David Copperfield (129 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—¿Sabe usted —le dije, mientras seguíamos el corredor— cuál ha sido el último error del número Veintisiete?

Me dijo que era un caso de banca.

—¿Un fraude a la banca de Inglaterra? —pregunté.

—Sí, caballero, un caso de fraude, falsificación y conspiración, entre él y otros; él era el jefe de la banda. Se trataba de una suma enorme. Los condenaron a perpetua. Veintisiete era el más hábil de la tropa y había sabido permanecer en la sombra. Sin embargo, no lo consiguió del todo.

—¿Y el crimen del Veintiocho, lo sabe usted?

—Veintiocho —repuso el guardián, hablando en voz baja y por encima del hombro, sin volver la cabeza, como si temiese que Creakle y sus acompañantes le oyesen hablar con aquella culpable irreverencia de las dos criaturas inmaculadas—, Veintiocho, igualmente condenado, entró al servicio de un joven a quien la víspera de su partida para el extranjero robó doscientas cincuenta libras en dinero y en valores. Lo que me recuerda muy particularmente su asunto fue que le detuvo una enana.

—¿Quién?

—Una mujercita, de la que he olvidado el nombre.

—¿No será Mowcher?

—Pues, sí; había escapado a todas las pesquisas, y se iba a América con una peluca y patillas rubias (nunca he visto un disfraz semejante), cuando esa mujer, que se encontraba en Southampton, se le tropezó en la calle, lo reconoció con su mirada perspicaz y corrió a meterse entre sus piernas para hacerle caer, y le sujetó con fuerza.

—¡Excelente miss Mowcher! —exclamé.

—Ya lo creo que merece la pena decirlo, si la hubiera usted visto, como yo, de pie en el banco de los testigos, el día del juicio —dijo mi amigo—. Cuando lo detuvo le hizo una gran herida en la cara y la maltrató del modo más brutal; pero ella no le soltó hasta verle bajo llave. Es más, le sujetaba con tal ahínco, que los agentes de policía tuvieron que llevárselos juntos. Ella lo puso en evidencia. Recibió cumplidos de todo el Tribunal y la llevaron a su casa en triunfo. Dijo delante del Tribunal que, conociéndole como le conocía, le hubiese detenido aunque hubiera sido manca y él fuerte como Sansón. Y yo creo que lo habría hecho como decía.

También era ésta mi opinión, y me hacía estimar cada vez más a miss Mowcher.

Habíamos visto todo lo que había que ver. Habría sido en vano tratar de convencer a un hombre como el «venerable» míster Creakle de que el Veintisiete y el Veintiocho eran personas cuyo carácter no había cambiado en absoluto; que seguían siendo lo que habían sido siempre: unos hipócritas que ni hechos de encargo para aquellas confesiones públicas; que sabían tan bien como nosotros que todo aquello se cotizaba por el lado de la filantropía, y que se los tendría en cuenta en cuanto estuvieran lejos de su patria; en una palabra, que era todo cálculo e impostura. Pero los dejamos allí con su «sistema» y emprendimos el regreso, todavía aturdidos con lo que acabábamos de ver.

—Quizá sea mejor así, Traddles, «pues no hay como hacerle correr a un mal caballo para que reviente».

—Esperémoslo así —replicó Traddles.

Capítulo 22

Una luz brilla en mi camino

Se acercaba la Navidad y ya hacía dos meses que había vuelto a casa. Había visto muy a menudo a Agnes, y a pesar del placer que sentía oyéndome alabar públicamente, voz poderosa para animar a redoblar los esfuerzos, la menor palabra de elogio salida de la boca de Agnes valía para mí mil veces más que todo.

