—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —preguntó.
A esta demostración de desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: «¡Socorro!».
—¡Socorro! —repitió el malvado—. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
—¡Déngase con fuerza! —gritó—. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarse bien y ser más sensato?
Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.
—Entonces… ¿cree por fin? —inquirió—. ¿Cree por fin en la bosipilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
—¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?
Asentí otra vez.
—¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?
Una vez más dije que sí.
—Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Singular.
Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta que encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando…
—¡Fáyase al tiablo, entonces! —rugió el Ángel de lo Singular.
Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.
Al recobrar los sentidos —pues la caída me había aturdido terriblemente— descubrí que eran las cuatro de la mañana.
Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.
Relato en el que hay una alegoría
Los dioses toleran a los reyes
Aquello que aborrecen en la canalla.
(Buckhurst,
La tragedia de Ferrex y Porrex)
Al toque de las doce de cierta noche del mes de octubre, durante el caballeresco reinado de Eduardo III, dos marineros de la tripulación del
Free and Easy
, goleta que traficaba entre Sluis y el Támesis y que anclaba por el momento en este río, se asombraron muchísimo al hallarse instalados en el salón de una taberna de la parroquia de St. Andrews, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre Marinero».
Aquel salón, aunque de pésima construcción, ennegrecido por el humo, bajo de techo y coincidente en todo sentido con los tugurios de su especie en aquella época, se adaptaba bastante bien a sus fines, según opinión de los grotescos grupos que lo ocupaban, instalados aquí y allá.
De aquellos grupos, nuestros dos marinos constituían el más interesante, si no el más notable.
El que aparentaba más edad, y a quien su compañero daba el característico apelativo de «Patas», era mucho más alto que el otro. Debía de medir seis pies y medio, y el encorvamiento de su espalda era sin duda consecuencia natural de tan extraordinaria estatura. Lo que le sobraba en un sentido, veíase más que compensado por lo que le faltaba en otros. Era extraordinariamente delgado y sus camaradas aseguraban que, estando borracho, hubiera servido muy bien como gallardete en el palo mayor; mientras que, hallándose sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés. Pero estas bromas y otras de la misma naturaleza no parecían haber provocado jamás la menor reacción en los músculos de la risa de nuestro marino. De pómulos salientes, gran nariz aguileña, mentón huyente, mandíbula inferior caída y enormes ojos protuberantes, la expresión de su semblante parecía reflejar una obstinada indiferencia hacia todas las cosas de este mundo en general, aunque al mismo tiempo mostraba un aire tan solemne y tan serio que inútil sería intentar describirlo.
Por lo menos en la apariencia exterior, el marinero más joven era el exacto reverso de su camarada: Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de sólidas y arqueadas piernas sostenía su rechoncha y pesada figura mientras los cortos y robustos brazos, terminados en un par de puños más grandes que lo habitual, colgaban balanceándose a los lados como las aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color impreciso chispeaban profundamente incrustados bajo las cejas. La nariz se perdía en la masa de carne que envolvía su cara redonda y purpúrea, y su grueso labio superior descansaba sobre el inferior, todavía más carnoso, con una expresión de profundo contento que se hacía más visible por la costumbre de su dueño de lamérselos de tiempo en tiempo. No cabía duda de que miraba a su altísimo camarada con una mezcla de maravilla y de burla; de cuando en cuando contemplaba su rostro en lo alto, como el rojo sol poniente contempla los picos del Ben Nevis.
Varias y llenas de incidentes habían sido las peregrinaciones de aquella meritoria pareja durante las primeras horas de la noche, por las diferentes tabernas de la vecindad. Pero ni las mayores fortunas duran siempre, y nuestros amigos se habían aventurado en este último salón con los bolsillos vacíos.
