Read Cuentos para gente impaciente Online
Authors: Javier de Ríos Briz
Mientras su madre orinaba, Pablo cerró los grifos de la bañera, sin dejar de vigilarla con el rabillo del ojo. Después la alzó otra vez en brazos, y la sentó con suavidad en el fondo de la bañera.
—Agárrate, mamá, que para eso he puesto todos esos asideros. Parece mentira que te lo tenga que repetir todos los días.
Pablo enjabonó el cuerpo de su madre con el mismo mimo que emplearía un cirujano en una operación a corazón abierto, sosteniéndola con un brazo y manejando la esponja con destreza con el otro.
—Hoy no te lavo el pelo, mamá, lo dejamos para mañana.
—De acuerdo, hijo, ya haces bastante por mí.
—Sólo hago lo que tengo que hacer. Lo que pasa es que hoy tengo un encarguito de parte de los jefes.
No había pasado ni una semana desde que le comunicaron las limitaciones físicas que iba a tener que arrastrar su madre, y Pablo ya era perfectamente consciente del riesgo que corrían, de las numerosas posibilidades con las que contaban ambos para ser futuros inquilinos de alguna institución benéfica, donde les pudieran atender convenientemente. ¿Qué iban a hacer solos, cómo se iban a enfrentar a la vida cotidiana, una parapléjica y un chaval de trece años? Pero recibieron una ayuda inesperada, la de los jefes del padre de Pablo, que consiguieron que les permitieran seguir juntos, recibiendo la ayuda de una asistente social por las mañanas, y sometidos a una férrea inspección mensual hasta que Pablo fuera mayor de edad. Pasados los primeros años, los más complicados sin duda, ya llevaban arreglándoselas solos más de tres décadas.
Pablo sólo adquirió un compromiso a cambio del amparo obtenido: sustituir a su padre, ser tan fiel como él lo había sido, relevarlo en todas sus ocupaciones en cuanto cumpliera los dieciocho años, y si era posible, antes.
Pablo secó a su madre con una toalla que había tenido durante un rato apoyada en el radiador, para que se mantuviera tibia.
—¿Quieres desayunar algo?
—No, hoy no.
—Dentro de una hora viene la muchacha, si quieres algo pídeselo a ella.
¿Dónde te pongo, en la silla, o en el sofá del salón?
—Ponme en el sofá. Y me traes lo de coser. ¡No! Hoy es jueves, mejor me pones la tele, que quiero ver un programa nuevo.
Pablo vistió a su madre con lo mejor que encontró en el armario. Aunque no fuera a salir de casa, no había razón para que estuviera hecha un desastre. También cepilló su canosa cabellera, y la recogió en una trenza con más o menos acierto.
Después de dejar a la anciana en el sofá y encender la televisión, se dedicó la siguiente media hora a sí mismo, para afeitarse correctamente y vestirse de manera impecable. Sus jefes exigían la máxima elegancia a todos los empleados.
—Adiós, mamá, volveré a tiempo para hacerte la comida.
—Vete tranquilo, hijo, no hay cuidado.
—Vale, la muchacha no tardará en llegar.
Pablo desapareció cerrando la puerta tras de sí, y estuvo fuera casi cuatro horas. Cuando regresó, después de haber cumplido con el trabajo encomendado, encontró a su madre en el mismo sitio en que la había dejado, medio adormilada, a pesar de que la tele seguía encendida. Pablo la sacudió los hombros suavemente.
—¿Qué pasa, hoy no ha venido la muchacha, o qué?
—Sí, pero sólo estuvo media hora, tenía que ir a más sitios. ¿Me llevas al baño, hijo?
—¿Tienes ganas de mear?
—Y de lo otro, hijo, y de lo otro.
Pablo cargó con el cuerpo de su madre, como siempre, pensando que cada vez pesaba menos, que se le iba consumiendo entre los brazos. La desvistió, y la colocó en la taza del water, el trono, solía decir ella con sonrisa melancólica. La sonrisa, ese era el único rasgo en el cual Pablo veía a su antigua madre, escondida detrás de la actual.
