Authors: Isaac Asimov
Pero, por fin, el administrativo empezó con clara indiferencia. Las preguntas se sucedieron con rapidez.
—Edad... ¿Cincuenta y dos? Hum. Estado físico... Casado... Cuántos hijos... Experiencia... ¿Ha trabajado con productos textiles'?... Bien, ¿de qué clase?... ¿Termoplásticos?... ¿Elastómeros?... ¿Qué quiere decir eso de que cree que con todos?... ¿Con quién trabajó la última vez?... Deletree el nombre... No es de Chicago, ¿verdad? … ¿Dónde están sus documentos?... ¿Cuál es su número de registro?...
Schwartz estaba retrocediendo. No había previsto ese final al principio. Y el contacto mental del hombre que estaba ante él había cambiado. Reflejaba recelo hasta el punto de no ver nada más, y también precaución. Había una capa superficial de dulzura y compañerismo, tan delgada y ocultando tan poco la animosidad que resultaba más peligrosa que cualquier otro rasgo.
—Creo —dijo Schwartz, muy nervioso— que no estoy capacitado para este trabajo.
—No, no, vuelva. —Y el administrativo le hizo gestos para que se acercara—. Tenemos algo para usted. Déjeme mirar en estos archivos.
Estaba sonriendo, pero su contacto mental era más claro y más hostil todavía.
Había apretado un botón de su escritorio...
Schwartz, súbitamente dominado por el pánico, se lanzó hacia la puerta.
—¡Cogedlo! —gritó el empleado al instante mientras abandonaba a toda prisa su escritorio.
Schwartz atacó al contacto mental, lo golpeó violentamente con su pensamiento y escuchó un gemido a su espalda. Miró con rapidez por encima del hombro. El administrativo se encontraba sentado en el suelo, con el rostro contraído y las sienes hundidas en las palmas de las manos. Otro hombre se inclinó sobre él, y tras un gesto de apremio, se lanzó hacia Schwartz, que no esperó ni un momento más.
Salió por fin a la calle, sabedor ya de que debía existir una orden de búsqueda y captura y que habrían difundido su descripción personal, y sabiendo igualmente que el empleado, como mínimo, le había reconocido.
Echó a correr y dobló esquinas sin ver siquiera por dónde iba. Atrajo la atención, más todavía a esa hora, ya que las calles estaban cada vez más llenas de gente... Recelo, recelo por todas partes, recelo porque él estaba corriendo, recelo porque su ropa estaba arrugada y no era de su talla, recelo porque su cara parecía tener pelos, pelos pequeños y grises. ..
Schwartz dejó escapar un quejido al captar ese pensamiento en bastantes contactos mentales. Al parecer ninguno de aquellos hombres nuevos tenían pelos en la cara. Arbin no disponía de material para afeitado y Schwartz había tenido que improvisar el suyo con una especie de cortador de acero... Pero, ¿dónde se afeitaría ahora? Y si no se afeitaba, la barba le delataría.
Dada la multiplicidad de contactos mentales y la confusión causada por su miedo y su desespero, Schwartz no podía identificar a los 1, enemigos verdaderos, aquellos que no sólo reflejaban recelo sino también certidumbre..., y por ello no pudo darse cuenta de la presencia del látigo neurónico.
Sólo sintió un dolor espantoso, que llegó como el silbido de un latigazo y perduró como si le hubiera caído una roca encima. Durante algunos instantes se deslizó cuesta abajo por la pendiente de la agonía, antes de adentrarse en la negrura.
Y ahora estaba sentado en el banco de la celda con su mente proyectada y percibiendo únicamente peligro y muerte.
La puerta se abrió y Schwartz se puso en pie al instante, rígido a causa del miedo. Sus rodillas y caderas le produjeron una punzada de dolor al erguirse, y estuvo a punto de desplomarse.
Era un hombre con uniforme verde y con un objeto metálico en una mano, un objeto que Schwartz sabía que era peligroso.
—Acompáñeme.
