Read Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media Online
Authors: J.R.R. Tolkien
Tags: #Fantasía
Entonces Tuor miró hacia donde señalaba Voronwë, y vio a lo lejos un resplandor de aguas extendidas a la escasa luz del amanecer; pero más allá asomaba el oscuro bosque de Brethil y escalaba hacia el sur las distantes tierras elevadas. Avanzaron con cautela por el extremo del valle, y al fin llegaron al antiguo camino que bajaba hasta los bordes de Brethil, donde cruzaba la ruta de Nargothrond. Entonces Tuor vio que estaban cerca del Sirion. Las orillas estaban quebradas en aquel sitio, y las aguas, interceptadas por grandes desechos de piedras,
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se ex-tendían en amplios bajíos, donde murmuraban unos temblorosos arroyos. Un poco más allá, el río se recogía otra vez y, excavando un nuevo lecho, seguía fluyendo hacia el bosque, y se desvanecía a lo lejos en una niebla profunda que la mirada no podía penetrar; porque allí estaba, aunque él no lo sabía, la frontera septentrional de Doriath, a la sombra del Cinturón de Melian.
Inmediatamente Tuor quiso ir de prisa hacia el vado, pero Voronwë se lo impidió diciendo: —No podemos cruzar el Brithiach en pleno día, mientras haya una posibilidad de que estén persiguiéndonos.
—¿Nos sentaremos entonces aquí hasta pudrirnos? —le dijo Tuor—. Porque esa duda persistirá mientras dure el reino de Morgoth. ¡Ven! Bajo la sombra de la capa de Ulmo tenemos que seguir adelante.
Aún Voronwë vacilaba y miraba atrás hacia el oeste; pero el sendero estaba desierto y todo en derredor había silencio salvo por el murmullo del agua. Miró a lo alto y el cielo estaba gris y vacío, sin pájaros. Y de pronto la cara se le iluminó de alegría y exclamó en alta voz: —¡Todo está bien! Los enemigos del Enemigo guardan todavía el Brithiach. Los Orcos no nos seguirán hasta aquí; y bajo la capa podemos cruzar ahora, sin esperar mas.
—¿Qué has visto de nuevo? —preguntó Tuor.
—¡Muy corta es la vista de los Hombres Mortales! —dijo Voronwë—. Veo las águilas de las Crissaegrim, y vienen hacia aquí. ¡Observa un momento!
Entonces Tuor se quedó mirando fijamente; y pronto, altas en el aire, vio a tres formas que batían unas fuertes alas y descendían de los picos distantes coronados de nubes. Lentamente bajaban en grandes círculos, y luego se lanzaron de pronto sobre los viajeros, pero antes que Voronwë pudiera llamarlas, giraron veloces y se alejaron volando hacia el norte a lo largo de la línea del río.
—Vayamos ahora —dijo Voronwë—. Si hay un Orco en las cercanías estará acobardado, con las narices aplastadas contra el suelo, hasta que se hayan alejado las águilas.
Descendieron de prisa por una larga cuesta y cruzaron el Brithiach, andando a menudo con los pies secos sobre bancos de piedras, o vadeando los bajíos con el agua no más que hasta las rodillas. Fría y clara era el agua, y había hielo sobre los estanques poco profundos, donde las corrientes errantes habían perdido el camino entre las piedras; pero nunca, ni siquiera en el Fiero Invierno de la Caída de Nargothrond, pudo el mortal aliento del Norte helar el flujo central del Sirion.
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Al otro extremo del vado, llegaron a una cañada que parecía el lecho de una antigua corriente, y en la que no fluía ahora agua alguna; no obstante, según parecía, un torrente había abierto un profundo canal, descendiendo del norte de las montañas de las Echoriath y transportando desde allí todas las piedras del Brithiach al Sirion.
—¡Por fin la encontramos después de agotada toda esperanza! —exclamó Voronwë—. ¡Mira! Aquí está la desembocadura del Río Seco y éste es el camino que hemos de tomar.
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Entonces entraron en la cañada, de laderas cada vez más altas a medida que giraba hacia el norte, donde el terreno era más empinado. Y Tuor tropezaba en la penumbra, entre las piedras que cubrían el lecho.
