Cuidado con esa mujer (16 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

BOOK: Cuidado con esa mujer
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—Esta Julia… ¿cómo iba vestida?

—De blanco.

—Por supuesto —dijo Clara—. Por supuesto que iba vestida de blanco. Todas visten de blanco. Visten de blanco cuando se casan y visten de blanco después de muertas y cuando regresan, estas Julias. ¿Le has visto la cara?

—Podría decirte que le he visto la cara —dijo George—, pero no le he visto la cara.

—¿Iba flotando?

—¿Qué?

—Te he preguntado —dijo Clara—, ¿iba flotando?

—No sé a lo que te refieres.

Clara sonrió y agitó los brazos.

—Así, flotando de un lado a otro.

—Sí —dijo George—. Parecía eso.

—¿Te ha hablado? —Clara estaba una vez más sentada en el borde de la cama.

—No.

—Está bien, George. Repasémoslo. Dices que has oído un ruido abajo, para empezar. Dime, ¿qué era ese ruido?

—Gemidos.

—Bien. Si dijeras otra cosa que gemidos, empezaría a pensar que quizás tenías algo ahí. Así que has oído gemidos. Y entonces has bajado. Y has visto esta cosa blanca flotando. Y dices que ella no te ha hablado. Dime, ¿qué ha hecho?

—Se ha marchado.

Clara se echó a reír. Se echó hacia atrás apoyándose en los codos y miró a George, y se rió de él mientras él permanecía en el umbral de la puerta y la miraba. Y Clara dijo:

—¿Adónde se ha marchado? ¿Ha salido por la ventana? ¿Por la chimenea?

—No lo sé. Me he caído.

—¿Cómo te has caído?

—Bajaba los últimos escalones y he perdido el equilibrio.

—Imagino que esto ha sido lo que me ha despertado —dijo Clara—. Bueno, George, te tenemos en el suelo y tenemos esta cosa blanca que se marcha. ¿Y después qué?

—Nada. He oído que me llamabas y he subido.

—¿Y cómo te sientes ahora?

—No sé cómo me siento.

Clara cruzó la habitación y aplastó el cigarrillo en un cenicero, lo aplastó con fuerza y contempló desaparecer las chispas. Se volvió y dijo:

—¿Insistes en que has visto a esta Julia?

—Sé que era Julia.

Clara se cruzó de brazos y dijo:

—George, creo que deberías darte cuenta exactamente de lo que estás diciendo. Quieres hacerme creer que tu primera esposa, Julia, que hace muchos, muchos años que murió, ha regresado esta noche en forma de fantasma. Déjame preguntarte algo, George: ¿no te parece increíble todo esto?

—Increíble —dijo George, y se apoyó en el marco de la puerta—. Increíble, y no obstante sé que ha sucedido.

—No le has visto la cara, no le has oído la voz, salvo por lo que tú has pensado que eran gemidos, y dices que sabes que ha sucedido. Yo digo que es absurdo.

Él la miraba como si estuviera viendo a través de ella y más allá de ella, y más allá de la pared y más allá de la oscuridad del exterior.

Clara se acercó a George y dijo:

—Te doy esto sólo porque quiero ayudarte y es lo mejor para ti. —Levantó el brazo y, rápidamente, malignante, le dio una bofetada en la mejilla, otra con el dorso de la mano en la otra mejilla, y le volvió a abofetear en una y otra mejilla. Él no hizo ningún movimiento por defenderse. Como él se tambaleaba, cayendo de lado, ella le agarró por los hombros y empezó a sacudirle. Luego, cuando la cabeza de George cayó hacia adelante, ella le cogió por el cabello y se la levantó otra vez.

—Ahora escúchame —dijo—. No has oído nada ahí abajo. No has visto nada. Ha sido tu imaginación. Dilo. Di: «Ha sido mi imaginación».

