Cuentos completos (83 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

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BOOK: Cuentos completos
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2 de abril
.- Nos pusimos hoy al habla con el cúter magnético que se halla a cargo de la sección central de los alambres telegráficos flotantes. Me entero de que cuando este dispositivo telegráfico fue puesto en funcionamiento por Horse
[87]
, se consideraba absolutamente imposible llevar los alambres a través del mar, pero ahora lo imposible es comprender cuál era la dificultad. Así cambia el mundo.
Tempora mutantur
… excúseme por citar en etrusco. ¿Qué
haríamos
sin el telégrafo atalántico? (Pundit dice que antes se escribía «Atlántico»). Hicimos alto unos minutos para hablar con los del cúter y, entre otras gloriosas noticias, nos enteramos de que la guerra civil arde en África, mientras la peste cumple una magnífica tarea tanto en Uropa como en Hasia. ¿No es sumamente notable que, antes de que la humanidad iluminara brillantemente la filosofía, el mundo tuviera costumbre de considerar la guerra y la peste como calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se elevaban rogativas para que esos
males
(!) no asolaran a la humanidad? ¿No resulta dificilísimo comprender cuáles eran los principios e intereses que movían a nuestros antepasados? ¿Estaban tan ciegos como para no percibir que la destrucción de una miríada de individuos representaba una ventaja positiva para la masa?

3 de abril
.- Resulta realmente muy divertido subir por la escala de cuerda que lleva a lo alto de la esfera del globo y contemplar desde allí el mundo que nos rodea. Desde la barquilla, como bien sabe usted, el panorama no es tan amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada aquí (desde donde le escribo), en la
piazza
abierta, lujosamente cubierta de almohadones, de lo alto del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier dirección. En este momento diviso una verdadera muchedumbre de globos, que presentan un aspecto sumamente animado, mientras el aire resuena con el zumbido de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo (o como Pundit afirma, Violeta
[88]
), que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad de atravesar la atmósfera en todas direcciones, ascendiendo o descendiendo hasta encontrar una corriente favorable, sus contemporáneos apenas le prestaban atención, creyéndole una especie de loco ingenioso, y todo ello porque los filósofos (!) del momento declaraban que la cosa era imposible. ¡Ah, me resulta
completamente
inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la sagacidad de los antiguos
savants
! Pero en todas las edades, los mayores obstáculos al progreso en las artes han sido creados por los así llamados hombres de ciencia. Ciertamente,
nuestros
hombres de ciencia no son tan intolerantes como los de antaño… Pero tengo algo muy raro que decirle al respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos consintieron en desengañar a la gente de la singular fantasía de que sólo existían
dos caminos posibles para llegar a la verdad
? ¡Créalo, si le es posible! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los tiempos, vivió un filósofo turco (o más posiblemente hindú) llamado Aries Tottle. Esta persona introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de investigación deductivo o
a priori
. Comenzó postulando los
axiomas
o «verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó «lógicamente» a los resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant. Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog, apodado «el pastor de Ettrick»
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, que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o
a posteriori
. Su teoría lo remitía todo a la sensación. Hog procedía a observar, analizar y clasificar los hechos
—instantiœ naturœ
, como se les llamaba afectadamente— en leyes generales. En una palabra, el método de Aries Tottle se basaba en
noumena
, y el de Hog, en
phenomena
. Pues bien, tan grande admiración despertaba este último sistema que Aries Tottle quedó inmediatamente desacreditado. Más tarde recobró terreno y se le permitió compartir el reino de la Verdad con su más moderno rival. Los
savants
sostuvieron que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles del conocimiento. Como usted sabe, «baconiano» es un adjetivo inventado para reemplazar a «hogiano», por más eufónico y digno.

Ahora bien, querido amigo, le aseguro rotundamente que expongo esta cuestión de la manera más leal, y basándome en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá comprender, pues, cómo una noción tan absurda debió retrasar el progreso de todo conocimiento verdadero, que avanza casi invariablemente por saltos intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero
reptar
; y durante siglos la ciega creencia en Hog hizo que, por así decirlo, se dejara prácticamente de pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad cuyo origen sólo debía a su propia
alma
. Ni siquiera valía que aquella verdad fuese
demostrable
, pues los tozudos
savants
de la época sólo se fijaban en
el camino
por el cual se había llegado a ella. No querían mirar los fines. «¡Veamos los medios, los medios!», gritaban. Si al investigar los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries (o sea, Carnero), ni en la categoría Hog (o sea, Cerdo), pues bien, los
savants
se negaban a seguir adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no querían nada con él ni con su verdad.