Iba a Canterbury por lo menos una vez a la semana, y a veces más, y me pasaba la tarde con ella. Volvía por la noche, a caballo, pues había recaído en mi humor melancólico… sobre todo cuando la dejaba… y me gustaba verme obligado a hacer ejercicio para escapar a los recuerdos del pasado, que me perseguían en mis penosas vigilias y en mis sueños, más penosos todavía. Pasaba, por lo tanto, a caballo la mayor parte de mis largas y tristes noches, evocando durante el camino el mismo sentimiento doloroso que me había preocupado en mi larga ausencia.

Mejor dicho, escuchaba como el eco de aquellos sentimientos. Los sentía yo mismo, pero como desterrados lejos de mí; no tenía más remedio que aceptar el papel inevitable que me había adjudicado a mí mismo. Cuando leía a Agnes las páginas que acababa de escribir; cuando la veía escucharme con tanta atención, echarse a reír o deshacerse en lágrimas; cuando su voz cariñosa se mezclaba con tanto interés al mundo ideal en que yo vivía, pensaba en lo que hubiera podido ser mi vida; pero lo pensaba, como antes, después de haberme casado con Dora, sabiendo que ya era demasiado tarde.

Mis deberes con Agnes me obligaban a no turbar la ternura con que me quería, sin hacerme culpable de un egoísmo miserable. Mi impotencia para reparar el daño; la seguridad en que estaba, después de una madura reflexión, de que, habiendo estropeado voluntariamente y por mí mismo mi destino, y habiendo obtenido la clase de cariño que mi corazón impetuoso le había pedido, no me daba derecho a quejarme y sólo me quedaba sufrir. Eso era todo lo que llenaba mi alma y mis pensamientos; pero la quería y me consolaba al pensar que quizá llegaría un día en que podría confesarme con ella sin remordimientos; un día muy lejano en que podría decirle:

«Agnes, mira cómo estaba cuando volví a tu lado, y ahora soy viejo, y no he podido volver a querer a nadie desde entonces». En cuanto a ella, no demostraba el menor cambio en sus sentimientos ni en su modo de tratarme. Era lo que había sido siempre para mí, ni más ni menos.

Entre mi tía y yo este asunto parecía haber sido desechado de las conversaciones, no porque nos hubiéramos propuesto evitarlo, sino porque, por una especie de compromiso tácito, pensábamos cada uno por su lado, pero sin decir en alto nuestro pensamiento. Cuando, siguiendo nuestra antigua costumbre, estábamos por la noche sentados al lado del fuego, a veces nos quedábamos absortos en aquellos sueños; pero con toda naturalidad, como si hubiéramos hablado de ello siempre sin reservas. Y, sin embargo, guardábamos silencio. Yo creo que ella había leído en mi corazón y comprendía por qué me condenaba al silencio.

Navidad se acercaba y Agnes nada me decía. Empezaba a temer que se hubiera dado cuenta del estado de mi alma y que guardara su secreto por no hacerme sufrir. Si era así, mi sacrificio había sido inútil y no había cumplido ni el menor de mis deberes con ella. Por fin me decidí a zanjar la dificultad; si existía entre nuestra confianza semejante barrera, había que romperla con mano enérgica.

Era un día de invierno, frío y oscuro. ¡Cuántas razones tengo para recordarlo! Había caído algunas horas antes una nevada que, sin ser demasiado espesa, se había helado en el suelo, cubriéndolo. A través de los cristales de mi ventana veía los efectos del viento, que soplaba con violencia. Acababa de pensar en las ráfagas que debían de barrer en aquel momento las soledades de nieve de Suiza, y sus montañas, inaccesibles a los hombres en aquella estación, y me preguntaba qué era más solitario, si aquellas regiones aisladas o aquel océano desierto.

—¿Sales hoy a caballo, Trot? —dijo mi tía entreabriendo la puerta.

—Sí —le dije—; voy a Canterbury. Es un día hermoso para montar.

—¡Ojalá tu caballo sea de la misma opinión —dijo mi tía—, pues está delante de la puerta, con las orejas gachas y la cabeza inclinada, como si prefiriera la cuadra al paseo!

Yo creo que mi tía olvidaba que mi caballo atravesaba el césped, pero sin flaquear en su severidad con los asnos.