Schwartz fue tras el desconocido sin dejar de especular. Había detenido al primer individuo que lo siguió en la carretera de Chica. Casi había dejado sin conocimiento al administrativo aquella mañana. ¿Con cuántos podría enfrentarse?... Sería preferible aguardar, antes del último y definitivo esfuerzo.
Le hicieron pasar a una habitación muy espaciosa. El guardián cerró la puerta al marcharse y se situó al otro lado.
Schwartz miró alrededor.
—Acérquese, Joseph Schwartz.
Había una tarima en el otro extremo de la habitación, como el estrado de los jueces en la sala del tribunal. En un alto sillón de complejo diseño se hallaba sentado el hombre con larga túnica verde que acababa de hablar.
Schwartz se acercó muy despacio y reparó en primer lugar en los dos hombres y la mujer joven que ocupaban sencillas sillas de madera con brazos y piernas extrañamente rígidos.
—¿Reconoce a estas personas, Joseph Schwartz? —preguntó el hombre de la túnica.
Schwartz los contempló y señaló a uno de ellos.
—A éste lo vi una vez
Había señalado a Shekt.
—Lo sometí a tratamiento con el sinapsificador —repuso en tono de hastío el físico—. Y ese fue el único contacto que tuve con él. Usted lo sabe. Protesto por este. . .
—¡Silencio! ¿Qué dice usted, doctor Arvardan?
—Nunca lo había visto —fue la réplica breve y hostil.
—Eso ya lo veremos dentro de un rato —fue la siniestra respuesta.
El secretario contempló a las cuatro personas que tenía ante él con brutal sensación de satisfacción. Su propósito era ignorar a la mujer, pero por lo demás la cosecha había sido fabulosa. Allí estaba el traidor terrestre, el agente imperial y la misteriosa criatura que habían estado vigilando durante medio año. Era dudoso que en un caso tan urgente y crucial alguien de menor peso en las filas enemigas supiera lo suficiente para constituir un peligro.
En realidad quedaba Ennius, y el Imperio. Los brazos de éstos en la persona de espías y traidores, estaban maniatados, pero restaba una mente activa en alguna parte… quizá para enviar otros brazos.
El secretario se inclinó hacia delante con las manos cruzadas y habló en tono rápido y suave.
—Es preciso dejar las cosas totalmente claras. Hay guerra entre la Tierra y la galaxia, todavía no declarada, pero guerra a pesar de todo. Ustedes son nuestros prisioneros y serán tratados como corresponde dadas las circunstancias. Como es natural, la pena justa es la muerte...
—Sólo en el caso de guerra legítima y declarada —le interrumpió enérgicamente Arvardan.
—¿Guerra legítima? —se burló el secretario—. ¿Qué significa guerra legítima? La Tierra siempre ha estado en guerra con la galaxia, con menciones diplomáticas del hecho o sin ellas.
—No se excite —susurró Shekt a Arvardan—. Déjelo hablar. No estamos en situación de discutir.
Arvardan notó que la vida empezaba a cosquillear en las puntas de sus dedos. Movió el brazo con un esfuerzo gigantesco que provocó sudor en su frente..., pero consiguió tocar el codo de Pola. La joven no lo notó, de eso no hubo duda. Pero al cabo de unos instantes vio el brazo del arqueólogo y lo miró y le sonrió débilmente, sin más destello en sus ojos que el provocado por la aprensión. Arvardan trató de reflejar ánimo en su expresión, y fracasó... Estaba hablando el secretario.
—Como iba diciendo, todas las vidas aquí presentes están condenadas, pero a pesar de todo es posible comprarlas. ¿Les interesa el precio?
Shekt lo miró un momento.
—¿Qué está proponiendo?
—Esto. Es obvio que la noticia de nuestros planes se ha filtrado. No es difícil entender cómo llegó al doctor Shekt, pero cómo llegó al Imperio es un hecho misterioso. Nos gustaría saber, por tanto, qué sabe exactamente el Imperio. ¿Qué opina, Arvardan?
—Soy arqueólogo —repuso categóricamente el aludido—. No tengo la menor idea sobre qué sabe el Imperio..., aunque confío en que sepan mucho.