En el momento en que empieza esta historia, Patas y su camarada Hugh Tarpaulin
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hallábanse instalados con los codos sobre la gran mesa de roble del centro de la sala, y las manos en las mejillas. Más allá de un gran frasco de cerveza (sin pagar), contemplaban las ominosas palabras: «No se da crédito», que para su indignación y asombro, habían sido garrapateadas en la puerta mediante el mismísimo mineral cuya presencia pretendían negar
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. Lejos estamos de pretender que el don de descifrar caracteres escritos —don que en aquellos días se consideraba apenas menos cabalístico que el arte de trazarlos— hubiera sido conferido a nuestros dos hijos del mar; pero la verdad es que en aquellas letras había cierto carácter retorcido, ciertos bandazos de sotavento totalmente indescriptibles pero que, en opinión de ambos marinos, presagiaban abundancia de mal tiempo, y que los determinaron al unísono, conforme a las metafóricas expresiones de Patas, a «darle a las bombas, arriar todo el trapo y largarse viento en popa».
Habiendo, pues, apurado la cerveza que quedaba, y abotonados apretadamente sus cortos jubones, se lanzaron ambos a toda carrera hacia la puerta. Aunque Tarpaulin rodó dos veces en la chimenea, confundiéndola con la salida, acabaron por escabullirse felizmente, y media hora después de las doce, nuestros héroes estaban otra vez prontos a cualquier travesura, huyendo a toda carrera por una oscura calleja rumbo a St. Andrews’ Stair, encarnizadamente perseguidos por la huéspeda del «Alegre Marinero».
En los tiempos de este memorable relato, así como muchos años antes y muchos después, en toda Inglaterra, y especialmente en Londres, resonaba periódicamente el espantoso clamor de: «¡La peste!». La ciudad había quedado muy despoblada, y en las horribles regiones vecinas al Támesis, donde entre tenebrosas, angostas e inmundas callejuelas y pasajes parecía haber nacido el Demonio de la Enfermedad, erraban tan sólo el Temor, el Horror y la Superstición.
Por orden del rey aquellos distritos habían sido condenados, y se prohibía, bajo pena de muerte, penetrar en sus espantosas soledades. Empero, el mandato del monarca, las barreras erigidas a la entrada de las calles y, sobre todo, el peligro de una muerte atroz que con casi absoluta seguridad se adueñaba del infeliz que osara la aventura, no podían impedir que las casas, vacías y desamuebladas, fueran saqueadas noche a noche por quienes buscaban el hierro, el bronce o el plomo, que podía luego venderse ventajosamente.
Lo que es más, cada vez que al llegar el invierno se abrían las barreras, comprobábase que los cerrojos, las cadenas y los sótanos secretos habían servido de poco para proteger los ricos depósitos de vinos y licores que, teniendo en cuenta el riesgo y la dificultad de todo traslado, fueran dejados bajo tan insuficiente custodia por los comerciantes de alcoholes de aquellas barriadas.
Pocos, sin embargo, entre aquellos empavorecidos ciudadanos atribuían los pillajes a la mano del hombre. Los demonios populares del mal eran los espíritus de la peste, los dueños de la plaga y los diablos de la fiebre; contábanse historias tan escalofriantes, que aquella masa de edificios prohibidos terminó envuelta en el terror como en una mortaja, y hasta los saqueadores solían retroceder aterrados por la atmósfera que sus propias depredaciones habían creado; así, el circuito estaba entregado por completo a la más lúgubre melancolía, al silencio, a la pestilencia y a la muerte.
En una de aquellas aterradoras barreras que señalaban el comienzo de la región condenada viéronse súbitamente detenidos Patas y el digno Hugh Tarpaulin en el curso de su carrera callejuelas abajo. Imposible era retroceder y tampoco perder un segundo, pues sus perseguidores les pisaban los talones. Pero, para lobos de mar como ellos, trepar por aquellas toscas planchas de madera era cosa de juego; excitados por la doble razón del ejercicio y del licor, escalaron en un santiamén la valla y, animándose en su carrera de borrachos con gritos y juramentos, no tardaron en perderse en el fétido e intrincado laberinto.
