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Authors: Isaac Asimov

Cuentos paralelos (5 page)

BOOK: Cuentos paralelos
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Al entrar en el Instituto, miró hacia atrás por encima del hombro. Su biciclo se hallaba aparcado en una zona al aire libre, con un cupón de seis horas asegurándole un sitio libre para el vehículo (¿era sospechosa la misma extravagancia?)... Todo le aterrorizaba. El ambiente estaba cargado de ojos y orejas.

Si por lo menos el hombre extranjero se acordaba de permanecer oculto en el suelo del compartimiento trasero... El desconocido había asentido enérgicamente, pero ¿lo había comprendido? Y sin saber cómo, la puerta estaba abierta ante él, y una voz había interrumpido sus pensamientos.

—¿Qué desea?

El tono era de impaciencia. Quizás esa voz le había hecho la misma pregunta varias veces.

Arbin respondió con voz ronca, las palabras se atascaron en su garganta como si fueran polvo reseco.

—¿Es aquí donde puede apuntarse uno para el sinapsificador?

La recepcionista alzó la cabeza bruscamente.

—Firme aquí —dijo.

Arbin se llevó las manos a la espalda.

—¿Dónde pueden darme detalles del sinapsificador? —repitió roncamente.

Grew le había dicho el nombre del instrumento, pero el término brotó de sus labios de un modo extraño, como si fuera un galimatías.

Pero le entendieron, ya que la mujer joven que atendía el mostrador apretó los labios y de una patada movió violentamente la palanca de aviso situada junto a su silla.

Arbin estaba haciendo desesperados esfuerzos para no hacerse notar y obteniendo un fracaso miserable en su opinión. Aquella chica le miraba fijamente. Se acordaría de él mil años más tarde. Y dio media vuelta, con el alocado deseo de poner fin al maldito asunto y marcharse... Pero alguien había salido rápidamente de otra sala y la recepcionista estaba señalando a Arbin.

—Un voluntario para el sinapsificador —estaba diciendo—. No quiere dar su nombre.

Arbin se volvió para mirar al recién llegado.

—¿Es usted el encargado?

—Le llevaré a verlo. —Y en tono de ansiedad agregó—: ¿Desea ofrecerse como voluntario para el sinapsificador?

—Quiero ver a la persona que está a cargo del instrumento —repuso tercamente Arbin.

El otro hombre frunció el ceño y se fue. Hubo una espera. Y por fin... Un dedo se movió para indicarle que entrara.

El doctor Shekt escudriñó en vano al campesino de piel rugosa al otro lado de su escritorio. Su edad, pensó Shekt, debía de ser inferior a cuarenta años, pero aparentaba tener diez más. Sus mejillas tenían un tono rojizo bajo aquel color castaño correoso, y había claros vestigios de sudor en el perfil del cuero cabelludo y en las sienes, aunque hacía frío en la sala. Estaba restregándose las manos.

—Bien, mi querido señor —dijo Shekt, nervioso—, no comprendo por qué insiste en estas condiciones, pero que sea como usted quiere. Puede ocultar su nombre y su residencia, y todos los detalles personales. Explíqueme tantas cosas como considere preciso, y nada más. Adelante.

El campesino agachó la cabeza, como en un gesto rudimentario de respeto.

—Gracias. La cosa es así, señor. Tenemos un hombre en la granja, un... un pariente lejano... que nos ayuda, ¿sabe usted?...

Arbin hablaba con dificultad, y Shekt asintió gravemente.

—Es un trabajador muy dispuesto, y muy buen trabajador... Teníamos un hijo, ¿sabe?, pero murió... y la buena de mi mujer y yo, ¿sabe?, necesitábamos ayuda... Ella no está bien... Casi no habríamos podido continuar sin él.

Pensó que el relato debía de parecer una auténtica confusión. Pero el enjuto científico asintió.

—¿Es a ese pariente suyo al que desea poner en tratamiento?

—Oh, sí, creía haberlo dicho ya... Pero tendrá que perdonarme si esto me cuesta un poco. Mire, ese pobre hombre no..., no está precisamente... bien de la cabeza. —Prosiguió rabiosamente—. No está enfermo, compréndame. No está tan mal como para que tengan que llevárselo. Es muy lento, ése es el problema. No habla, ¿sabe?

—¿No sabe hablar? —Shekt se asombró.

—Oh, sabe hablar. Pero no le gusta hacerlo. No habla bien.

El físico parecía dudar.

—Y usted quiere el sinapsificador para mejorar su mentalidad, ¿no es eso?

Arbin asintió muy despacio.

—Si él supiera un poco más, señor, bueno, podría hacer parte del trabajo que mi mujer no puede hacer, ¿comprende?

—El podría morir, ¿comprende usted eso?

Arbin, desesperado, miró al físico, y sus dedos se retorcieron furiosamente.

—Necesitaré el consentimiento de ese hombre —dijo Shekt.

El campesino meneó la cabeza lenta, tercamente.