—No… no, te lo digo…

Clara levantó el brazo otra vez, y sonreía, sus facciones retorcidas, anchas las líneas curvas desde las ventanas de la nariz a las comisuras de los labios, y le abofeteó otra vez en ambas mejillas. Él separó los labios para decir algo, y la palma abierta de Clara le golpeó la boca. A George empezaban a flaquearle las piernas, y cuando Clara observó su debilidad, empezó a pegarle en la cara con la mano abierta. Mientras le golpeaba, decía lenta y claramente—: Sólo… hago… esto… y esto… para ayudarte, George… George…

Y entonces George cayó al suelo. Estaba de rodillas al principio y después se desplomó, como si estuviera intentando enterrar su cabeza en el suelo. Sus sollozos producían un sonido seco y arrastrado, y cuando levantó la cabeza y miró a Clara, no había lágrimas en sus ojos, su cara no estaba mojada. La miraba como si estuviera viendo algo imposible de creer.

Estaba empezando a controlar el llanto, y ahora se estaba levantando lentamente del suelo. Cuando por fin estuvo en pie, caminó hasta el otro lado de la habitación y se apoyó en el antepecho de la ventana y miró a Clara. Ella le daba la espalda. Estaba encendiendo otro cigarrillo. Los sollozos de George habían cesado por completo, pero el ritmo de su respiración era espasmódico.

Clara se giró con un titubeo que desapareció en cuanto lo reconoció. Con los brazos cruzados una vez más, apretando con los dedos el cigarrillo que mantenía en el centro de los labios, dijo:

—Espero que ahora tengas la cabeza clara.

—Sí —dijo George—. Me siento mucho mejor ahora.

—¿Ves las cosas tal como son?

—Sí, así es.

—¿Estás dispuesto a admitir que ha sido tu imaginación?

George afirmó con la cabeza.

Clara dijo:

—Hay que ser racional con estas cosas. Tienes que entender por qué ocurren. Es bastante sencillo de explicar en tu caso. Desde un punto de vista psicológico, puede atribuirse a tu recuerdo subconsciente de la experiencia similar que yo tuve hace unas cuantas noches. Recuerda, George, que cuando me sucedió a mí, al principio me obstinaba en negarme a admitir que no era una realidad. Yo estaba tan segura de que había visto a un hombre en esta habitación…

—¿Estás segura de que era un hombre? —preguntó George.

—Estoy segura sólo de una cosa. Realmente no ocurrió. Sólo imaginé que ocurría.

—Bueno, entonces —dijo George—, suponiendo que fuera tu imaginación, ¿en tu imaginación viste a un hombre?

—¿Cómo quieres que lo recuerde? —Y en realidad a Clara le resultaba difícil recordarlo, porque ya se había obligado a sí misma a sacar la conclusión de que había imaginado aquella presencia en su dormitorio la otra noche. Su reacción violenta hacia la experiencia de George era fruto de no sentirse inclinada a cambiar de opinión al respecto. Si había una verdad concreta en la afirmación que George había hecho de lo que había oído y visto abajo, entonces ella tendría que creer la verdad concreta de lo que había visto unas noches atrás en su dormitorio. Y Clara no quería creerlo, y ahora había decidido que bajo ningún concepto se sometería a creerlo.

—Quizás si intentaras recordar…

—No, George. Te dije que olvidáramos aquella noche. Y también vamos a olvidar esta. Claro que tienes que darte cuenta… lamento muchísimo haber tenido que pegarte.

—Está bien, Clara. Sé que lo has hecho con buena intención.

—Necesitamos un poco más de aire en la habitación. Abre las ventanas un poco más.

Él abrió las ventanas y oyó a Clara meterse en la cama. Sintió el dulce aire derramarse en mayor cantidad sobre su cara. Cuando miró hacia la calle oscura, tuvo el deseo de introducirse en la noche y salir de esta habitación cabalgando en el aire, penetrando en la oscuridad, alejándose de esta casa y de esta calle más y más.

