dijo la túnica que estaba a su derecha. «Esperemos que sea la última», dijo la túnica que estaba a su izquierda. Sintió que le quitaban la sábana; luego, vino el pinchazo. Poco a poco los cuchillos regresaron a sus vainas. Cerró los ojos para encontrarse a sí mismo, y luego los abrió para agradecer. La mirada permaneció largamente abierta. Se produjo un blanquísimo silencio. Entonces el péndulo dejó de oscilar.

Cinco años de vida

Miró con disimulo el reloj y confirmó sus temores. Las doce y cinco. Si no empezaba inmediatamente a despedirse, perdería el último
métro.
Siempre le sucedía lo mismo. Cuando alguien, empujado por la nostalgia, propia o ajena, o por el alcohol, o por cierta reprimida vocación de
vedette,
se lanzaba por fin a la confidencia, o alguna de las mujeres presentes se ponía de pronto más bonita o más accesible o más tierna o más interesante que de costumbre, o alguno de los más veteranos contertulios, generalmente algún anarquista de la vieja hornada, empezaba a relatar su versión personal y colorida de la lucha casa por casa en el Madrid de la guerra civil, es decir, cuando la reunión por fin se rescataba a sí misma de las bromas de mal gusto y los chismes de rutina, precisamente en ese instante decisivo él tenía que hacer de aguafiesta y privar a su antebrazo del efectivo estímulo de alguna mano femenina, suave y emprendedora, y ponerse de pie y decir, con incómoda sonrisa: «Bueno, llegó mi hora fatal», y despedirse, besando a las muchachas, y palmeando a los hombres, nada más que para no perder el último
métro.
Los demás podían quedarse, sencillamente porque vivían cerca o —los menos— tenían auto, pero Raúl no podía permitirse el lujo de un taxi y tampoco le hacía gracia (aunque en dos ocasiones lo había hecho) la perspectiva de irse a pie desde Corentin Celton hasta Bonne Nouvelle, anodina hazaña que equivalía a atravesar medio París.

De modo que, ya decidido, tomó uno por uno los dedos finos de Claudia Freire, que en la última hora habían reposado solidariamente en su rodilla derecha, y los fue besando, en actitud compensadora, antes de dejarlos sobre la pana verde del respaldo. Luego dijo, como siempre: «Bueno, llegó mi hora fatal», aguantó a pie firme los discretos silbidos reprobatorios y el comentario de Agustín: «Guardemos un minuto de silencio en homenaje a Cenicienta, que debe retirarse a su lejano hogar. No vayas a olvidarte el zapatito número cuarenta y dos». Raúl aprovechó las carcajadas de rigor para besar las mejillas calientes de María Inés, Nathalie (única francesa) y Claudia, y las inesperadamente frescas de Raquel, pronunciar un audible «chau a todos», cumplir el rito de agradecer la invitación a los muy bolivianos dueños de casa, y largarse.

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