—El no le entenderá, doctor. —Y acto seguido, casi en voz baja, añadió en tono de apremio—: Oh, mire, señor, estoy seguro de que usted lo entenderá. Usted no parece un hombre que sepa cómo es una vida dura. Este hombre está haciéndose viejo. No es problema del Sesenta, comprenda, pero, ¿y si en el siguiente censo alguien opina que él es tonto y... se lo llevan? No queremos perderle. Pero... —Y los ojos de Arbin giraron de forma involuntaria hacia las paredes, como si quisieran atravesarlas por simple fuerza de voluntad para detectar cuántas personas podían estar escuchando al otro lado—. Pero, ¿y si a los Antiguos no les gusta eso? Intentar salvar a un hombre enfermo puede ir en contra de las costumbres..., pero la vida es dura, señor, y ustedes pueden beneficiarse. ¿Ustedes han solicitado voluntarios?

—Sí, sí... , no tiene motivo por el que preocuparse, nos ocuparemos de usted. Suponga que lleva su coche a la parte trasera... Yo le ayudaré a entrar a su pariente.

El brazo del doctor bajó en forma amistosa hasta el hombro de Arbin, que sonrió espasmódicamente. Arbin pensó que ese brazo era una cuerda que se aflojaba de su cuello.

Shekt bajó los ojos hacia la silueta regordeta y calva que ocupaba el sofá. El paciente dormía, respiraba profunda y regularmente. Había hablado de forma incomprensible, no había comprendido nada. Sin embargo, no mostraba ninguno de los estigmas físicos de la debilidad mental. Sus reflejos eran correctos, tratándose de un hombre entrado en años. ¡Entrado en años! ¡Hum!

Shekt miró a Arbin, que no perdía detalle.

—¿Le interesaría que hiciéramos un análisis óseo?

—¡No! —exclamó Arbin. Y en voz más calmada añadió—: No me interesa nada que pueda servir como identificación.

—Nos resultaría de gran ayuda conocer la edad del paciente —dijo Shekt.

—Tiene cincuenta años —repuso lacónicamente Arbin.

El físico se encogió de hombros. No tenía importancia. Volvió a mirar al durmiente. En el momento de entrar, el paciente había estado, o había parecido estar, abatido, sumido en sus pensamientos, como si no le importara nada. Al parecer, ni siquiera las pastillas hipnóticas habían despertado sospechas. Se las habían ofrecido, el desconocido había esbozado una breve y espasmódica sonrisa y había engullido las píldoras...

El técnico se hallaba ya montando las últimas unidades, de aspecto más bien tosco que componían el sinapsificador. Después de apretar un botón, el vidrio polarizado de las ventanas de h sala de operaciones sufrió un reordenamiento molecular y se hizo opaco. La única luz era la blanca que lanzaba su frío brillo sobre el paciente suspendido en un campo diamagnético a cinco centímetros por encima de la mesa de operaciones a la que lo habían trasladado.

Arbin continuaba sentado en la penumbra, sin entender nada pero implacablemente resuelto a impedir como fuera, mediante su presencia, las nocivas artimañas que él mismo sabía no podía impedir por carecer de conocimientos.

Los físicos no le prestaban atención. Los electrodos fueron ajustados al cráneo del paciente. Fue una tarea larga. En primer lugar un estudio de la estructura craneal a cargo del experto irlandés que permitió localizar fisuras sinuosas y muy apretadas. Shekt sonrió sombríamente en su interior. Las fisuras craneales no eran una medida cuantitativa inalterable de la edad, pero sí bastante significativas. El paciente tenía más años que los supuestos cincuenta.

Y al cabo de unos instantes Shekt dejó de sonreír. Arrugó la frente. Había otro rasgo en las fisuras. Parecían raras..., no del todo... Estuvo a punto de jurar que la estructura craneal era primitiva, una reversión, pero claro... El paciente era subnormal mental. ¿Por qué no?...

—Ponga los contactos aquí, aquí y aquí —dijo en tono de hastío al ayudante. Pinchazos minúsculos e inserción de los capilares de platino—. Aquí..., aquí... Una decena de conexiones, atravesando la piel hasta las fisuras, a través de cuyo espesor podían captarse los ecos debilísimos de las microcorrientes que aparecían célula tras célula en el cerebro.

Observaron atentamente los amperímetros de precisión, vieron cómo las agujas se agitaban y brincaban conforme se efectuaban e interrumpían las conexiones. Los diminutos registradores trazaron delicadamente telarañas en el papel milimetrado, formando picos y senos Irregulares.

A continuación sacaron los gráficos y los colocaron en el cristal opalino iluminado. Sin dejar de susurrar, los expertos se agacharon para contemplarlos.

Arbin oyó fragmentos inconexos:

—… notablemente regular…, fíjense en la altura de este pico quinternario..., creo que habría que analizarlo..., bastante claro a simple vista...

Y después, durante lo que parecieron largas horas, hubo el tedioso ajuste del sinapsificador. Los mandos fueron situados en posición de micrómetro de precisión, luego fijados y finalmente grabadas sus lecturas. Una y otra vez, los diversos electrómetros fueron comprobados y surgió la necesidad de efectuar nuevos ajustes.