—Eso supongo. Bien, tal vez cambie de opinión. Piensen, todos ustedes.
En el transcurso de la conversación Schwartz no cooperó de ningún modo, como tampoco alzó los ojos.
El secretario aguardó un rato, y después intervino con cierta brusquedad.
—En ese caso seré yo el que fije el precio por la falta de cooperación de todos ustedes. El doctor Shekt y la joven, su hija, que por desgracia está involucrada terriblemente, son ciudadanos de la Tierra. Dadas las circunstancias, será muy conveniente someterlos al sinapsificador. ¿Me entiende, doctor Shekt?
Los ojos del físico eran balsas de horror puro.
—Sí, veo que me entiende —dijo el secretario—. Naturalmente es posible que el sinapsificador dañe los tejidos cerebrales el tiempo suficiente para crear un imbécil sin cerebro. Se trata de un estado sumamente desagradable en el que alguien deberá darles de comer o morirán de hambre, asearles o vivir inmersos en suciedad, recluirles o ser siempre un estudio de horror para todas las personas que les vean. Podría ser una lección para otros en el gran día que se avecina.
El secretario se dirigió a Arvardan, que pugnaba con furioso vigor por elevar sus brazos sin poderlos levantar demasiado.
—En cuanto a usted y a su amigo Schwartz, son ciudadanos imperiales y, por tanto, apropiados para un interesante experimento. Nunca hemos probado el virus de fiebre concentrada con ustedes perros galácticos. Sería interesante demostrar la corrección de nuestros cálculos... Una dosis pequeña, claro, a fin de que la muerte no sea instantánea. La enfermedad avanzará hacia lo inevitable durante un período de una semana, si diluimos la inyección correctamente. Será muy penoso.
Hizo una pausa y los observó con los ojos entrecerrados.
—Tal es la alternativa a unas cuantas palabras bien elegidas ahora mismo... Y Arvardan, no crea que liberarse de la parálisis le servirá de algo. Estoy armado y tengo en la calle medio ejército que entrará en acción en cuanto usted abandone su asiento.
Arvardan se recostó, con el semblante rojo como un ladrillo a causa del esfuerzo y la frustración.
—¿Cómo sabemos —murmuró el doctor Shekt— que de todos modos no nos matará si consigue lo que quiere de nosotros?
—Tiene mi promesa de que morirán de una forma horrible si se niegan. Tendrán que arriesgarse. ¿Qué dicen?
—¿No podemos disponer de algún tiempo?
—¿Tiempo? Naturalmente. Disponen de dos horas.
El secretario, en la plenitud de su poder, vomitó las palabras con el mismo gesto con el que habría arrojado un hueso a un perro.
—¿Podemos permanecer juntos?
—¿Por qué no? —Y el secretario esbozó una sonrisa tétrica—. Con la vigilancia conveniente al otro lado de la puerta y otra ración de parálisis, creo que ninguno intentará hacer tonterías... Y —agregó después de pensar un momento— la chica vendrá conmigo, para asegurarme de las buenas intenciones de ustedes.
La sala en que los dejaron era evidentemente un lugar empleado para asambleas de varios cientos de personas. Dado su tamaño, los prisioneros se sintieron perdidos y solitarios. Ya no había nada que decir. La garganta de Arvardan ardía secamente y el arqueólogo no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro con vano desasosiego. Los ojos de Shekt estaban cerrados y sus labios se veían descoloridos y estrujados.
Schwartz permaneció aparte. Su estado de apatía era total. No había hecho un solo gesto de resistencia, ni siquiera cuando apretaron a sus brazos y piernas las varillas marrones; primero había percibido un cosquilleo en sus miembros y después perdió el dominio sobre ellos. Los contactos mentales de los otros dos hombres reposaban con suavidad en él, y Schwartz los agitó con sumo cuidado.
—Shekt —musitó furiosamente Arvardan—. Shekt, vamos, hombre.
—¿Qué?... ¿Qué?...
—¿Qué hace? ¿Piensa dormirse? ¡Piense, hombre, piense!