Y Clara estaba diciendo:

—¿Por qué te quedas ahí de pie, George? Ven a la cama.

Cuando George cruzó la habitación para apagar la luz, sabía que Clara le estaba mirando a la cara. Por alguna razón que él no quería saber no podía mirarla a los ojos. Y entonces, cuando apagó la luz, percibió por vez primera el dolor en su cara, el fuerte dolor causado por la fuerte mano de Clara contra sus mejillas y notó un palpitante dolor sordo que se abría paso a través de su cabeza. Cerró los ojos con fuerza cuando puso la cabeza sobre la almohada. Tratando de relajar su cuerpo como preparación para el sueño, dio un respingo y luego otro, como si Clara estuviera aún pegándole.

11

A las siete de la mañana, el despertador sonó en casa de George Ervin y éste despertó con dolor de cabeza. Se incorporó en la cama y se frotó los ojos en un intento de eliminar el dolor que sentía en ellos, de hacerlo desaparecer con un masaje. Pero cada vez era peor. En el cuarto de baño, la ducha fría pareció hacerlo aún más punzante y doloroso.

George se vistió despacio, deseando poder volver a dormir.

Abajo, dijo a Agnes que no quería huevos, ni tostadas ni café. Sólo un gran vaso de zumo de naranja.

Trató de concentrarse en la página financiera, pero al cabo de unos minutos lo dejó. Apartó a un lado el zumo de naranja. Miró hacia el centro de la mesa y se preguntó cómo iba a pasar el día con ese espantoso dolor de cabeza.

Oyó que Agnes le preguntaba:

—¿No se encuentra bien, señor Ervin?

—Podría encontrarme mejor.

—No tiene buen aspecto. Sé que no debería decirlo, pero tiene muy mal aspecto. He estado notando cosas.

George levantó la vista. Agnes estaba apoyada en una pared, sosteniendo una toalla en una mano y un trapo de secar los platos en la otra. George preguntó:

—¿Notando qué?

—Su color. Es un mal color. Y algo más. Su cara está abatida. Siempre parece usted muy cansado. ¿No duerme bien?

—No duermo nada.

—Debería hacer algo para remediarlo, señor Ervin.

—Agnes, ¿hay alguna aspirina en la cocina?

—Arriba, en el armario de las medicinas. Se la iré a buscar.

Agnes subió rápidamente la escalera. Cuando se dirigía hacia el cuarto de baño, se detuvo de repente y miró la puerta cerrada del dormitorio principal. En el cuarto de baño cogió una caja de aspirinas del armario de las medicinas, y al cruzar el pasillo hacia la escalera, se detuvo otra vez a mirar la puerta cerrada del dormitorio. Apretó en su mano la caja de aspirinas, la siguió apretando hasta que se dio cuenta de que si seguía haciéndolo la aplastaría. Se apresuró a bajar, y al llegar al comedor vio que George Ervin descansaba la cabeza sobre la mesa y tenía los ojos cerrados.

—Señor Ervin…

Él abrió los ojos, levantó la cabeza lentamente y dijo:

—Estoy tan cansado.

—Oh, señor Ervin, ojalá…

—¿Qué?

—Ojalá yo pudiera ayudarle de alguna manera.

George echó dos tabletas blancas en el zumo de naranja. Alzó el vaso como si fuera una jarra de cerveza llena de jarabe. Se llevó el vaso a los labios y luego, despacio, lo bajó y dijo:

—Las aspirinas no me ayudarán.

—Quizás está usted enfermo. Quizás tiene fiebre y debería ver a un médico.

—No tengo fiebre y no necesito ningún médico. Sólo estoy… cansado. Terriblemente cansado. No he descansado una noche entera desde hace… —Levantó la vista y vio la preocupación y el ansia y algo más en el rostro de Agnes. Y dijo—: Oh, bueno, quizás esta noche dormiré.