Cuando su madre hubo acabado, Pablo la levantó, la sujetó con un brazo, y la limpió con la mano libre. En esos momentos la madre de Pablo siempre sentía la necesidad de decir algo, viva muestra de que continuaba siendo una situación incómoda para ella, a pesar del tiempo transcurrido, y a pesar de que no era nada nuevo para ninguno de los dos.
—¿Qué tal el encargo, hijo?
—Bien, mamá, era sólo un aviso, ya sabes.
—¿Le has partido las piernas como siempre?
—Si, mamá, como siempre, como me enseñó papá a hacer.
—¿Y si no paga?
—Si no, ya sabes, matarile.
—Tu padre estaría orgulloso de ti, hijo mío.
—Lo sé, mamá.
Pablo subió las bragas a su madre, y le colocó el vestido lo mejor que supo. Después abrió el pequeño armario que ocultaba el espejo, sacó un pequeño frasco, y le echó a su madre unas gotas de su perfume favorito en las sienes, como a ella siempre le había gustado.
“Un escritor, atajé, no tiene por qué comprender a los hombres. Le basta comprender a sus personajes, pero incluso esto no es necesario.”
El cuento de Sirena.
Gonzalo Torrente Ballester
Todo comenzó un verano, cuando el abuelo Pascual se empeñó en enseñar al pequeño Daniel a sumar. “Para que vaya adelantando trabajo del nuevo curso”, dijo como apoyo a su decisión. “Deje al chaval que disfrute de las vacaciones, padre”, rebatió Marisa, la madre de Daniel, “que para eso ya están los maestros”.
Pero no hubo manera, el abuelo Pascual era y sigue siendo muy testarudo, y si se le mete una idea en la cabeza, no ha nacido el mortal que pueda disuadirle de seguir adelante con ella.
Así que fue a buscar la arrugada libreta que su mujer usaba para apuntar los litros de leche que vendían a los vecinos, y el flamante bolígrafo que le había regalado días atrás el comercial de la casa de piensos. El abuelo Pascual sentó al niño en sus rodillas, que accedió a recibir una improvisada clase de matemáticas sin rechistar, y empezó a escribir con grandes caracteres: 50.
—¿Sabes qué número es éste, Dani?
—Sí, abuelo, el cincuenta.
—Sí señor, muy bien, chaval.
Debajo del primer cincuenta, escribió otro idéntico, y debajo de ellos trazó una línea más o menos recta, con esmero, como si se enfrentara a una obra de artesanía. Después procedió a hacer la suma, mientras le explicaba al niño en voz alta lo que estaba haciendo, intentando adoptar un estilo lo más didáctico posible: que si cero más cero es cero, que si cinco y cinco diez, y nos llevamos una, y como hemos acabado ponemos el uno delante..., y ya está: cincuenta más cincuenta, cien.
—¿Te has enterado, Dani?
—Sí, pero no me lo creo, abuelo. —dijo el niño con esa bendita sinceridad que todos perdemos al entrar en la adolescencia.
—¿Cómo que no te lo crees?
—Como que no me lo creo —aseguró el rapaz testarudo, y después amenazó—y si no me lo demuestras, no pienso estudiar nunca más.
—¡Jodío crío! —murmuró el abuelo entre dientes.
—¿Qué dices, abuelo?
—¡Nada! Ven aquí conmigo. Vamos a dar un paseo.
Todos los que vieron pasar al abuelo y al nieto, veían sorprendidos como ambos se iban agachando de vez en cuando para coger con mimo diminutas piedrecitas, que después introducían con cuidado en una bolsa de plástico que portaba el anciano maestro.
Ya de vuelta en la casa, el abuelo se preparó para dar una clase magistral a su nieto, en la que demostraría la suma que habían hecho antes. Para ello sacaron al pequeño corralillo dos sillas, y el abuelo Pascual comenzó a contar piedrecitas con paciencia.
