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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (13 page)

BOOK: Cuentos completos
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Nos hallábamos en la profundidad de uno de esos abismos, cuando un súbito clamor de mi compañero se alzó horriblemente en la noche. «¡Mire, mire!», me gritaba al oído. «¡Dios todopoderoso, mire, mire!».

Mientras hablaba, advertí un apagado resplandor rojizo que corría por los lados del enorme abismo donde nos habíamos hundido, arrojando una incierta lumbre sobre nuestra cubierta. Alzando los ojos, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una espantosa elevación, inmediatamente por encima de nosotros, y al borde mismo de aquel precipicio líquido, se cernía un gigantesco navío, de quizá cuatro mil toneladas. Aunque en la cresta de una ola tan enorme que lo sobrepasaba cien veces en altura, sus medidas excedían las de cualquier barco de línea o de la Compañía de Indias Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y opaco, y no tenía ninguno de los mascarones o adornos propios de un navío. Por las abiertas portañolas asomaba una sola hilera de cañones de bronce, cuyas relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate balanceándose en las jarcias. Pero lo que más me llenó de horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en medio de aquel huracán ingobernable y aquel mar sobrenatural. Cuando lo vimos por primera vez sólo se distinguía su proa, mientras lentamente se alzaba sobre el tenebroso y horrible golfo de donde venía. Durante un segundo de inconcebible espanto se mantuvo inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como si estuviera contemplando su propia sublimidad. Luego tembló, vaciló… y lo vimos precipitarse sobre nosotros.

No sé qué repentino dominio de mí mismo ganó mi espíritu en aquel instante. Retrocediendo todo lo posible esperé sin temor la catástrofe que iba a aniquilarnos. Nuestro barco había renunciado ya a luchar y se estaba hundiendo de proa. El choque de la masa descendente lo alcanzó, pues, en su estructura ya medio sumergida, y como resultado inevitable me lanzó con violencia irresistible sobre el cordaje del nuevo buque.

En el momento en que caí, el barco viró de bordo, y supuse que la confusión reinante me había hecho pasar inadvertido a los ojos de la tripulación. Me abrí camino sin dificultad hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y no tardé en encontrar una oportunidad de esconderme en la cala. No podría explicar la razón de mi conducta. Quizá se debiera al sentimiento de temor que desde el primer momento me habían inspirado los tripulantes de aquel buque, No me atrevía a confiarme a individuos que, después de la rápida ojeada que había podido echarles, me producían tanta extrañeza como duda y aprensión. Me pareció mejor, pues, buscar un escondrijo en la cala. Pronto lo hallé removiendo una pequeña parte de la armazón movible, de manera de asegurarme un lugar adecuado entre las enormes cuadernas del navío.

Apenas había completado mi trabajo, cuando unos pasos en la cala me obligaron a hacer uso del mismo. Desde mi refugio vi venir a un hombre que se movía con pasos débiles e inseguros. No le vi la cara, pero pude observar su apariencia general. En toda su persona se notaban las huellas de una avanzada edad. Le temblaban las rodillas bajo el peso de los años y su cuerpo parecía agobiado por aquella carga. Hablaba consigo mismo, murmurando en voz baja y entrecortada unas palabras de un idioma que no pude comprender, y anduvo tanteando en un rincón entre una pila de singulares instrumentos y viejas cartas de navegación. En su actitud había una extraña mezcla del malhumor de la segunda infancia con la solemne dignidad de un dios. Por fin volvió a subir al puente y no lo vi más.

Un sentimiento para el cual no encuentro nombre se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las lecciones de tiempos pasados no me sirven y cuya clave me temo que no me será dada por el futuro. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es un tormento. Nunca, sé que nunca llegaré a conocer la naturaleza de mis concepciones. Y sin embargo no es de asombrarme que esas concepciones sean indefinidas, puesto que se originan en fuentes tan extraordinariamente nuevas. Un nuevo sentido, una nueva entidad se incorpora a mi alma.

