Cuentos completos (97 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

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BOOK: Cuentos completos
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Tío
. —¡Santo cielo! ¡Pues bien, Kate… pues bien, Bobby… como habéis dicho, ésta es una sentencia contra mí! Pero soy hombre de palabra… ¡no lo olvidéis! ¡Kate será tuya, muchacho (con pecunia y todo), cuando te parezca bien! ¡Atrapado, por Júpiter! ¡Tres domingos juntos! ¡Tendré que ir a preguntarle a Dubble L. Dee lo que opina de esto!

«Tú eres el hombre»

Yo haré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Explicaré a ustedes —como solamente yo puedo hacerlo— el secreto mecanismo que produjo el milagro de Rattleborough, el único, el verdadero, el admitido, el indiscutible, el indisputable milagro que acabó definitivamente con la infidelidad de los rattleburguenses y devolvió a la ortodoxia de los abuelos a todos los pecadores que se habían atrevido a mostrarse escépticos.

Este suceso —que lamentaría mucho exponer en un tono de inadecuada ligereza— tuvo lugar durante el verano de 18… Mr. Barnabas Shuttleworthy, uno de los vecinos más ricos y respetables del pueblo, había desaparecido días atrás bajo circunstancias que llevaban a sospechar las más funestas consecuencias. Había salido de Rattleborough un sábado muy temprano, a caballo, con la manifiesta intención de trasladarse a la ciudad de N…, a unas quince millas, y volver aquella misma noche. Empero, dos horas después su caballo volvió sin él y sin los sacos que al partir llevaba en la montura. El animal estaba herido y cubierto de barro. Aquellas circunstancias, como es natural, alarmaron mucho a los amigos del desaparecido; y cuando el domingo por la mañana se supo que no había vuelto, el pueblo se levantó en masa para ir a buscar su cadáver.

El primero y más enérgico organizador de esta búsqueda era un amigo íntimo de Mr. Shuttleworthy, llamado Mr. Charles Goodfellow, o, como todo el mundo le decía, «Charley Goodfellow» o «el viejo Charley Goodfellow». Ahora bien, si se trata de una maravillosa coincidencia o si el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, es cosa que no he podido verificar jamás; pero existe el hecho incuestionable de que jamás ha existido un hombre llamado Charles que no fuera un individuo recto, varonil, honesto, bondadoso y franco, dueño de una voz profunda y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que miran a la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie, y jamás sería capaz de una acción mezquina». Y así ocurre que todos los generosos, negligentes «actores de carácter» se llaman con toda seguridad Charles.

Pues bien, aunque sólo llevaba unos seis meses en Rattleborough y nadie tenía noticias sobre él antes de que llegara para instalarse entre nosotros, el «viejo Charley Goodfellow» no había hallado la menor dificultad para hacerse amigo de toda la gente respetable del pueblo. Ni un solo vecino hubiera dudado un momento de su palabra, y, en cuanto a las damas, hacían cuanto estaba en su poder para congraciarse con él. Y esto provenía del hecho de llamarse Charles y de ser, por tanto, dueño de uno de esos rostros sinceros que proverbialmente constituyen «la mejor carta de recomendación».

He dicho ya que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin duda, el más rico de Rattleborough, y que el «viejo Charley Goodfellow» había intimado con él al punto de que parecía su hermano. Ambos caballeros eran vecinos, y aunque Mr. Shuttleworthy visitaba rara vez —si es que lo hizo alguna— al «viejo Charley», y jamás se supo que comiera en su casa, ello no impedía que ambos amigos estuvieran muchísimo juntos como ya lo he dicho; en efecto, el «viejo Charley» no dejaba pasar un día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo estaba su vecino, y muchas veces se quedaba a tomar el desayuno o el té, y casi siempre a cenar. En estas últimas ocasiones hubiera sido difícil saber cuánta cantidad de vino se tomaban los dos camaradas de una sola vez. La bebida favorita del «viejo Charley» era el Chateau Margaux, y a Mr. Shuttleworthy parecía agradarle ver cómo su amigo se tomaba botella tras botella. Tanto es así que un día, cuando el vino había despertado el ingenio de ambos, aquél dijo a su compañero, dándole una palmada en la espalda:

—Te diré una cosa «viejo Charley», y es que eres el mejor compañero que haya encontrado desde que nací. Y, puesto que te gusta tanto beber de ese vino, que me cuelguen si no voy a regalarte un gran cajón de Chateau Margaux. ¡Que me cuelguen —repitió Mr. Shuttleworthy, que tenía la mala costumbre de decir juramentos, aunque no pasaba de algunos bastante inofensivos— si esta misma tarde no mando pedir a la ciudad un doble cajón del mejor vino que tengan y te lo regalo! ¡Vaya si lo haré! No digas ni una palabra: te repito que lo haré y se acabó. De modo que ponte al acecho…; ya te llegará uno de estos días, justamente cuando menos lo esperes.

Menciono este ejemplo de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy a fin de mostrar a ustedes lo muy íntimos que eran aquellos dos amigos.

Pues bien, el domingo de mañana, cuando no quedó duda alguna de que a Mr. Shuttleworthy le había sucedido algo grave, jamás vi a nadie tan preocupado como «el viejo Charley Goodfellow». Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa sin su amo, sin los sacos de la montura y cubierto de sangre de resultas de un pistoletazo que había atravesado el pecho del pobre animal sin llegar a matarlo; cuando oyó todo eso, se puso tan pálido como si el desaparecido hubiese sido su padre o su hermano, mientras temblaba convulsivamente como si lo hubiese atacado una fiebre palúdica.

Al principio pareció demasiado abatido por el dolor como para tomar ninguna iniciativa o decidir algún plan de acción; durante largo rato se esforzó por disuadir a los restantes amigos de Mr. Shuttleworthy de que tomaran medidas, pensando que era preferible esperar —una semana o dos, y aun un mes o dos— hasta ver si no se producía alguna novedad o si el mismo desaparecido no se presentaba explicando sus razones por haber abandonado en esa forma a su caballo. Pienso que ustedes habrán observado frecuentemente esta tendencia a contemporizar o a diferir en gentes que se hallan bajo la acción de un dolor muy intenso. Sus facultades mentales parecen entorpecidas, y experimentan una especie de horror hacia toda acción; nada les parece preferible a quedarse inmóviles en su cama y «acunar su propia pena», como les gusta decir a las señoras de edad; en otras palabras, rumiar sus dificultades.

Las gentes de Rattleborough tenían en tan alta estima la sensatez y la discreción del «viejo Charley», que la mayor parte se manifestó dispuesta a seguir sus consejos y no efectuar investigaciones «hasta que hubiera alguna novedad», según lo expresaba el honesto caballero. Y estoy convencido de que esta decisión hubiera sido unánime de no mediar la muy sospechosa interferencia del sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de hábitos sumamente disipados y de pésima reputación. Este sobrino, llamado Pennifeather, no quiso atender razones ni «quedarse tranquilo», sino que insistió en salir inmediatamente en busca «del cadáver del asesinado». Tal fue la expresión que empleó, y Mr. Goodfellow no dejó de hacer notar en esa ocasión que «era una frase
extraña
, por no decir más». Semejante observación en boca del «viejo Charley» provocó gran efecto en la multitud, y oyose a uno del grupo preguntar de manera muy vehemente «cómo era posible que el joven Pennifeather estuviera tan bien enterado de las circunstancias relativas a la desaparición de su acaudalado tío como para sentirse autorizado a afirmar, clara e inequívocamente, que su tío había sido
asesinado»
. Siguieron a esto picantes réplicas y controversias entre varios de los presentes, y especialmente entre el «viejo Charley» y Mr. Pennifeather, lo que no provocó ninguna sorpresa, pues bien era sabida la animosidad existente entre ambos desde hacía varios meses. Las cosas habían alcanzado a tal punto que Mr. Pennifeather llegó en una ocasión a derribar de un golpe al amigo de su tío, acusándolo de algunos excesos cometidos por aquél en casa de su pariente, donde se alojaba el joven. Se afirmaba que, en esta ocasión, el «viejo Charley» se había conducido con ejemplar moderación y cristiana caridad. Incorporándose, sacudió sus ropas y no hizo la menor tentativa de devolver el golpe recibido, limitándose a murmurar unas palabras sobre sus propósitos de «vengarse sumariamente en la primera oportunidad», reacción muy natural y justificable de su cólera, que no tenía ningún sentido especial y que, sin duda, había olvidado casi inmediatamente.