—Todo acabará muy pronto —dijo Shekt dirigiéndose a Arbin, mientras le sonreía.

La enorme máquina fue acercada al durmiente como un monstruo hambriento de lentos movimientos. Los técnicos suspendieron cuatro cables alargados sobre las puntas de las extremidades del paciente y pusieron en su nuca una almohadilla negra de un material sin brillo parecido a caucho endurecido cuya inmovilidad aseguraron con grapas agarradas a los hombros. Por fin, igual que dos mandíbulas gigantescas, separaron los dos electrodos y los bajaron hacia aquel rostro pálido y rechoncho, de tal modo que apuntaban a las sienes.

Shekt mantuvo los ojos fijos en el cronómetro; en su otra mano sostenía el interruptor. Su pulgar se movió. No ocurrió nada visible incluso para los agudizados sentidos por el miedo del atento Arbin. Después de lo que tal vez fueran horas pero que en realidad fueron menos de tres minutos el pulgar de Shekt actuó de nuevo.

Su ayudante se inclinó rápidamente sobre Schwartz, todavía dormido, y alzó la cabeza con aire de triunfo.

—Vive.

Quedaban todavía horas por delante, durante las cuales tomaron datos suficientes para llenar las estanterías de una biblioteca, en voz baja y casi con la excitación de unos locos. Ya era más de medianoche cuando la hipodérmica cumplió su misión y los ojos del durmiente se agitaron.

Shekt dio un paso atrás, pálido y fatigado. Se enjugó la frente con el dorso de la mano.

—Todo va bien. —Se volvió ansiosamente hacia Arbin—. ¿Querría dejarlo con nosotros algunos días para que hagamos más comprobaciones? No le causaremos ningún daño.

Pero la mirada de alarma del otro hombre, el instantáneo brote de sospecha en las arrugas de su cara eran ya de por sí respuesta suficiente.

Shekt hizo un gesto de resignación y extendió la mano derecha. Arbin la estrechó muda pero fervientemente.

El doctor Shekt no durmió esa noche. El sol naciente le sorprendió (o le habría sorprendido si las ventanas hubieran estado ajustadas en transparencia) todavía sentado en la sala de operaciones, sumido en reflexiones lentas y angustiosas.

La excitación y la emoción de la operación había terminado, y de nuevo había lugar para los horrores y dudas del pensamiento.

¿Le interesaba disponer de voluntarios? Había recibido órdenes de abstenerse de disponer de ellos.

Sus pensamientos emprendieron una irónica carrera. A decir verdad, oficialmente él no sabía nada sobre los objetivos estratégicos de la Sociedad de Antiguos y del primer ministro de la Tierra. Pero podía deducir muchas cosas de su actitud hacia el sinapsificador.

El instrumento había estado sometido a prueba durante dos años, y habían entorpecido las pruebas con la brusquedad típica de las precauciones oficiales, sin ningún recato... Y el secreto iba en contra del Imperio Galáctico.

Shekt disponía de siete u ocho artículos que tal vez podían ser publicados en la
Revista de Neurofisiología de Sirio
. Dichos documentos se enmohecían en su escritorio. Naturalmente, no existía el secreto absoluto. Esa clase de secreto se exponía a la investigación y podía acabar siendo intolerablemente sospechoso, tanto como una actividad. En vez de eso, se divulgaba información en un ambiente de sencilla franqueza..., si bien una información sutilmente distorsionada. El sinapsificador se había convertido en un dispositivo científico vago y nada práctico, de enorme valor como sueño pero de escaso uso.

Sin embargo, Ennius estaba interesándose. ¿Sospechaba algo del instrumento..., o de algo más importante? ¿Estaba el Imperio sospechando lo que el mismo Shekt sospechaba y temía: que la Tierra planeaba otra de sus inútiles rebeliones?

La Tierra se había sublevado tres veces en dos siglos. Tres veces, bajo la bandera de una supuesta grandeza en el pasado (los hombros de Shekt se estremecieron en un gesto de diversión amarga y silenciosa al pensar en esto), la Tierra se había alzado contra las guarniciones imperiales. Tres veces habían fracasado, por supuesto, y la Tierra, de no haber sido por la clarividencia del Imperio y porque en los Consejos Galácticos imperaban los estadistas, habría sido eliminada sangrientamente de la lista de planetas habitados.

Pero…, ¿una cuarta vez? Imposible.

En ese caso, ¿por qué esa actitud hacia el sinapsificador? ¿Y cuál era el motivo de otros hechos? La secta de los zelotes estaba actuando de nuevo, tocando una vez más los tambores del mítico pasado imperial de la Tierra, difundiendo otra vez su odio a los habitantes del espacio exterior. Y el Consejo de Antiguos lo toleraba.

¿Estaban locos? ¿O fantásticamente cuerdos? ¿Pensaban usar el sinapsificador para crear una raza de superintelectos? Era una idea grandiosa: un mundo de genios artificiales vengándose de los agravios de hacía mil siglos. —Pero no, eso costaría tiempo. ¿Quién iba a saberlo mejor que él? Quizá someter a tratamiento a ciertos hombres clave..., los que iban a ser importantes...

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