—...cuarenta y nueve, y cincuenta. Bien ahora voy a hacer otro montón como éste. ¿Me sigues Dani?
—Sí, abuelo.
El abuelo Pascual hizo dos montoncitos idénticos de cincuenta piedrecitas cada uno, y luego juntó los dos.
—¿Ves? Los he juntado, es decir, los he sumado. Ahora voy a volver a contar las piedrecitas, y ya verás como hay cien.
—Noventa y cinco..., noventa y seis..., noventa y siete..., noventa y ocho..., noventa y nueve..., cien..., y ciento uno. ¡Me cago en la hostia!
—¿Qué dices abuelito?
—Nada, Dani, nada, que algo ha fallado, pero tranquilo, que yo te lo demuestro, como que me llamo Pascual, yo te lo demuestro.
Y con paciencia, separó las pequeñas piedras, volvió a hacer dos montones de cincuenta, volvió a juntarlos y contó de nuevo. El pequeño Daniel no perdía ojo, y seguía extasiado las evoluciones de su abuelo.
—Noventa y siete..., noventa y ocho..., noventa y nueve. ¡Me cago en la mar serena!
—¿Qué pasa abuelo? ¿Qué lo de las sumas es mentira? Eso pensaba yo, que es un invento para fastidiar a los niños.
Siete veces más lo hizo aquel mismo día, con diferentes métodos, y las piedras resultaron ser tan testarudas como él. Unas veces contaba noventa y nueve, y otras ciento dos, pero nunca, nunca, cien, ni por casualidad. Siempre hacía primero los dos montones de cincuenta, porque si no la demostración de la suma no sería válida, y al juntarlos nunca hallaba cien piedrecitas.
Por fortuna, el pequeño Daniel no cumplió sus amenazas. Ahora, el pequeño Danielito mide uno noventa y cinco, y está a punto de doctorarse en ciencias exactas. De vez en cuando visita a su abuelo, que sigue allí, en el pueblo.
Ha transcurrido el tiempo, inexorable como siempre, pero no pasa un sólo día sin que el abuelo Pascual cuente sus piedrecitas, siempre con idéntica mala fortuna. Cuando va de visita, Dani le observa en silencio, pero no se atreve a colaborar; él prefiere creérselo sin más.
—Los matemáticos sólo demostramos las cosas sobre el papel —se suele justificar—dejamos ese tipo de experiencias a los físicos, o a gente como el abuelo, que tienen tiempo para las pruebas empíricas.
Y el abuelo Pascual sigue a lo suyo, cuenta que te cuenta, porque siempre ha sido muy testarudo. Tal vez lo hace porque si no consigue demostrar esta pequeña suma, pueden derrumbarse otras muchas cosas que el suele dar como ciertas. Creo que ya lleva así veinte años, o tal vez veintiuno, no sé, que es que lo de contar parece fácil, sí, pero como todo, el arte de contar requiere poseer ciertas habilidades, que no todos tenemos.
El hijo de Silvia y Carlos nació un martes y trece a las doce de la mañana. “El parto ha sido muy sencillo”, comentó el doctor Bienvenido, “parece que el crío tenía ganas de salir”.
El doctor y su enfermera abandonaron la habitación, para que los neófitos padres pudieran conocer a su hijo. Repentinamente el niño salió disparado de los brazos de Silvia, y dando un triple salto mortal, aterrizó en el frío suelo de la habitación. Manteniéndose erguido sin aparente dificultad, comenzó a hablar sin darse importancia:
—¡Hola! Soy El genio. Y he venido para concederos tres deseos.
—Nosotros habíamos pensado ponerte Eugenio.—murmuró Carlos.
—¡Concedido! Soy Eugenio, pues.
—¡Qué majo el chaval! Nos ha salido listo —comentó Silvia, todavía tumbada en su camilla en postura de piernas abiertas.—Ojalá estuviera aquí la abuela para verte.