—Ya se animará, no temas.

—En todo caso, el paseo le sentará bien a su amo —dijo mi tía, mirando los papeles amontonados encima de la mesa—. ¡Ay, hijo mío!; trabajas demasiadas horas. Antes, cuando leía un libro, nunca me hubiera figurado que le costaba tanto trabajo a su autor.

—A veces, leer cuesta trabajo —le contesté, Y el trabajo de autor no deja de tener encantos, tía.

—¡Ah, sí! La ambición, el afán de gloria, la simpatía, y otras muchas cosas, supongo. ¡Bah! ¡Buen viaje!

—¿Sabes algo más —le dije, con tranquilidad, mientras se sentaba en mi sillón, después de haberme dado un golpecito en la espalda—, sabes algo más sobre el enamoramiento de Agnes, de que me hablaste?

Me miró fijamente antes de contestarme.

—Creo que sí, Trot.

Me miraba de frente, con una especie de duda, de compasión, de desconfianza en sí misma, y viendo que yo trataba de demostrarle una alegría perfecta:

—Y lo que es más, Trot… —me dijo.

—¡Y bien!

—Es que creo que va a casarse.

—¡Que Dios la bendiga! —dije alegremente.

—¡Que Dios la bendiga —dijo mi tía—, y a su marido también!

Me uní a sus deseos mientras le decía adiós; bajé rápidamente la escalera, me subí al caballo y partí. «Razón de más —pensé— para adelantar la explicación.»

¡Cómo recuerdo aquel viaje triste y frío! Los trozos de hielo barridos por el viento venían a golpearme el rostro; las herraduras de mi caballo llevaban el compás sobre el suelo endurecido; la nieve, arrastrada por la brisa, se arremolinaba. Los caballos, humeantes, se detenían en lo alto de las colinas, para resoplar, con sus carros cargados de heno y sacudiendo sus cascabeles armoniosos. Los valles que se veían al pie de las montañas se dibujaban en el horizonte negruzco como líneas inmensas trazadas con tiza sobre una pizarra gigantesca.

Encontré a Agnes sola. Sus discípulas habían vuelto a sus casas. Leía al lado de la chimenea. Dejó el libro al verme entrar y me acogió con su cordialidad acostumbrada; tomó la labor y se sentó al lado de una de las ventanas.

Yo me senté a su lado y nos pusimos a hablar de lo que yo hacía, del tiempo que necesitaba todavía para terminar mi obra, de lo que había hecho desde mi última visita. Agnes estaba muy alegre; me dijo que pronto me haría demasiado famoso para que se me pudiera hablar de semejantes cosas.

—Por eso verás que me aprovecho del presente —me dijo y que no dejo de hacer preguntas mientras está permitido.

Miré su rostro, inclinado sobre la labor. Ella levantó los ojos y vio que la miraba.

—Parece que hoy estás preocupado, Trot —me dijo.

—Agnes, ¿puedo decirte por qué? He venido para decírtelo.

Dejó su labor, como acostumbraba a hacerlo cuando discutíamos seriamente, y me dedicó toda su atención.

—Querida Agnes, ¿dudas de mi sinceridad contigo?

—No —respondió, mirándome sorprendida.

—¿Dudas de que pueda yo dejar de ser lo que he sido siempre para ti?

—No —respondió como la primera vez.

—¿Recuerdas lo que he tratado de decirte a mi vuelta, querida Agnes, de la deuda de reconocimiento que tengo contigo y del cariño que me inspiras?

—Lo recuerdo muy bien —dijo con dulzura.

—Tienes un secreto, Agnes; permíteme que lo comparta contigo.

Bajó los ojos; temblaba.

—No podía ignorarlo siempre, Agnes, aunque te haya sabido antes por otros labios que no son los tuyos (lo que me parece extraño); sé que hay alguien a quien has dado el tesoro de tu amor. No me ocultes una cosa que toca tan de cerca a tu felicidad. ¡Si tienes confianza en mí, trátame como amigo, como hermano, en esta ocasión sobre todo!

