Aquél era el Cementerio de Elefantes, comprendió con repentina claridad. El lugar en el que las historias más viejas, los cuentos antiguos que conformaban la historia, la cosmología, la religión de los Garou, iban a morir. Para tenderse y ser olvidados.
Fue entonces cuando Arkady comprendió con qué fin había sido construido y consagrado el Templo Obscura. Refutar todo cuanto los Garou tenían en alta estima: era la contrapartida y completa negación del amado Registro de Plata. Aquél era el agujero por el que las historias salían del mundo.
No hubiera podido decir cuánto tiempo permaneció allí, contemplando hipnotizado el juego de las sombras frente a sus ojos mientras los últimos recuerdos de valientes conquistas y cobardes traiciones —cuentos que habían definido a su pueblo y le habían dado sentido a sus esfuerzos, sus sacrificios— abandonaban el mundo.
Él era el último testigo mudo, una audiencia de uno solo. Como si el curso entero de la historia no fuera más que un espectáculo de sombras chinescas desarrollado para su beneficio privado. No podía apartarse de él. Lo mantenía allí, paralizado y tembloroso. Apenas se atrevía a respirar o incluso a pestañear, no fuera a perderse algo en aquella fracción de segundo que nunca pudiera volver a ser recuperado.
Sentía lágrimas calientes en la cara. Hubiera podido gritar con todas sus fuerzas. Pero a pesar de sus súplicas, no había pausa en el proceso de condenación de imágenes y canciones. No era su propia vida, sino las vidas de incontables otros las que se encendían con un último parpadeo delante de sus ojos y a continuación desaparecían. Perdidas para siempre.
Echó la cabeza atrás y lanzó un aullido y, desde algún lugar de la oscuridad que se extendía frente a sí, su grito recibió respuesta. No un aullido de desafío, como había sido el suyo, por una orgullosa y noble tradición que se le estaba escapando a toda velocidad de entre los dedos. El sonido que volvió a él desde la oscuridad era como un eco absurdo. Un pequeño sollozo roto. En la voz de una niña pequeña, perdida y sin esperanza de encontrar jamás el camino de regreso a la luz.
Arkady reconoció la voz al instante y la sorpresa logró llegar hasta su interior y lo obligó a apartar la mirada del muro del Templo Obscura.
—Sara —exclamó—. Sara, ¿dónde estás?
La vocecilla se convirtió en un gemido y a continuación quedó en silencio. Arkady volvió a adquirir su forma lupina. El frente de tormenta volvía a estar delante de él y se movió do costado para alejarse de su furia. Podía descargar en cualquier momento y no quería verse atrapado en el diluvio.
Su aguzado oído no tuvo dificultades para captar el sonido de unos sollozos contenidos y se dirigió hacia él a la carrera. Volvió a llamar a la niña, pero esta vez su voz fue una serie de rápidos e imperiosos ladridos, las eficientes señales de una manada que se dispersa para buscar al cachorro perdido. Una parte lejana y humana de su mente se encogió al escuchar el sonido, consciente de que sólo lograría asustar aún más a la niña.
Seguía aún muy lejos pero costaba decir si con su carrera se estaba acercando a su posición o meramente a un lugar en el que los ecos de sus gritos estuvieran rebotando en uno de los muros. Arkady no podía más que confiar en que se estuviera acercando y no alejando.
Al poco tiempo, se encontró cambiando de dirección, primero hacia un lado, luego hacia otro. En ocasiones, el puntito lejano de luz que suponía que era el lago de fuego (y no sólo una imagen irreal que se proyectaba sobre su retina) estaba a su derecha; otras veces parecía estar delante de él o incluso a su izquierda. Con una sensación de desaliento en el estómago, se dio cuenta de que no había razones para dar por hecho que existiera sólo una fuente de luz en el Templo Obscura. Las luces que había avistado podían provenir de varias direcciones diferentes, podían ser antorchas o fogatas o reflejos de la lejana luz del sol colándose por alguna grieta del techo. Puede que el templo fuera tan gigantesco que no contuviera uno, sino varios lagos ardientes. Volvió a recordar la leyenda de las veinte mil lámparas de luz funesta que jalonaban el interior del templo y maldijo en voz alta.
El problema, pensó, de utilizar un cuento como guía no es que los cuentos no suelan decir la vedad. Es lo que no cuentan.
Arkady cerró los ojos y se concentró en el sonido. Sólo en el sonido.
Puede que los detalles de los cuentos antiguos no importasen en realidad, pensó. Puede que a las palabras les ocurriera lo que al sentido de la visión allí en la oscuridad. Que se embotaran y perdieran fiabilidad. Puede que lo único que importase fuera el sonido. El ritmo de las palabras. Su continuado subir y bajar, como el familiar ritmo del movimiento de cuatro patas avanzando sobre un suelo de granito.
Puede que allí no importara nada lo que se dijera, pensó, sino más bien la intención con la que se pronunciaran las palabras. Echó la cabeza atrás y volvió a aullar, desafiante. Ella estaba allí, en alguna parte. Y ni siquiera una oscuridad tan vasta y tan completa como aquélla podría interponerse entre ambos.