Agnes estaba rígida, su cuerpo como un palo oblicuo apoyado en la pared. Tenía la garganta tensa, y unas arrugas se extendían desde sus labios a la mandíbula y a lo largo de la garganta.

Y dijo:

—No dormirá.

Entró en la cocina y se sentó ante la pequeña mesa y escuchó los intentos que hacía Ervin de beber el zumo de naranja. Le oyó moverse en el comedor. Y le oyó pasear arriba y abajo en la sala de estar. Luego oyó la puerta delantera que se abría y la oyó cerrarse.

Agnes bajó la cabeza y la apoyó en sus manos.

A mediodía, George entró en el gran drugstore de Walnut Street. Pidió un vaso de leche con chocolate, y cuando se había tomado la mitad no pudo tragar más. Cogió su cuenta y se acercó a la parte delantera de la tienda donde una mujer alta y delgada esperaba detrás de la caja registradora.

George pagó y se encaminó hacia la puerta abierta, y luego dio media vuelta y meneó la cabeza mientras se giraba. Se metió las manos en los bolsillos, las volvió a sacar y las metió de nuevo en ellos. Hizo lo mismo cuando regresó otra vez a la caja registradora.

—¿Quiere algo más? —preguntó la cajera.

—Me gustaría hablar con el director —dijo George.

—¿Había algún error en su cuenta? —La cajera parecía preocupada.

—No —dijo George—. Quiero ver al director para otro asunto.

—Un momento —dijo la cajera, y salió de detrás del mostrador y se fue hacia el otro lado de la tienda. Hizo una seña a alguien que había en la parte de atrás. Luego regresó al mostrador y, unos momentos más tarde, un hombre de cabello plateado con americana gris se acercó desde el otro extremo. La cajera señaló a George y el hombre del cabello gris se dirigió a George y le preguntó:

—¿Qué desea?

George comentó:

—Lamento molestarle…

—No es molestia. Para eso estoy aquí.

—¿Puedo hablarle en privado?

El hombre del cabello gris miró a George a los ojos, y cuando George apartó la mirada, el hombre del cabello gris preguntó:

—¿Tiene receta?

—Por favor —dijo George—, déjeme hablar con usted en privado.

—Pero necesita receta. ¿La tiene?

—No es eso —dijo George. Empezó a temblar. Miró hacia la puerta cerrada y la calle, y deseó estar en ella, camino de su trabajo. Todo lo que tenía que hacer ahora era darse media vuelta y salir corriendo por la puerta y ya estaría en la calle.

—Lo siento, señor —dijo el hombre del cabello gris—. Hace mucho tiempo que estoy en este negocio y no puedo hacer una cosa que estropearía mi reputación. Si no tiene usted receta, no puedo hacer nada por usted.

—Pero esto es algo diferente.

—Sí, lo sé —dijo el hombre del cabello gris, y sonrió con comprensión amistosa mezclada con desprecio—. Todos los casos son diferentes. Le diré lo que tiene que hacer. Vaya a ver a un médico y haga que le extienda una receta, Y…

—Déme una oportunidad…

—Está perdiendo el tiempo. Nunca lo he hecho hasta ahora, y no voy a empezar.

El hombre del cabello gris se preparó para marcharse y George se inclinó hacia adelante y dijo:

—Se trata de otra cosa.

—¿De qué?

—La cajera.

El hombre del cabello gris frunció el ceño. Señaló con un dedo a la alta y delgada mujer de detrás de la caja registradora y preguntó:

—¿Ella?

—No —respondió George.

—Oiga —dijo el director de la tienda—, ¿qué es esto?

—Tenemos que hablar en privado.

El hombre del cabello gris se encogió de hombros. Empezó a marcharse hacia el otro extremo de la tienda y George le siguió. A mitad de camino el hombre del cabello gris se giró mientras caminaba y miró a George de arriba abajo, con el ceño fruncido.

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