—Si esto es un camino —dijo—, no es bondadoso con el viajero fatigado.
—Sin embargo, es el camino que lleva a Turgon —dijo Voronwë.
—Tanto más me maravillo entonces —le dijo Tuor— que el acceso permanezca abierto y sin guardia. Me figuraba que encontraría un gran portal poderosamente guardado.
—Espera y verás —dijo Voronwë—. Este es sólo el comienzo. Lo llamé un camino, sin embargo, nadie lo ha recorrido por más de trescientos años, salvo mensajeros, pocos y en secreto, y todo el arte de los Noldor se ha concentrado en ocultarlo desde que lo tomó el Pueblo Escondido. ¿Permanece abierto, dices? ¿Lo habrías conocido si no hubieras tenido a alguien del Reino Escondido como guía? ¿O habrías pensado que no era sino la obra del viento y de las aguas del desierto? Y no has visto las águilas? Son el pueblo de Thorondor que vivieron otrora en Thangorodrim antes que Morgoth cobrara tanto poder, y viven ahora en las Montañas de Turgon desde la caída de Fingolfin.
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Sólo ellas con excepción de los Noldor conocen el Reino Escondido, y guardan los cielos por sobre él, aunque hasta ahora ningún sirviente del Enemigo se ha atrevido a ascender a las alturas del aire; y llevan al Rey muchas nuevas de todo lo que se mueve en las tierras de fuera. Si hubiéramos sido Orcos, se nos hubieran echado encima y nos habrían arrojado sobre rocas despiadadas.
—No lo dudo —dijo Tuor—. Pero me pregunto también si la noticia de nuestra cercanía no le llegará a Turgon antes que nosotros. Y sólo tú puedes decir si eso es bueno o malo.
—Ni bueno ni malo —dijo Voronwë—. Porque no podemos atravesar las Puertas Guardadas inadvertidos, se nos espere o no; y si llegamos allí, los guardianes no necesitarán que se les advierta que no somos Orcos. Pero para pasar necesitaremos de mejores argumentos. Porque no sabes, Tuor, a qué peligro estaremos expuestos entonces. No me culpes como quien está desprevenido de lo que pueda ocurrir. ¡Que se manifieste en verdad el poder del Señor de las Aguas! Porque sólo por esa esperanza he consentido en ser tu guía, y si falla, con más seguridad moriremos entonces que por todos los peligros del desierto y el invierno.
Pero Tuor le dijo: —¡Déjate de pronósticos! La muerte en el desierto es segura; y la muerte ante las Puertas es para mí dudosa todavía, a pesar de todas tus palabras. ¡Adelante, condúceme!
Muchas millas avanzaron con trabajo por las piedras del Río Seco, hasta que ya no pudieron más, y la noche derramó oscuridad sobre la cañada profunda; treparon entonces a la orilla oriental y llegaron a las colinas derrumbadas al pie de las montañas. Y al mirar arriba, Tuor vio que se elevaban como ninguna otra montaña que hubiera visto nunca; porque las laderas eran como muros escarpados, apilados todo por encima y por detrás del más bajo, como si fueran grandes torres y precipicios escalonados. Pero el día se había desvanecido, y todas las tierras estaban grises y neblinosas, y la sombra amortajaba el Valle del Sirion. Entonces Voronwë lo llevó a una cueva poco profunda, que se abría en la ladera de una colina sobre las solitarias cuestas de Dimbar, y se metieron dentro arrastrándose, y allí se quedaron escondidos; y se comieron los últimos mendrugos de alimento, y tenían frío y estaban cansados, pero no durmieron. Así llegaron Tuor y Voronwë a las torres de las Echoriath y al umbral de Turgon, en el crepúsculo del décimo octavo día de Hísimë, el trigésimo séptimo de su viaje, y por el poder de Ulmo escaparon tanto del Destino como de la Malicia.
Cuando el primer resplandor del día se filtró gris a través de las nieblas de Dimbar, volvieron arrastrándose al Río Seco, y pronto el curso se desvió hacia el este, serpenteando en ascenso por entre los muros mismos de las montañas; y delante de ellos había un gran precipicio escarpado que se levantaba de pronto en una pendiente cubierta de una enmarañada maleza de espinos. En esa maleza penetraba el pétreo canal y allí estaba todavía oscuro como la noche; e hicieron alto, porque los espinos crecían espesos a ambos lados del lecho, y las ramas entrelazadas formaban una densa techumbre, de modo que Tuor y Voronwë a menudo tenían que arrastrarse como bestias que vuelven furtivas a su guarida subterránea.