Como quiera que fuesen aquellos incidentes (que no se relacionan con lo que estamos narrando), los pobladores de Rattleborough terminaron dejándose persuadir por Mr. Pennifeather, y decidieron dispersarse en las regiones adyacentes en busca del desaparecido. Tal fue la primera intención, pues parecía lo más natural que las gentes se dispersaran en distintos grupos que explorarían de la manera más minuciosa las regiones circunvecinas. Sin embargo, no sé por qué ingenioso razonamiento que he olvidado, el «viejo Charley» acabó convenciendo a la asamblea de que este plan no era el más conveniente. Al decir que los convenció exceptúo a Mr. Pennifeather; pero el hecho es que al final se decidió efectuar una búsqueda cuidadosa a cargo de todos los vecinos
en masse
; naturalmente, el «viejo Charley» tomó la dirección.

Por lo que a esto último respecta, no hay duda de que el jefe era el más capacitado, pues todo el mundo sabía que el «viejo Charley» tenía ojos de lince; empero, aunque los llevó a toda clase de rincones apartados, por senderos que nadie había sospechado jamás que existieran en la región, y aunque la búsqueda continuó incesantemente noche y día durante más de una semana, fue imposible hallar la menor huella de Mr. Shuttleworthy. Cuando digo «la menor huella» no debe entendérseme literalmente, pues no dejaron de encontrarse algunas huellas. Las señales de las herraduras del caballo (que eran de un tipo especial) fueron seguidas hasta un lugar situado a tres millas al este del pueblo, sobre el camino real a la ciudad. Aquí las huellas se desviaban por un atajo que atravesaba un bosque y volvía a salir al camino real, abreviando en media milla el recorrido regular. Al seguir las pisadas por este sendero, el grupo llegó finalmente hasta un charco de agua estancada oculto a medias por las zarzas a la derecha del sendero; en este punto se interrumpían las marcas de herraduras.

Advirtiose, sin embargo, que en el lugar había habido una lucha, y las señales indicaban que un cuerpo grande y pesado había sido arrastrado desde el sendero al charco. Se procedió a dragar cuidadosamente este último, pero ninguna tentativa dio resultado. Disponíanse los presentes a volverse, desesperando de conocer la verdad, cuando la Providencia sugirió a Mr. Goodfellow la idea de desaguar completamente el charco. El proyecto fue recibido con hurras y el «viejo Charley» muy elogiado por su sagacidad e inteligencia. Como muchos vecinos traían palas, dada la eventualidad de desenterrar un cadáver, el desagüe pudo efectuarse rápida y eficazmente. Tan pronto quedó visible el fondo se vio en el centro del lecho de barro un chaleco de terciopelo de seda negra que casi todos los presentes reconocieron como de propiedad de Mr. Pennifeather. El chaleco estaba desgarrado y manchado de sangre.

Varias personas de la asamblea recordaban claramente que el joven lo llevaba puesto la mañana de la partida de Mr. Shuttleworthy, mientras otros se manifestaban dispuestos a afirmar bajo juramento que Mr. Pennifeather no había usado dicha prenda en ningún momento
posterior
a aquel día. Y no se encontró a nadie que afirmara haber visto al joven vistiendo el chaleco en cualquier momento subsiguiente a la desaparición de Mr. Shuttleworthy.

Todo esto creaba una situación sumamente seria para el joven, y como confirmación de las sospechas desatadas contra él notose que se ponía terriblemente pálido y que no era capaz de pronunciar una palabra cuando se lo urgió a que se explicara. Ante esto, los pocos amigos que su disoluta manera de vivir le habían dejado lo abandonaron instantáneamente y se mostraron todavía más enérgicos que sus antiguos y reconocidos enemigos al demandar su arresto inmediato.

