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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (69 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Otro remedio consiste en evitar la compañía de aquellos por los que posiblemente uno será tentado, pues, aunque se resista a la tentación, no deja de ser peligroso. Ciertamente, una pared blanca, aunque no esté lamida por las llamas, no por ello dejará de ennegrecerse. Pienso que nadie debe confiar en su propia perfección aunque tenga más fortaleza que Sansón, sea más santo que David y más sabio que Salomón.

Después de todo esto os he aclarado en la medida de lo posible los siete pecados capitales y algo mas de sus ramificaciones y remedios. Por cierto, si pudiera, os explicaría los Diez Mandamientos. Pero dejo tarea tan sublime a los teólogos. Con todo, albergo la divina esperanza de haber tocado en este tratado todos y cada uno de ellos.

SIGUE LA SEGUNDA PARTE DE LA PENINTENCIA.

Ahora, por lo que respecta a la segunda parte de la penitencia —la confesión oral, tal como os declaré en el capítulo primero—, afirmo con San Agustín que: «Cada palabra y obra, y todo deseo humano contrario a la ley de Jesucristo, es pecado.» Lo cual se aplica al pecado del deseo, de palabra y de hecho, a través de los cinco sentidos, a saber: vista, oído, olfato, gusto y tacto.

Resulta bueno saber aquello que agrava en gran manera todos estos pecados. Y al calibrar el pecado se ha de tener en cuenta quién es el que peca, si es varón o hembra, joven o viejo, noble o sirviente, liberto o siervo, sano o enfermo, casado o soltero, ordenado o no, prudente o necio, clérigo o seglar, si la mujer con la que se pecó es pariente de sangre o espiritual o no, si alguno de su parentela ha pecado con ella o no, y muchas otras facetas.

También tiene importancia el considerar si se comete adulterio o fornicación, o no; con o sin incesto; con doncella o no; incurriendo o no en homicidio; si los pecados fueron graves o leves cuánto tiempo se ha vivido en pecado.

Otra circunstancia es el lugar de la comisión del pecado: si en casa ajena o propia, en el campo o en la iglesia o en el cementerio, en una iglesia consagrada o no. Pues si la iglesia estaba consagrada y un hombre o mujer derraman su fluido seminal en tal lugar y pecan, o se produce una maligna tentación, la iglesia cae en entredicho hasta que el lugar sea reconciliado por el obispo; y el sacerdote que cometió semejante vileza no podrá celebrar el sacrificio eucarístico por el resto de su vida, y si tal hiciera, cada vez que lo celebrase incurriría en pecado mortal.

La cuarta circunstancia se da cuando los intermediarios o los instigadores incitan al pecado o se es cómplice; muchos desgraciados irán a acompañar al demonio infernal a causa de las malas compañías. Por consiguiente, los que instigan o consienten en el pecado son cómplices del mismo y de la condenación del pecador.

La quinta circunstancia radica en el número de veces que uno ha pecado, incluso si ha sido de pensamiento, y con qué frecuencia se ha caído. Pues el que peca a menudo desprecia la misericordia de Dios, agrava su culpa y se muestra esquivo a Jesucristo; su debilidad para resistir al pecado aumenta y, por tanto, peca con más facilidad; y cuanto más tarde se levanta, tanto más le cuesta confesarse, en especial con su confesor habitual. Por consiguiente, con frecuencia tales personas, al reincidir en sus antiguos desmanes, abandonan por completo a su confesor, o bien reparten sus confesiones entre distintos sacerdotes. Pero, a decir verdad, esa confesión repartida no les merece la misericordia divina por sus pecados.

La sexta circunstancia a considerar es el examen de los móviles y tentaciones que arrastran al pecado; si ella es de origen propio o se debe a instigación de terceras personas; o si el que peca con una mujer, lo hizo con consentimiento de ella o por la fuerza, o si la mujer, a pesar de su cuidado, fue violada o no. Incumbe a ella el decirlo, si fue por codicia o por pobreza, y otros móviles con ellas relacionados.

La séptima circunstancia consiste en la forma en que el hombre cometió pecado o la mujer consintió a que la gente pecase con ella. Al confesarse deberá, pues, el hombre explicar con claridad y todo detalle si pecó con prostitutas corrientes o con otras mujeres; si pecó en días festivos o no, en época de ayuno o no; si antes de confesarse, o después de su última confesión; si con su pecado infringió una penitencia impuesta. También debe precisar quién le proporcionó consejo o ayuda y si hubo hechicería o ardid.

Todas estas circunstancias, bien sean grandes o pequeñas, gravan la conciencia humana. Y también el sacerdote, que es tu juez, puede dictaminarte una penitencia adecuada, con estas luces, a tu grado de contrición. Pues debes saber perfectamente que, después que un hombre ha profanado su bautismo mediante el pecado, sólo le resta el camino del arrepentimiento de la confesión y de la satisfacción. En especial las dos primeras, si se tiene un confesor a mano para que nos absuelva, y la tercera si se dispone de vida suficiente para llevarla a cabo.