Ni siquiera puede sostenerse aquí que, gracias al sistema de reptación, fuera posible acumular grandes cantidades de verdad a lo largo de los tiempos, pues la represión de la
imaginación
era un mal que no se compensaba con ninguna
certeza
que pudieran dar los antiguos métodos de investigación. El error de aquellos Alamanes, Francos, Inglis y Amricanos (estos últimos, dicho sea de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era análogo al del sabihondo que se imagina que va a conocer mejor una cosa si la arrima a un centímetro de los ojos. Aquellas gentes se cegaban a causa de los detalles. Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «hechos» no siempre eran tales, cosa que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que ellos sostenían que sí lo
eran
, y que tenían que serlo porque se presentaban como tales. Cuando tomaban el camino del Carnero, su marcha era apenas tan derecha como los cuernos de un morueco, puesto que
jamás
tenían un axioma que verdaderamente lo fuera. Debieron de estar muy ciegos para no verlo, aun en su época, pues ya entonces gran cantidad de los axiomas «establecidos» habían sido rechazados. Por ejemplo:
Ex nihilo nihil fit
, «un cuerpo no puede actuar allí donde no está», «no puede haber antípodas», «la oscuridad no puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de proposiciones semejantes, admitidas al comienzo como axiomas, eran consideradas como insostenibles aun en el período del que hablo. ¡Gentes absurdas que persistían en depositar su fe en los axiomas como bases inmutables de la verdad! Aun si se los extrae de las obras de sus razonadores más sólidos, es facilísimo demostrar la futileza, la impalpabilidad de sus axiomas en general. ¿Quién fue el más profundo de sus lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será que vaya a preguntarle a Pundit; volveré dentro de un minuto. ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y recientemente traducido del Inglis (que, dicho sea de paso, parece haber constituido los rudimentos del Amricano). Pundit afirma que se trata de la obra antigua más inteligente sobre la lógica. El autor (muy estimado en su tiempo) era un tal Miller o Mill, y nos enteramos, como detalle de cierta importancia, que era dueño de un caballo de tahona llamado «Bentham»
[90]
. Pero examinemos el tratado.

¡Ah! «La capacidad o la incapacidad de concebir algo —dice muy atinadamente Mr. Mill— no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática». ¿Qué
moderno
que esté en sus cabales osaría discutir este truismo? Lo único que puede asombrarnos es cómo a Mr. Mill se le ocurrió mencionar una cosa tan obvia. Todo esto está muy bien… pero volvamos la página. ¿Qué encontramos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale decir, no pueden coexistir en la naturaleza». Mr. Mill quiere decir, por ejemplo, que un árbol tiene que ser un árbol o no serlo, o sea, que no puede al mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo; pero yo le pregunto
por qué. Y
él me contesta —perfectamente seguro de lo que dice—: «Porque es imposible concebir que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora bien, esto no es una respuesta aceptable, ya que nuestro autor acaba de admitir como truismo que «la capacidad o la incapacidad de concebir algo no debe considerarse
en ningún caso
como criterio de verdad axiomática».

Pues bien, no me quejo de los antiguos porque su lógica fuera, como ellos mismos lo demuestran, absolutamente infundada, fantástica y sin el menor valor, sino por su pomposa e imbécil proscripción de todos los
otros
caminos de la verdad, de todos los otros
medios
para alcanzarla, y su obstinada limitación a los dos absurdos senderos —uno para arrastrarse y otro para reptar— donde se atrevieron a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que
volar
.

Dicho sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se hubieran quedado perplejos si hubieran tenido que determinar por
cuál
de sus dos caminos se había logrado la más importante y sublime de
todas
sus verdades? Aludo a la verdad de la Gravitación. Newton la debió a Kepler. Kepler admitió que había
conjeturado
sus tres leyes, esas tres leyes admirables que llevaron al gran matemático inglis a su principio, esas leyes que eran la base de todo principio físico y para ir más allá de las cuales tenemos que penetrar en el reino de la metafísica. Sí, Kepler conjeturó… es decir,
imaginó
. Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto y que antes constituía un epíteto despectivo. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido la misma perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos «caminos» descifra un criptógrafo un mensaje en clave especialmente secreto, y por cuál de los dos caminos encaminó Champollion a la humanidad hacia esas duraderas e innumerables verdades que se derivaron del desciframiento de los jeroglíficos?