De no haber estado borrachos perdidos, sus tambaleantes pasos se hubieran visto muy pronto paralizados por el horror de su situación. El aire era helado y brumoso. Las piedras del pavimento, arrancadas de sus alvéolos, aparecían en montones entre los pastos crecidos, que llegaban más arriba de los tobillos. Casas demolidas ocupaban las calles. Los hedores más fétidos y ponzoñosos lo invadían todo; y con ayuda de esa luz espectral que, aun a medianoche, no deja nunca de emanar de toda atmósfera pestilencial, era posible columbrar en los atajos y callejones, o pudriéndose en las habitaciones sin ventanas, los cadáveres de muchos ladrones nocturnos a quienes la mano de la peste había detenido en el momento mismo en que cometían sus fechorías.
Aquellas imágenes, aquellas sensaciones, aquellos obstáculos no podían, sin embargo, detener la carrera de hombres que, de por sí valientes y ardiendo de coraje y de cerveza fuerte, hubieran penetrado todo lo directamente que su tambaleante condición lo permitiera en las mismísimas fauces de la muerte. Adelante, siempre adelante balanceábase el lúgubre Patas, haciendo resonar la profunda desolación con los ecos de sus terribles alaridos, semejantes al espantoso grito de guerra de los indios; y adelante, siempre adelante contoneábase el robusto Tarpaulin, colgado del jubón de su más activo compañero, pero sobrepasando sus más asombrosos esfuerzos en materia de música vocal con rugidos
in basso
que nacían de la profundidad de sus estentóreos pulmones.
No cabía duda de que habían llegado a la plaza fuerte de la peste. A cada paso, a cada tropezón, su camino se volvía más fétido y horrible, los senderos más angostos e intrincados. Enormes piedras y vigas que de tiempo en tiempo se desplomaban de los podridos tejados mostraban con la violencia de su caída la enorme altura de las casas circundantes; y cuando, para abrirse paso a través de continuos montones de basura, había que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que las manos encontraran un esqueleto, o se hundieran en la carne descompuesta de algún cadáver.
Súbitamente, cuando los marinos se tambaleaban frente a la entrada de un alto y espectral edificio, un grito más agudo que de ordinario, brotando de la garganta del excitado Patas, fue respondido desde adentro con una rápida sucesión de salvajes alaridos, que semejaban carcajadas demoníacas. En nada acoquinados por aquellos sonidos que, dada su naturaleza, el lugar y la hora, hubieran helado la sangre de corazones menos ígneos que los suyos, nuestra pareja de borrachos se lanzó de cabeza contra la puerta, abriéndola de par en par y entrando a tropezones, en medio de un diluvio de juramentos.
La habitación en la cual se encontraron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres; pero una trampa abierta en un rincón del piso, próximo a la entrada, dejaba ver el comienzo de una bodega ampliamente provista, como lo proclamaba además la ocasional explosión de una que otra botella. En medio de la habitación había una mesa, en cuyo centro surgía un enorme cubo de algo que parecía
punch
. Profusamente desparramadas en torno aparecían botellas de diversos vinos y cordiales, así como jarros, tazas y frascos de todas formas y calidades. Sentados sobre soportes de ataúdes veíase a seis personas alrededor de la mesa. Trataré de describirlas una por una.
De frente a la entrada y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía presidir la mesa.
Era tan alto como flaco, y Patas se quedó confundido al ver a alguien más descarnado que él. Tenía un rostro amarillo como el azafrán, pero, salvo un rasgo, sus facciones no estaban lo bastante definidas como para merecer descripción. El rasgo notable consistía en una frente tan insólita y horriblemente elevada, que daba la impresión de un bonete o una corona de carne encima de la verdadera cabeza. Su boca tenía un mohín y un pliegue de espectral afabilidad, y sus ojos —como los de todos los presentes— estaban fijos y vidriosos por los vapores de la embriaguez. Este caballero hallábase envuelto de pies a cabeza en un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado, que caía en pliegues negligentes como si fuera una capa española. Tenía la cabeza llena de plumas como las que se ponen a los caballos en las carrozas fúnebres, y las agitaba a un lado y otro con aire tan garboso como entendido; sostenía en la mano derecha un enorme fémur humano, con el cual parecía haber estado apaleando a alguno del grupo por cualquier fruslería.