El que anhele, pues, hacer confesión verdadera y fructífera debe saber que han de convenir en ella cuatro requisitos. En primer lugar, uno debe confesarse con profunda amargura de corazón. Como dijo el rey Ezequías a Dios: «Recordaré todos los años de mi vida con amargura de corazón»
[647]

Esta condición de dolor de corazón tiene cinco manifestaciones. La primera implica vergüenza de haber ofendido a Dios —no para cubrir u ocultar el pecado— y de haber mancillado el alma. A este efecto afirma San Agustín: «El corazón se abruma por vergüenza de su pecado»
[648]
. Y quien siente gran vergüenza merece alcanzar la misericordia divina. Tal era la confesión del publicano
[649]
que no osaba levantar los ojos, pues había ofendido al Dios de los Cielos, y por su humillación obtuvo enseguida el perdón divino. Con razón dice San Agustín que estas personas humildes son las que están más próximas del perdón y de la remisión.

La humildad es otro de los signos de la confesión. De ella afirma San Pedro: «Humillaos ante el poder de Dios»
[650]
. La poderosa mano de Dios se muestra en la confesión, pues, por ella, Dios te perdona tus pecados, cosa que sólo está en sus manos. Esta humildad debe radicar en el corazón y en el porte exterior, pues el que es humilde de corazón con Dios, también así debe humillarse corporalmente ante el sacerdote que ocupa el lugar de Dios. Por lo cual, de ningún modo debe ocupar el pecador un lugar tan elevado como el de su confesor, ya que Cristo es el soberano y el sacerdote el intercesor entre Cristo y el pecador; y el pecador —por razones evidentes el último— debe arrodillarse ante él a sus pies, a menos que lo impida una dolencia.

Y no debe considerar qué hombre se sienta ante él, sino en nombre de quién está este hombre sentado. Porque si alguien ofende a un dignatario y viene después en busca de clemencia y perdón, no empezará a sentarse junto a él: lo consideraría ofensivo e indigno de obtener gracia o perdón.

El tercer signo de arrepentimiento consistirá en que, si se puede, se den abundantes lágrimas durante la confesión. Y si no fuera posible llorar con los ojos corporales, llore el corazón lágrimas espirituales. De este tipo fue la confesión de San Pedro, pues después de haber renegado de Jesucristo, salió afuera y lloró amargamente
[651]
.

El cuarto signo consiste en que la vergüenza no estorbe a tu confesión. Tal fue la confesión de la Magdalena, que se acercó a Jesucristo y le declaró sus pecados, sin preocuparse de los asistentes al festín.

El quinto signo consistirá en que un hombre o mujer acepten sumisos la penitencia que se les fije por sus pecados, pues, ciertamente, Jesucristo fue obediente hasta la muerte a causa de los pecados de la Humanidad.

El segundo requisito para una genuina confesión será el hacerlo con prontitud. De hecho, cuanto más se posponga la curación de una herida, tanto más tardaría en sanarse, con lo que con más facilidad se le infectaría y le llevaría rápidamente a la muerte. Así acontece con el pecado que uno aguarda en confesarse. Debe, por tanto, confesarse uno con prontitud. Muchos motivos abonan esta actitud, sin que el menor sea el temor a morir, que a menudo sobreviene inesperadamente en cuanto al tiempo y al lugar. Por ende, posponer la confesión de una falta, nos hace proclives a cometer otras: cuanto más tarda uno en confesarse, más nos alejamos de Jesucristo. Si aguardamos al lecho de muerte, difícilmente podremos confesamos, y, en caso afirmativo, recordar todos los pecados; nos lo impedirá la mortal enfermedad. Y por cuanto nos ha prestado oído a los requerimientos de Jesucristo en vida, en su lecho de muerte le suplicará, pero Él no le prestará mucha atención.

La confesión debe reunir cuatro circunstancias. Debe prepararse de forma meditada: la precipitación nunca aportó provecho. Uno debe confesarse de los pecados de soberbia y de envidia, así como de los otros, con sus clases y circunstancias. Debe también repasar mentalmente el número y gravedad de sus pecados y el tiempo que se ha vivido en ellos. Y también el tener contrición de sus faltas y propósito firme de enmienda de nunca más pecar con el auxilio de la gracia de Dios, y asimismo albergar el temor del pecado y estar en guardia ante las ocasiones de pecar, a las que estamos proclives.

Además has de confesarte de todos los pecados a un solo confesor, y no unos a uno y otros a otro, es decir, con el propósito de dividir tu confesión por vergüenza o temor: esto ocasiona el estrangulamiento de la propia alma. Ciertamente, Jesucristo es la bondad absoluta; en El no existe imperfección alguna, de modo que, o lo perdona todo por completo, o no perdona nada.