Pero por último, cuando con gran esfuerzo llegaron al pie mismo del acantilado, encontraron una falla, parecida a la boca de un túnel abierto en la dura roca por aguas que fluyeran del corazón de los montes. Penetraron por ella y dentro no había ninguna luz, pero Voronwë avanzó sin vacilar; Tuor lo seguía con una mano apoyada en el hombro de Voronwë, e inclinándose un poco pues el techo era bajo. Así, por un tiempo anduvieron a ciegas, hasta que sintieron que el suelo se había nivelado y ya no había pedruscos sueltos. Entonces hicieron alto y respiraron profundamente, escuchando. El aire parecía puro y fresco, y tenían la impresión de un gran espacio en derredor y por encima de ellos; pero todo era silencio, y ni siquiera podía oírse el goteo del agua. Le pareció a Tuor que Voronwë estaba perturbado y perplejo, y le susurró: —¿Dónde están las Puertas Guardadas? ¿O es que en verdad las hemos pasado ya?
—No —dijo Voronwë—. Pero me asombra que nadie pueda llegar hasta aquí sin ser estorbado. Me temo un ataque en la oscuridad.
Pero sus susurros despertaron los ecos dormidos y se agrandaron y se multiplicaron y recorrieron el techo y las paredes invisibles siseando y murmurando como el sonido de muchas voces furtivas. Y cuando los ecos morían en la piedra, Tuor oyó desde el corazón de la oscuridad una voz que hablaba en lenguas élficas: primero en la Alta Lengua de los Noldor, que no conocía; y luego en la lengua de Beleriand, aunque con inflexiones algo extrañas, como las de un pueblo que hace mucho tiempo se separó de sus hermanos.
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—¡Alto! —le decía—. ¡No os mováis! O moriréis, seáis amigos o enemigos.
—Somos amigos —dijo Voronwë.
—Entonces haced lo que se os ordene —les dijo la voz.
El eco de las voces se apagó en el silencio. Voronwë y Tuor permanecieron inmóviles, y le pareció a Tuor que transcurrían muchos lentos minutos, y sintió un miedo en el corazón, como en ningún otro de sus pasados peligros. Entonces se oyó un ruido de pasos, que crecieron hasta parecer casi que unos trolls martilleaban en aquel sitio sonoro. De repente, alguien descubrió una lámpara élfica, y los brillantes rayos enfocaron primero a Voronwë, pero Tuor no pudo ver nada más que una estrella deslumbrante en la sombra; y supo que mientras ese rayo lo iluminara no podría moverse para huir ni avanzar.
Por un momento fueron mantenidos así en el ojo de la luz, y luego la voz volvió a hablar diciendo:
—¡Mostrad vuestras caras! —Y Voronwë echó atrás la capucha y la cara resplandeció en la luz, clara y dura, como grabada en piedra; y su belleza maravilló a Tuor. Entonces habló con orgullo diciendo:— ¿No conoces a quien estás mirando? Soy Voronwë, hijo de Aranwë, de la Casa de Fingolfin. ¿O al cabo de unos pocos años se me ha olvidado en mi propia tierra? Mucho más allá de los confines de la Tierra Media he viajado, pero aún recuerdo tu voz, Elemmakil.
—Entonces recordará también Voronwë las leyes de su tierra —dijo la voz—. Puesto que partió por mandato, tiene derecho a retornar. Pero no a traer aquí a forastero alguno. Por esa acción pierde todo derecho, y ha de ser llevado prisionero ante el juicio del rey. En cuanto al forastero, será muerto o mantenido cautivo según juicio de la Guardia. Traedlo aquí para que yo pueda juzgar.
Entonces Voronwë condujo a Tuor a la luz, y entretanto muchos Noldor vestidos de malla y armados avanzaron de la oscuridad, y los rodearon con espadas desenvainadas. Y Elemmakil, capitán de la Guardia, que portaba la lámpara brillante, los miró larga y detenidamente.