Sin embargo, lo único que obtuvo su nueva llamada fue un débil chillido de terror.
—¡No! —dijo la distante vocecilla—. Vete. Déjame sola. No me hagas daño. No me hagas daño otra vez.
Era como una letanía. La chica repitió las palabras una vez tras otra hasta que perdieron todo significado. Hasta que sólo quedó la inflexión, el ritmo de su cadencia.
Arkady acomodó su paso a él y redobló sus esfuerzos en un arranque de velocidad que hizo que el corazón le martillase contra las costillas. Y entonces, inesperadamente, la encontró frente a sí. Una cosilla hecha un ovillo en el suelo. Con las rodillas apretadas contra el pecho. Se mecía lentamente adelante y atrás y el ritmo cantarín de sus movimientos era idéntico al de su letanía de negaciones y al del movimiento de las cuatro patas de Arkady.
Frenó bruscamente su marcha, tratando de aferrarse con las uñas al suelo de granito pulido. Iba a chocar con ella, como una ola al romper en la costa. Como una tormenta que descarga sobre la tierra. Y la destrozaría completamente.
Con una violenta sacudida, arrojó su corpachón a un lado, dio un salto y pasó por encima de ella. Una de sus enormes zarpas estuvo a punto de desgarrarle la cara. Se detuvo al fin y giró sobre sí mismo, temiendo volver a perderla en la oscuridad. Pero estaba allí, tal como la había dejado, meciéndose adelante y atrás mientras susurraba con voz queda.
Arkady se le acercó con cautela, como si temiera que el sonido de su voz bastara para hacerla huir. Para desperdigarla. Como si pudiera disolverse en la niebla y la oscuridad sin dejar ni rastro.
—Sara —susurró cuando estuvo más cerca. El sonido fue apenas un gruñido. Se detuvo, por completo, con una pata en el aire. Temiendo terminar de dar el paso. Lentamente, volvió a adoptar su forma humana. Confiaba en que no fuera tan aterradora.
Andando sobre las manos y las rodillas se acercó un paso más y a continuación se sentó en el suelo, a menos de tres pasos de distancia. A tan corta distancia, el temor a que se esfumara sin más, dejándolo solo de nuevo, remitió.
—Sara —repitió, con más confianza esta vez. Trató de hacer que su voz fuera reconfortante, sabiendo que hasta el sonido que salía de su garganta humana, templado por los años de mando en el campo de batalla, podía bastar para aterrorizar a una niña pequeña.
Ella no levantó la mirada ni se quitó las manos de la cabeza.
—Deberías habérmelo dicho —y entonces, inesperadamente, se contradijo a sí misma—. Aunque me lo hubieras dicho, no te habría creído. ¡Eres un mentiroso!
Esto lo cogió desprevenido.
—Lo… lo siento. Yo… —Estaba tratando, con resultados desiguales, de seguir el rastro de la hebra laberíntica del dolor de la niña y su acusación—. No te abandoné a propósito. Estaba tratando de defenderte pero eran demasiados. Me derribaron. Se me llevaron a rastras…
Ella no lo creía. Alzó la cabeza para mirarlo y las palabras de Arkady murieron en su garganta. Emitió un sonido que era en parte una maldición y en parte un jadeo entrecortado.
—Dijiste que no me harías daño… Que nadie volvería a hacerme daño. Nunca. Y luego me dejaste allí sola. Te odio.
Las palabras dolían pero Arkady no podía concentrarse en ellas. Estaba contemplando con horror e indignación lo que le habían hecho a la niña.
—Oh, Sara… —dijo y entonces le falló la voz—. Lo siento tanto…
Tenía las mejillas manchadas de polvo, sangre y lágrimas. Había tratado de limpiárselas, muchas veces por lo que parecía, pero siempre había más. Lo miró directamente con la cabeza inclinada en un gesto desafiante. Arkady apartó la mirada. No podía soportarlo.
Donde habían estado los ojos de Sara, sólo había ahora la piel de los párpados, extendida tan tensa como un pergamino sobre las cuencas oculares vacías y hundidas. Alguien se había tomado la molestia de coserle los párpados con una gruesa y negra hebra de tripa de gato. El trabajo era metódico y preciso: nueve pulcras puntadas mantenían cerrado cada párpado. Puede que la carne enrojecida e hinchada que rodeaba cada una de las puntadas llegara a curar algún día pero nunca habría ninguna duda sobre lo que le habían hecho.
Arkady no pudo seguir conteniéndose.
—¿Quién te ha hecho eso? —gruñó.
—¿Y a ti qué más te da? —repuso ella—. No te importa. Eres igual que ellos.
—He dicho que quién te ha hecho eso —ladró. El restallar de látigo de su voz hizo que ella levantara bruscamente la cabeza.
—¡Tú! —le chilló. No hubiera podido ver cómo echaba él la mano atrás pero puede que la sintiera al pasar. Apretó la mandíbula y la levantó con aire desafiante. Pasaron los momentos, pero el golpe no llegó.