Me lanzó una mirada suplicante, casi de reproche; después, levantándose, atravesó rápidamente la habitación, como si no supiera dónde ir, y ocultando la cara entre las manos, se echó a llorar…

Sus lágrimas me conmovieron hasta el fondo del alma, pero despertaron en mí algo que me dio valor. Sin que supiera cómo, se unían en mi espíritu a la dulce y triste sonrisa que había quedado grabada en mi memoria, y me causaban una sensación de esperanza más que de tristeza.

—Agnes, hermana mía, amiga mía, ¿qué he hecho?

—Déjame salir, Trotwood; no me encuentro bien; estoy fuera de mí; ya te contaré… en otra ocasión… te escribiré. Ahora no; te lo ruego; ¡te lo suplico!

Yo trataba de recordar lo que me había dicho la tarde en que habíamos hablado de la naturaleza de su afecto, que no necesitaba correspondencia, y me parecía que acababa de atravesar todo un mundo en un momento.

—Agnes, no puedo soportar el verte así, y sobre todo por mi culpa. Amiga mía, tú, que eres lo que más quiero en el mundo, si eres desgraciada, déjame que comparta tu pena; si necesitas ayuda o consejo, déjame que trate de ayudarte; si tienes un peso en el corazón, déjame que trate de dulcificártelo. ¿Por qué crees que soporto la vida, Agnes, sino por ti?

—¡Oh!, déjame ahora… estoy fuera de mí… En otra ocasión.

Sólo podía distinguir aquellas palabras entrecortadas.

¿Me equivocaba? ¿Me arrastraba mi amor propio a mi pesar? ¿O sería verdad que tenía derecho para esperar, para soñar que percibía una felicidad en la que nunca me había atrevido ni a pensar?

—Tengo que hablarte, no puedo dejarlo así. ¡Por amor de Dios, Agnes, no nos engañemos el uno al otro después de tantos años, después de todo lo que ha pasado! Quiero hablarte sinceramente. Si crees que puedo estar celoso de la felicidad que tú puedes dar; si crees que no me resignaría a verte en manos de un protector más querido y elegido por ti; que en mi aislamiento no vería con satisfacción tu felicidad, desecha ese pensamiento, porque no es hacerme justicia. ¡De algo me ha servido el sufrir! Y no se han desperdiciado tus lecciones. ¡No hay el menor egoísmo en mis sentimientos hacia ti, Agnes!

Se había tranquilizado. Al cabo de un momento volvió hacia mí su rostro, pálido todavía, y me dijo en voz baja, entrecortada por la emoción, pero muy clara:

—Le debo a tu amistad por mí, Trotwood, el declararte que te equivocas. No puedo decirte más. Si he necesitado a veces apoyo y consuelo, nunca me han faltado. Si alguna vez he sido desgraciada, mi pena pasó ya. Si he tenido que llevar una carga, se ha ido haciendo ligera. Si tengo un secreto, no es nuevo… y no es lo que supones. No puedo ni revelarlo ni compartirlo con nadie; debo guardarlo para mí sola.

—Agnes, espera todavía un momento.

Se alejó, pero la retuve. Pasé mi brazo alrededor de su talle. «Si alguna vez he sido desgraciada… mi secreto no es nuevo.» Pensamientos y esperanzas desconocidas asaltaron mi alma; los colores de mi vida cambiaban.

—Agnes, querida mía, tú, a quien respeto y honro… a quien amo tan tiernamente… cuando he venido aquí hoy creía que nadie podría arrancarme semejante confesión. Creía que mi secreto continuaría enterrado en el fondo de mi alma hasta el día de nuestra vejez. Pero, Agnes, si veo en este momento la esperanza de que un día quizá me permitas que te dé otro nombre, un nombre mil veces más dulce que el de hermana…

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