—Esto es extraño en ti, Voronwë —dijo—. Hemos sido amigos durante mucho tiempo. ¿Por qué, entonces, me pones así tan cruelmente entre la ley y la amistad? Si hubieras traído aquí a un intruso de alguna de las otras casas de los Noldor, ya habría sido bastante. Pero has traído al conocimiento del Camino a un Hombre mortal, porque veo en sus ojos a qué linaje pertenece. No obstante jamás podrá partir en libertad, puesto que conoce el secreto; y como a alguien de linaje extraño que ha osado entrar, tendría que matarlo… Aun cuando fuera tu queridísimo amigo.
—En las vastas tierras de fuera, Elemmakil, muchas cosas extrañas pueden acaecerle a uno, y misiones inesperadas pueden imponérsele —contestó Voronwë—. Otro será el viajero al volver que el que partió. Lo que he hecho lo he hecho por un mandato más grande que la ley de la Guardia. El Rey tan sólo ha de juzgarme, y a aquel que viene conmigo.
Entonces habló Tuor y ya no sintió miedo. —Vengo con Voronwë, hijo de Aranwë, porque el Señor de las Aguas lo designó para que me guiara. Con este fin fue librado de la Condenación de los Valar y de la cólera del Mar. Porque traigo un recado de Ulmo para el hijo de Fingolfin y con él hablaré.
Entonces Elemmakil miró con asombro a Tuor.
—¿Quién eres, pues? ¿Y de dónde vienes?
—Soy Tuor, hijo de Huor, de la Casa de Hador y de la parentela de Húrin, y estos nombres, se cuenta, no son desconocidos en el Reino Escondido. He pasado desde Nevrast por muchos peligros para encontrarlo.
—¿Desde Nevrast? —preguntó Elemmakil—. Se dice que nadie vive allí desde la partida de nuestro pueblo.
—Se lo dice con verdad —respondió Tuor—. Vacíos y helados están los patios de Vinyamar. No obstante, de allí vengo. Llevadme ahora ante el que construyó esas estancias de antaño.
—En asuntos de tanto monto, no me cabe decidir —dijo Elemmakil—. Por tanto he de llevarte a la luz donde más sea revelado y te entregaré a la Guardia del Gran Portal.
Entonces dio voces de mando y Tuor y Voronwë fueron rodeados de altos guardianes, dos por delante y tres por detrás de ellos; y el capitán los llevó desde la caverna de la Guardia Exterior y entraron, según parecía, a un pasaje recto, y por allí anduvieron largo rato por un suelo nivelado hasta que una pálida luz brilló adelante. Así llegaron por fin a un amplio arco con altas columnas a cada lado, talladas en la roca, y en el medio había un portal de barras de madera cruzadas, maravillosamente talladas y tachonadas con clavos de acero.
Elemmakil lo tocó, y el portal se alzó lentamente y siguieron adelante; y Tuor vio que se encontraban en el extremo de un barranco. Nunca había visto nada igual ni había alcanzado a imaginarlo, aunque tanto había andado por las montañas del desierto del Norte; porque junto al Orfalch Echor, el Cirith Ninniach no era sino una grieta en la roca. Aquí las manos de los mismos Valar, durante las antiguas guerras de los inicios del mundo, habían separado las grandes montañas, y los lados de la hendidura eran escarpados, como si hubieran sido abiertos con un hacha, y se alzaban a alturas incalculables. Allí arriba a lo lejos corría una cinta de cielo, y sobre su profundo azul se recortaban unas cumbres oscuras y unos pináculos dentados, remotos, pero duros, crueles como lanzas. Demasiado altos eran esos muros poderosos para que el sol del invierno llegara a dominarlos, y aunque era ahora pleno día, unas estrellas pálidas titilaban por sobre la cima de las montañas, y abajo todo estaba en penumbra, salvo por la desmayada luz de las lámparas colocadas junto al camino ascendente. Porque el suelo del barranco subía empinado hacia el este, y a la izquierda Tuor vio al lado del lecho de la corriente un ancho camino pavimentado de piedras, que ascendía serpenteando hasta desvanecerse en la sombra.