—¿Por qué? ¿Qué tengo que pensar?
—¿Quién es ese Joseph Schwartz?
—¿No me cree, usted? Me lo trajeron para someterlo a tratamiento con el sinapsificador, y así lo hice. No sé nada más.
—Pero en ese caso, ¿por qué? ¿Por qué pasó por el tratamiento? —Arvardan notó suavísimas agitaciones en su interior—. Podría ser agente imperial.
—¿Y si lo es? Fíjese en él. Está tan indefenso como nosotros... Si le diéramos una explicación de común acuerdo, ellos tal vez aguardarían y podríamos...
Los labios del arqueólogo se fruncieron.
—Vivir, quiere decir. ¿Con la galaxia muerta y la civilización en ruinas? ¿Vivir? Yo preferiría morir.
—Estoy pensando en Pola —murmuró Shekt.
—Yo también —dijo Arvardan—, ¿pero qué hay que hacer? No deje que sus esperanzas le engañen. En ningún caso viviremos.—Y acto seguido, como si quisiera huir de aquella idea, huir a cualquier parte exclamó—: ¡Usted! ¡Como se llame! ¡Schwartz!
El aludido alzó la cabeza y dejó que su mirada vagara hacia el otro hombre. No respondió.
—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan—. ¿Cómo se metió en este lio? ¿Qué papel ha desempeñado?
Y con esa pregunta, la injusticia de la situación sobrecogió a Schwartz. La inocencia de su pasado y el infinito horror del presente estallaron en su interior, y por ese motivo su réplica fue furiosa.
—¿Yo? ¿Que cómo me metí en este lío? Escuche, soy un don nadie. Soy un hombre honrado, un sastre acostumbrado a trabajar duro, hasta que me jubilé, y nunca molesté a nadie. No hice daño a nadie, trabajé duro, me preocupé por mi familia... Y entonces, sin ningún motivo, sin ningún motivo... llegué aquí.
—¿A Chica? —inquirió Arvardan.
—¡No, no a Chica! —gritó Schwartz en salvaje tono de ironía—. Llegué a este mundo totalmente destrozado... ¡Oh, qué me importa si me cree o no! Mi mundo está en el pasado. Mi mundo tenía tierra, comida y dos mil millones de habitantes, y era el único mundo.
Arvardan guardó silencio ante aquel ataque verbal. Miró a Shekt.
—¿Entiende lo que dice?
—¿Se ha fijado? —repuso Shekt, ligeramente extrañado—. Tiene vello en la cara.
—Cierto —dijo Schwartz con aire desafiante—, y tengo muela del juicio y un apéndice vermicular... Y ojalá tuviera una cola que enseñarles. Procedo del pasado. He viajado en el tiempo... Y ahora déjenme en paz —concluyó casi sollozando.
Los dos científicos se miraron un momento. Arvardan bajó la voz.
—Loco, supongo. No le culpo.
—Es extraño... Ahora recuerdo las fisuras de su cerebro. Eran primitivas, muy primitivas.
Arvardan reflejaba asombro.
—¿Pretende decir que...? ¡Oh, vamos, es imposible!
—Siempre lo supuse. —En ese momento la voz de Shekt era una pálida imitación de la normalidad, como si el surgimiento de un problema científico hubiera conectado su mente al surco indefinido y objetivo en el que los problemas personales desaparecen—. Se calculó la energía precisa para desplazar materia a lo largo del eje del tiempo y se llegó a un valor mayor que el infinito, por lo que el proyecto siempre ha sido considerado imposible. Pero otros han hablado de la posibilidad de "fallas temporales", análogas a las geológicas, ya me entiende... Han desaparecido naves espaciales, por ejemplo, prácticamente a la luz del día. Existe el famoso caso de Hor Devallow, hace mucho tiempo, que entró en casa un día y jamás volvió a salir, y tampoco estaba dentro. Y hay un planeta, que aparece en los libros de galactografía del siglo pasado, que fue visitado por tres expediciones. Los expedicionarios regresaron con descripciones completas... y jamás ha sido visto otra vez.