Cuentos de amor de locura y de muerte (15 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Cuentos de amor de locura y de muerte
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En este momento entró nuestro tío.

—¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo… ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás!

—Se quejan de que quieres pegarles.

—¿Yo? —exclamó el padrastrillo midiéndome—. No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto…

—Y harás bien —asintió mamá.

—¡Yo no quiero que me toque! —repetí enfurruñado y rojo—. ¡Él no es papá!

—Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! —concluyó apartándonos.

Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.

—¡Nadie me va a pegar a mí! —asenté.

—¡No… Ni a mí tampoco! —apoyó ella, por la cuenta que le iba.

—¡Es un zonzo!

Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal:

—¡Tío Alfonso… es un zonzo! ¡Tío Alfonso… es un zonzo!

Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.

El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.

Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.

Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.

—¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí!

—¡Alfonso!

—¿Qué? ¡No faltaba más que tú también…! ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer!

Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio entonces y se lanzó sobre mí.

—¡Yo no hice nada! —grité.

—¡Espérate! —rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.

—¡Alfonso, déjalo!

—¡Después te lo dejaré!

—¡Yo no quiero que me toque!

—¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!

Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.

En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida.

—¡No quiero que me toque! —grité aún.

—¡Espérate!

En ese instante llegamos al cañaveral.

—¡Me voy a tirar al pozo! —aullé para que mamá me oyera.

—¡Yo soy el que te va a tirar!

Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca.

Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.

El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo.

Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme.

Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme.

Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia.

Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara?

Pasaron diez minutos.

—¡Alfonso! —sonó de pronto la voz de mamá en el patio.

—¿Mercedes? —respondió aquél tras una brusca sacudida.

Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.

—¿Y Eduardo? ¿Dónde está? —agregó avanzando.

—¡Aquí, conmigo! —contestó riendo—. Ya hemos hecho las paces.

Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.

—¿No le pegaste, no? —insistió aún mamá.

—No. ¡Si fue una broma!

Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo.

Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.

—¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!

Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con vida aún…? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe… Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes…

—¡Pobre, pobre madre! —repetía mi tía.

Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza.

Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una catástrofe.

—¡Eduardo, mi hijo! —clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.

—¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!

—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso!

Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido.

—¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto!

Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo —motivo de aquella— estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea!

Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.

—¡Hum…! ¡Pegarme! —rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con cautela, senteme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa.

El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla.

Fumé, quiero creer que la cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo.

Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.

—¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado!

—¡Pero, vamos! —decíale mi tía mayor—. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada!

—¡Ah! —repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro—. ¡Sí, ya pasó…! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío…!

El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida.

Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente.

Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.

—¿Qué merecerías que te hiciera? —me dijo con sibilante rencor—. ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!

Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta.

Sin embargo, le respondí:

—¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!

Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan acaso desesperado valor?

Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.

—Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio —murmuró.

—Creo lo mismo —le respondí.

Y me dormí.

La meningitis y su sombra

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto.

He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así:

Estimado amigo:

Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa.

Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo

L
UIS
M
ARÍA
F
UNES

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.

Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes.

Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir:

—Veamos, Durán: Usted comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas, ¿no es cierto?

—Me parece que sí —no pude menos que responderle.

—Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré enseguida. ¿Me permite?

—Todo lo que quiera —le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.

Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:

—¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes?

¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco.

—¿María Elvira Funes? —repetí—. Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora…

—No, permítame —me interrumpió—. Le aseguro que es una cosa bastante seria… ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos?

—¡Pero está loco! —le dije al fin—. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.

—Es raro, profundamente raro… —murmuró el hombre, mirándome fijamente.

Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese —y lo era—, pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas.

—Creo que tengo ahora el derecho…

Pero me interrumpió de nuevo:

—Sí, tiene derecho de sobra… ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma… La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte… ¿Entiende algo? —concluyó, mirándome bien a los ojos.

Yo hice lo mismo con él durante un rato.

—Ni una palabra —le contesté.

—Ni yo tampoco —apoyó, encogiéndose de hombros—. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio… Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.

—Iré —le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.

Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.

Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de éste, mi propio absurdo, en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:

Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos —puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos— en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían concluido los míos. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto:

Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal. Cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones psicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera.

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