Hace ya mucho que subí por primera vez al puente de este terrible navío y pienso que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin reparar en mí. Ocultarme es una completa locura, pues esa gente
no quiere ver
. Hace apenas un instante que pasé delante de los ojos del segundo; no hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar.

Un incidente ocurrido me ha dado nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por la operación de un azar ingobernado? Había subido a cubierta y estaba tendido, sin llamar la atención, en una pila de frenillos y viejas velas depositadas en el fondo de un bote. Mientras pensaba en la singularidad de mi destino iba pintarrajeando inadvertidamente con un pincel lleno de brea los bordes de un ala de trinquete que aparecía cuidadosamente doblada sobre un barril a mi lado. La vela está ahora tendida y los toques irreflexivos del pincel se despliegan formando la palabra «descubrimiento».

En este último tiempo he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no me parece que se trate de un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo contradicen una suposición semejante. Puedo percibir fácilmente lo que el barco
no es
; me temo que no puedo decir lo que
es
. No sé cómo, pero al escrutar su extraño modelo y su tipo de mástiles, su enorme tamaño y su extraordinario velamen, su proa severamente sencilla y su anticuada popa, por momentos cruza por mi mente una sensación de cosas familiares; y con esa imprecisa sombra de recuerdo se mezcla siempre una inexplicable remembranza de antiguas crónicas extranjeras y de edades remotas.

Estuve mirando el maderamen del navío. Está construido con un material que desconozco. Hay en la madera algo extraño que me da la impresión de que no se aplica al propósito a que ha sido destinada. Aludo a su extrema
porosidad
, que no tiene nada que ver con los daños causados por los gusanos, lo cual es consecuencia de la navegación en estos mares, y con la podredumbre resultante de su edad. Parecerá quizá que esta observación es excesivamente curiosa, pero dicha madera tendría todas las características del roble español, si el roble español fuera dilatado por medios artificiales.

Al leer la frase que antecede viene a mi recuerdo un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés: «Tan seguro es —afirmaba siempre que alguien ponía en duda su veracidad— como que hay un mar donde los barcos crecen como el cuerpo viviente de un marino».

Hace unas horas me mostré lo bastante osado como para mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque me hallaba en medio de ellos, no dieron ninguna señal de haber reparado en mi presencia. Al igual que el primero que había visto en la cala, todos mostraban señales de una avanzada edad. Sus rodillas achacosas temblaban, sus hombros se doblaban de decrepitud, su piel arrugada temblaba bajo el viento; hablaban con voces bajas, trémulas, quebradas; en sus ojos brillaba el humor de la vejez y sus grises cabellos se agitaban terriblemente en la tempestad. Alrededor, en toda la cubierta, yacían esparcidos instrumentos matemáticos de la más extraña y anticuada construcción.

Mencioné hace algún tiempo que un ala del trinquete había sido izada. Desde ese momento, arrebatado por el viento el navío ha seguido su aterradora carrera hacia el sur, con todo el trapo desplegado desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada momento los penoles de las vergas del juanete en el más espantoso infierno de agua que imaginación humana alcance a concebir. Acabo de abandonar el puente, donde me es imposible mantenerme de pie aunque la tripulación no parece experimentar inconveniente alguno. Para mí es un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea tragada de una vez y para siempre. Seguramente estamos destinados a rondar continuamente al borde de la eternidad, sin precipitarnos por fin en el abismo. Pasamos a través de olas mil veces más gigantescas que las que he visto jamás, con la facilidad de una gaviota; las colosales aguas alzan sus cabezas sobre nosotros como demonios de la profundidad, pero son demonios limitados a simples amenazas y a quienes se les ha prohibido destruir. Me siento inclinado a atribuir esta continua sobrevivencia a la única causa natural que puede explicar semejante efecto. Supongo que el barco está sometido a la influencia de alguna poderosa corriente, o de una impetuosa resaca.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina; pero, como lo suponía, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual nada hay en su apariencia que pueda parecer por encima o por debajo de lo humano, un sentimiento de incontenible reverencia y temor se mezcló al asombro con que lo contemplaba. Tiene casi mi estatura, es decir, cinco pies ocho pulgadas. Su cuerpo es proporcionado y sólido, sin ser especialmente robusto ni destacarse en nada. Mas la singularidad de su expresión, la intensa, la asombrosa, la estremecedora evidencia de una vejez tan grande, tan absoluta, dominó mi espíritu con una sensación, con un sentimiento inefable. Aunque poco arrugada, su frente parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son crónicas del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso del camarote estaba cubierto de extraños infolios con broches de hierro, estropeados instrumentos científicos y viejísimas cartas de navegación fuera de uso. El capitán apoyaba la cabeza en las manos, mientras contemplaba con llameantes e inquietos ojos un papel que tomé por una comisión, y que en todo caso ostentaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí mismo, como lo había hecho el primer marinero a quien vi en la cala, palabras confusas y malhumoradas en un idioma extranjero, y, aunque estaba a un paso de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla.