No digo que si se tiene asignado un penitenciario para ciertos pecados se tenga la obligación de manifestarle los pecados que uno ya ha confesado con anterioridad a su párroco, a menos que le apetezca hacerlo por humildad. Al obrar así no dividimos a la confesión. Tampoco se incurre en esa división si tienes permiso de tu párroco para confesarte con un sacerdote discreto y honrado, cuando te apetezca; en tal caso podrás manifestarle todos tus pecados sin omitir falta alguna que se recuerde.

Cuanto te confieses con tu párroco, manifiéstale también todos los pecados que has cometido desde tu última confesión con él. Obrar así no implica dividir la confesión.

La confesión verdadera exige otras circunstancias adicionales. La primera es confesarse
motu proprio
, no por obligación, o por vergüenza, o por enfermedad u otros motivos por el estilo.

Resulta razonable que quien ha pecado voluntariamente, voluntariamente también confiese su culpa, y que nadie sino el pecador debe manifestar su pecado, sin negarlo, escamotearlo, ni enfadarse con el sacerdote cuando éste le exhorte a abandonar el pecado.

La segunda condición consiste en que la confesión sea legítima, a saber: que penitente y confesor sean creyentes en el seno de la Santa Madre Iglesia y que no desconfíen, como Caín y Judas, de la misericordia de Jesucristo. Además, el penitente debe confesarse de sus culpas y no de las ajenas; asimismo debe acusarse y avergonzarse de su propia malicia y pecados, y no de los de otro. Con todo, si un tercero fue el instigador o motivador del pecado que está confesando, o si por su condición la culpa se agravase, o para que la culpa sea confesada por completo se ha de manifestar la persona cómplice del pecado, entonces la puede nombrar de modo que sea sólo a efectos de la confesión y no por maledicencia.

Tampoco —acaso por humildad— dirás mentiras al confesarte manifestando pecados que nunca has cometido. San Agustín afirma que «si por humildad uno miente acerca de sí mismo, aunque antes no estuviera en pecado, a causa de la mentira, se convierte en pecador
[652]
. El pecado debe también manifestarse oralmente, excepto en caso de mudez, y no por escrito; ya que has pecado, debes conllevar la vergüenza consiguiente. Durante la confesión no enmascararás tu pecado con palabras sutiles, pues en tal caso te engañas a ti mismo, pero no al sacerdote. Se han de manifestar con llaneza, por necio o terrible que el pecado fuera.

También te confesarás con un sacerdote que sea discreto y te aconseje; tampoco te confesarás por vanagloria ni hipocresía, ni por causa alguna que no sea por temor de Jesucristo y la salvación del alma. Tampoco acudirás repentinamente al sacerdote para confesarte alegremente de tu pecado, en son de chanza o a modo de cuento, sino debes hacerlo con gravedad y devoción profundas.

Confiésate a menudo por norma. Si caes con frecuencia, confiésate con frecuencia también. Confesar repetidamente un pecado ya confesado implica doble mérito. Pues, como afirma San Agustín, «antes lograrás así la remisión de la culpa, de la pena, y la gracia de Dios»
[653]

Es obligatorio confesarse al menos una vez al año, pues, ciertamente, todo se renueva durante este periodo.

Ahora que os he descrito en qué consiste la confesión sincera, paso a la segunda parte de la penitencia.

TERMINA LA SEGUNDA PARTE DE LA CONFESIÓN Y SIGUE LA TERCERA PARTE, LA PENITENCIA SACRAMENTAL O SATISFACCIÓN.

La tercera parte es la penitencia sacramental, que generalmente consiste en las obras de caridad y castigos corporales. Las obras de caridad se dividen en tres, a saber: contrición de corazón, por la que uno se ofrece a sí mismo a Dios; piedad de las faltas ajenas; y la tercera, dar buen consejo y auxilio corporal y espiritual a quien lo necesita, y en especial en lo referente a la manutención.

Considera que las personas suelen necesitar alimento, vestido y cobijo, consejo amable, que se les visite en caso de enfermedad y prisión, y sepultura al fallecer. Cuando no te resulte posible visitarle personalmente debes hacerle llegar tus mensajes y regalos. Estas son generalmente las limosnas u obras de caridad procedentes de los hacendados ricos en prudencia. Y esas obras de misericordia les serán recordadas al hombre en el día del juicio.

Estas limosnas han de darse de los bienes propios, de modo diligente y con discreción. Sin embargo, si no puedes guardar el sigilo, a pesar de ser visto por los demás, no por eso dejes de llevarlas a cabo. Hazlo de forma que no requieras el agradecimiento del mundo, sino el de Jesucristo. Pues como declara San Mateo en el capítulo V: «No se puede ocultar una ciudad edificada sobre un monte. Ni se enciende una lámpara para ocultarla bajo un celemin, sino sobre un candelabro, para que dé luz a los habitantes de una casa. Así debe acontecer con vuestra luz: que ilumine a los hombres, de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos»
[654]

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