Empero, la magnanimidad de Mr. Goodfellow brilló entonces, por contraste, con su más alto resplandor. Hizo una cálida y elogiosa defensa de Mr. Pennifeather, durante la cual aludió más de una vez a su propio y sincero perdón por el insulto que aquel disipado joven, «heredero del excelente Mr. Shuttleworthy», le había inferido en un arrebato de pasión. «Lo perdonaba —agregó— desde lo más profundo de su corazón, en cuanto a él (Mr. Goodfellow), lejos de llevar a su extremo las sospechosas circunstancias que desgraciadamente
existían
contra Mr. Pennifeather, haría todo cuanto estuviera en su poder y emplearía la escasa elocuencia de que era capaz para… para suavizar, en la medida en que pudiera hacerlo en paz con su conciencia, los peores aspectos que presentaba aquel extraordinario y enigmático asunto».

Mr. Goodfellow continuó durante una larga media hora en este tono, que hacía gran honor tanto a su inteligencia como a su corazón; pero las gentes de corazón generoso pocas veces son capaces de observaciones sensatas; incurren en toda clase de errores,
contretemps
y despropósitos en el entusiasmo de su celo por servir a un amigo; y así, con las mejores intenciones de este mundo, le hacen muchísimo daño en lugar de favorecerlo.

Así ocurrió en el presente caso con la elocuencia del «viejo Charley», pues, aunque se esforzaba por ayudar al sospechoso, sucedió —no sé bien cómo— que cada sílaba que pronunciaba, con la deliberada o inconsciente intención de no exagerar la buena opinión del público sobre el orador, tuvo el efecto de acentuar las sospechas ya latentes sobre la persona cuya causa defendía y exasperar contra él la furia de la multitud.

Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al sospechoso como «el heredero del excelente Mr. Shuttleworthy». Ninguno de los presentes había pensado antes en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas proferidas un año atrás por el tío en el sentido de desheredar a su sobrino (que era su único pariente), y daban por seguro que éste había sido, en efecto, desheredado; tan simples eran los vecinos de Rattlesborough. Pero las observaciones del «viejo Charley» los hicieron pensar en el asunto y advirtieron la posibilidad de que aquellas amenazas no hubieran pasado de tales. Sin transición, pues, surgió la pregunta natural de
cui bono?
, que sirvió aún más que el chaleco para atribuir tan horrible crimen al joven Pennifeather. Aquí, a fin de no ser mal entendido, permítaseme una digresión para hacer notar que esta brevísima y sencilla frase latina es invariablemente mal traducida y mal concebida. En todas las novelas de misterio y en otras —por ejemplo, las de Mrs. Gore, autora de
Cecil
, dama que cita en todas las lenguas, desde el caldeo al chickasaw, ayudada sistemáticamente en su erudición por Mr. Beckford—, en todas esas novelas, repito, desde las de Bulwer Lytton y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth, las dos palabritas latinas
cui bono
son traducidas: «¿con qué fin?», o (como si fuera
quo bono)
: «¿con qué ventaja?». Empero, su verdadero sentido es: «¿para beneficio de quién?».
Cui
, de quién;
bono
, ¿es para beneficio? La frase es puramente legal y se aplica precisamente en casos como el que nos ocupa, donde la probabilidad de que alguien haya cometido un delito depende del beneficio que recaiga sobre el mismo como consecuencia del delito. Ahora bien, en este caso, la pregunta
cui bono?
implicaba directamente a Mr. Pennifeather. Luego de testar en su favor, su tío lo había amenazado con desheredarlo. Pero la amenaza no había sido llevada a efecto; el testamento original, según se supo, no presentaba alteración. En caso contrario, el único motivo presumible para el crimen habría sido el muy ordinario de la venganza; pero aún éste podía rebatirse por la esperanza de todo desheredado de volver a ganar la confianza de su pariente. No habiéndose modificado el testamento, mientras la amenaza seguía suspendida sobre la cabeza del sobrino, todos vieron en ello el más manifiesto motivo para tan horrible crimen, y tal fue la sagaz conclusión de los meritorios ciudadanos de Rattlesborough.

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