—¡Concedido!
Y la abuela apareció en una esquina de la habitación, pero no tardó en caerse al suelo con ataúd y todo.
—¡Ay, qué me da algo! —dijo Silvia entre suspiros—Necesito un médico.
—¡Concedido! Ya tienes tus tres deseos, pero que conste que en el último te has precipitado, porque el doctor Bienvenido ya venía hacia aquí.
Y dicho esto el pequeño Eugenio juntó sus manitas, como si se fuera a tirar a una piscina, y empezó a introducirse en la vagina de su madre. En un abrir y cerrar de ojos desapareció, y la barriga de Silvia recuperó el volumen perdido.
Los dos se quedaron mudos, hasta que Carlos dijo:
–Un poco cabroncete el Eugenio este, ¿no crees?
—Padre.
—¿Qué?
—¿Pa cuando me va a dejar usted la escopeta? Ya tengo trece años.
—Pues pa cuando tengas catorce, entonces.
—¡Joder! El año pasado dijo usted, que pa cuando tuviera trece.
—Pues ahora digo que pa cuando tengas catorce. Fíjate tú por donde. ¡Y cállate de una puta vez y no digas “joder”, o te parto la cara!
Jorge no pudo resistirse. La escopeta colgada encima de la chimenea parecía un adorno más que una herramienta para la caza, siempre brillante, siempre puesta a punto por el patriarca de la familia. Así que Jorge no pudo resistirse, y la cogió sin permiso. Padre estaba en el campo con Daniel, el hijo mayor, y madre estaba en casa de doña Pura, ayudando en las labores, que todo el mundo sabe que doña Pura está ya muy mayor, y lo único que tiene en buen estado es la economía.
Nadie se enteraría si la escopeta volvía a su emplazamiento cotidiano antes del mediodía. Por supuesto que todo el pueblo oiría los disparos, pero el bosque estaba plagado de cazadores furtivos, ocupados en esconderse unos de otros, y de paso, de los guardias forestales.
El sol estaba ya bastante alto, y los tentáculos de luz conseguían colarse a duras penas entre las tupidas copas de los árboles. Jorge se sentía muy satisfecho de sí mismo, caminando con la escopeta sobre el hombro, y el fiel Capitán correteando a sus pies.
Capitán era un perro mestizo, con sangre de mil razas corriendo por sus venas, aunque se adivinaba que algo tenía de perro de caza; quizás esas orejas, esa forma de levantar el rabo cuando olisqueaba algo, pero sobre todo su saber hacer, su saber estar...
Jorge creyó oír algo.
—¡Sshhh! ¡Busca, capitán, busca!
Capitán levantó la cabeza, y olisqueó a su alrededor. De repente, se quedó inmóvil, y un instante después se perdió en la espesura, siguiendo un rastro de algo, de algo vivo.
Jorge corría detrás con el arma preparada, sosteniéndola entre las manos de forma muy poco ortodoxa, debido quizás a la falta de costumbre.
Ya estaba a punto de desistir y pararse, cuando vio una liebre desaparecer entre los matorrales. Forzó a sus manos sudorosas para que le obedecieran, y ejecutaran el ritual del disparo, que resonó unos segundos eternos en las paredes de aquel a catedral verde.
Jorge buscó a su presa con ansiedad, y sólo encontró a Capitán, desangrándose detrás de un árbol, con una perdigonada firmada por Jorge cerca de su cuello. Demasiado; demasiado cerca de la yugular. Capitán miró a Jorge con los ojos vidriosos, intentando destilar los interrogantes que asolaban su mente perruna, pero ya no le vio. Ya no vio nada, porque dicen que la Parca no se molesta en venir a recoger a los perros.
Jorge se sentó en el suelo, y cogió la cabeza de Capitán con las dos manos. Y lloró, pero no lloró de pena. Lloró de miedo.