—Voy a atrapar a quien te hizo eso. Me lo quieras contar o no, llegaré hasta ellos —dijo Arkady mientras trataba de no perder los estribos—. Pero no consentiré que te quedes ahí diciendo que fui yo quien te hizo eso. ¿Me comprendes? Alguien te ha hecho daño y va a pagar por ello. Y ahora dime, ¿puedes caminar? Tenemos que llevarte a un lugar seguro, dondequiera que esté.
—¡No! —Sus manos lo buscaron a tientas, tratando de hacer que comprendiera, de sacudirlo hasta que se diera cuenta de lo que ocurría—. No. Tienes que prometérmelo. No me apartes de tu lado. No me…
—Entonces responde a mi pregunta. ¿Quién te ha hecho eso?
Por un momento pareció que iba a seguir discutiendo. Entonces todo espíritu de resistencia abandonó su cuerpo. Se encorvó y escondió la cabeza entre las manos.
—La Dama —dijo—. Fue la Dama Oscura. Ahí lo tienes, ¿estás satisfecho? Y ahora, ¿se lo vas a hacer pagar a
ella
? ¿
Tu
?
—Sí.
Una mezcla de esperanza y asco se dibujó en sus facciones.
—Mentiroso —murmuró, pero sin el veneno ni la convicción de antes.
Al cabo de un rato, él le preguntó con voz amable:
—¿Quieres contarme lo que pasó?
Al principio pareció que iba a negarse o a gritarle de nuevo, pero finalmente las palabras brotaron de su boca en una riada sollozante.
—Dijo que lo único que me había pedido era que esperara. Nada más. Y que hasta eso había conseguido hacerlo mal. ¿Por qué no me lo dijiste? —Había una nota de súplica en su voz.
—¿Por qué no te dije el qué? No comprendo.
—Hice todo lo que me pidió. Esperé. Esperé muchísimo tiempo. Pero no vino nadie. Solo otros como tú. Los de pelaje blanco. Los que bajaron a la carbonera y se volvieron como los perros chamuscados. Todos esos años sin que viniera nadie…
Arkady no podía dar crédito a sus palabras. ¿Estaba diciendo que otros hermanos suyos, otros Colmillos Plateados, habían seguido su mismo camino recientemente? Parecía muy poco probable. En contra de su voluntad, sus pensamientos acudieron a Albrecht. ¿Había, logrado adelantársele su rival? ¿Pretendía robarle una vez más una gloria que le pertenecía por derecho?
No, eso era ridículo. Albrecht se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Sin duda, en el Protectorado de la Tierra del Norte, sentado como un sapo viejo en el trono de Jacob Morningkill. Un trono que no le pertenecía.
¿Quién entonces?
Entonces reparó en algo que la niña había dicho.
—¿Todos estos años? —repitió sacudiendo la cabeza. Al darse cuenta de que ella no podía haber reparado en su gesto, se detuvo. Pero lo cierto era que no podía tener mucho más de siete años.
»¿Qué edad tienes, Sara?
La niña enderezó la espalda y se secó las lágrimas con el dorso de una mano mugrienta.
—Diecisiete —dijo, con una expresión que parecía desafiarlo a contradecirla.
A pesar de sí mismo, se rió en voz alta.
—¿Y tú me llamas
mentiroso
? No soy tan viejo como para haber olvidado el aspecto de una persona de diecisiete. Tú tienes siete como mucho.
Sara sacudió la cabeza con aire testarudo e hizo un ruido con la garganta que expresaba a las claras que él no sabía nada de nada.
—Diecisiete —repitió, pero entonces cedió un poco—. Al menos según mis cuentas.
—¿En qué años naciste? —preguntó, tratando de pescarla.
—No lo cuento desde el año en que
nací
—dijo ella—. ¡Nadie recuerda el momento de su nacimiento! Lo cuento desde el momento en que llegué aquí. Y así son diecisiete.
—Muy bien. —Levantó las manos—. Concedido. ¿Puedes decirme al menos cómo has llegado hasta aquí? ¿Por dónde viniste?
Sin pararse siquiera un momento para pensarlo, Sara señaló a su izquierda.
—Es un camino tan bueno como otro cualquiera, supongo.
Alargó el brazo y le cogió la mano. Ella trató de resistirse pero Arkady se mantuvo firme.
—Ahora que he vuelto a encontrarte, no te dejaré marchar tan fácilmente.
—Puedo arreglármelas sola. —Se levantó—. Vamos, pues, si vas a venir.
Conducido por ella, se adentró más aún en la oscuridad del Templo Obscura. Arkady estaba impaciente por llegar a su destino pero se obligó a acomodar su paso al de Sara, que marchaba lenta y penosamente arrastrando los pies. Era algo demencial.
En su forma lupina hubiera podido avanzar corriendo y explorar en todas direcciones. Alejarse un momento y volver a su lado un centenar de veces. Pero no se apartó de ella.
—¿Estás segura de que es por aquí? —preguntó después de una eternidad de moroso avance por la oscuridad infinita.