El barco y todo lo que contiene está impregnado por el espíritu de la Vejez. La tripulación se desliza de aquí para allá, como los fantasmas de siglos sepultados; sus ojos reflejan un pensar ansioso e intranquilo; y cuando sus dedos se iluminan bajo el extraño resplandor de las linternas de combate, me siento como no me he sentido jamás, aunque durante toda mi vida me interesaron las antigüedades y me saturé con las sombras de rotas columnas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Al mirar en torno, me avergüenzo de mis anteriores aprensiones. Si temblé ante el huracán que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no quedar transido de horror frente al asalto de un viento y un océano para los cuales las palabras tornado y tempestad resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la tiniebla de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero a una legua, a cada lado, alcanzan a verse a intervalos y borrosamente, gigantescas murallas de hielo que se alzan hasta el desolado cielo y que parecen las paredes del universo.

Tal como imaginaba, no hay duda de que el navío está en una corriente, si cabe dar semejante nombre a una marea que, aullando y clamando entre las paredes de blanco hielo, corre hacia el sur con la resonancia de un trueno y la velocidad de una catarata cayendo a pico.

Supongo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo, sobre mi desesperación predomina la curiosidad de penetrar en los misterios de estas horribles regiones, y me reconcilia con la más atroz apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún apasionante descubrimiento, un secreto incomunicable cuyo conocimiento entraña la destrucción. Quizá esta corriente nos lleva hacia el polo Sur mismo. Preciso es confesar que una suposición tan desorbitada en apariencia tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre el puente con pasos inquietos y vacilantes; pero noto en sus fisonomías una expresión donde el ardor de la esperanza sobrepasa la apatía de la desesperación.

El viento sigue, entretanto, de popa, y como llevamos desplegadas todas las velas, hay momentos en que el barco se ve levantado sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! ¡El hielo acaba de abrirse a la derecha y a la izquierda, y estamos girando vertiginosamente, en inmensos círculos concéntricos, bordeando un gigantesco anfiteatro, cuyas paredes se pierden hacia arriba en la oscuridad y la distancia! ¡Pero poco tiempo me queda para pensar en mi destino! Los círculos se están reduciendo rápidamente…, nos precipitarnos en el torbellino… y entre el rugir, el aullar y el tronar del océano y la tempestad el barco se estremece… ¡oh, Dios…, y se hunde!…

(*) Nota: El
Manuscrito hallado en una botella
se publicó por primera vez en 1831; pasaron muchos años antes de que llegaran a mi conocimiento los mapas de Mercator, en los cuales se representa al océano como precipitándose por cuatro bocas en el golfo Polar (Norte), para ser absorbido por las entrañas de la tierra. El Polo aparece representado por una roca negra, que se eleva a una altura prodigiosa. —E. A. P.

El gato negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que
baroques
. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

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