Una palabra más sobre este tema y habré terminado de aburrirlo. ¿No es extrañísimo que, con su continuo parloteo sobre los
caminos
de la verdad, aquellos fanáticos no vieran el gran camino que nosotros percibimos hoy tan claramente… el camino de la Coherencia? ¡Cuán singular que no hayan sido capaces de deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta coherencia
debe
ser una verdad absoluta! ¡Cuán evidente ha sido nuestro progreso desde que esta afirmación fue formulada! Las investigaciones fueron arrancadas de las manos de los topos y confiadas como tarea a los auténticos pensadores, a los hombres de imaginación ardiente. Estos últimos
teorizan
. ¿Puede usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en nuestros progenitores si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo? Estos hombres, repito, teorizan, y sus teorías son corregidas, reducidas, sistematizadas, eliminando poco a poco sus residuos incoherentes… hasta que, por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más estólido admitirá que, por
ser
coherentes, son absoluta e incuestionablemente
verdaderas
.

4 de abril
.- El nuevo gas hace maravillas en combinación con el perfeccionamiento de la gutapercha. ¡Cuán seguros, cómodos, manejables y excelentes son nuestros globos modernos! He aquí uno inmenso que se nos acerca a una velocidad de por lo menos ciento cincuenta millas por hora. Parece repleto de pasajeros (quizá haya a bordo trescientos o cuatrocientos) y, sin embargo, vuela a una milla de altitud, contemplándonos desde lo alto con soberano desprecio. Empero, cien o aun doscientas millas horarias representan después de todo una travesía bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw? ¡Trescientas millas por hora! ¡Eso era viajar! Imposible ver nada… Nuestras únicas ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los magníficos salones. ¿Recuerda qué extraña sensación se experimentaba cuando, por casualidad, teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad? Cada cosa parecía única… en una sola masa. Por mi parte, debo decir que preferiría viajar en el tren lento, el de cien millas horarias. Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas abiertas, alcanzando alguna visión del paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa el gran ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años. Llega a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino, y que corresponden a ese antiquísimo período. Parece que los rieles eran solamente
dobles
; como usted sabe, los nuestros tienen doce rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles eran muy livianos y se hallaban tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban tan baladíes como peligrosos. El ancho actual de la trocha —cincuenta pies— se considera apenas suficientemente seguro… Por mi parte, no dudo de que en tiempos muy remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit; pues estoy convencidísima de que hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos, el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron
unidos
; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran ferrocarril a través del continente.

5
de abril
.- Me siento casi devorada por el
ennui
. Pundit es la única persona con quien se puede hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe más que de arqueología… Se ha pasado todo el día tratando de convencerme de que los antiguos amricanos
se gobernaban a sí mismos
. ¿Oyó usted alguna vez despropósito semejante? Sostiene que tenían una especie de confederación donde cada persona era un individuo… a la manera de los «perros de las praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que partieron de la idea más rara imaginable, a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales… y esto en las mismas narices de las leyes de
gradación
, tan visiblemente impresas en todas las cosas, tanto en el universo moral como en el físico. Todos los hombres «votaban» (así lo llamaban), es decir, se mezclaban en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda) carecía completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera circunstancia que perturbó seriamente la autocomplacencia de los filósofos que habían construido esta «República» fue el sorprendente descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba a los planes más fraudulentos, por medio de los cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin posibilidad de descubrimiento o de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza del fraude. La menor reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con toda claridad que la bellaquería
debía
predominar; en una palabra, que un gobierno republicano no
podía
ser otra cosa que un gobierno de bellacos. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su estupidez al no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas teorías, la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado
Populacho
, quien tomó las cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías de los fabulosos Cerones y Heliopávalos resultaban tan respetables como deliciosas. Este Populacho (un extranjero, dicho sea de paso) parece haber sido el hombre más odioso que haya deshonrado la tierra. De gigantesca estatura, insolente, rapaz, sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una hiena y el cerebro de un pavo real. De todos modos sirvió para algo, como ocurre con las cosas más viles, y enseñó a la humanidad una lección que ésta no habrá de olvidar: la de no correr jamás en sentido contrario a las analogías naturales. En cuanto al republicanismo, imposible encontrarle ninguna analogía en la faz de la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas», excepción que sólo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es una admirable forma de gobierno… para perros.

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