Respondí que iría con mucho gusto.
—Gracias, míster Copperfield —dijo Uriah poniendo su libro encima del estante—. ¿Supongo que estará usted aquí bastante tiempo?
Le dije que suponía que viviría con míster Wickfield mientras estuviera en el colegio.
—¡Ah! —exclamó Uriah—. Entonces pienso que terminará usted entrando en los negocios, míster Copperfield.
Yo dije que no tenía la menor intención de ello y que a nadie se le había ocurrido pensar semejante cosa; pero Uriah se empeñaba en contestar a todas mis réplicas: «¡Oh, sí, míster Copperfield; seguramente!», o bien: «¡Oh, naturalmente, míster Copperfield; estoy seguro de que será así!». Por último, cuando terminó sus preparativos, me preguntó si le permitía apagar la luz, y al contestarle que sí, la apagó al instante, y después de estrecharme la mano (que en la oscuridad me pareció un pez), entreabrió la puerta de la calle, se deslizó fuera y la volvió a cerrar, dejándome que buscara mi camino a tientas, lo que hice con mucho trabajo, después de tropezar contra su taburete. Por esto sin duda estuve soñando con él la mitad de la noche. Entre otras cosas, le vi lanzar al mar la casa de míster Peggotty para dedicarse a una expedición pirata bajo una bandera negra que llevaba como divisa «La práctica de Tidd» y que nos arrastraba tras de sí bajo aquella enseña diabólica a la pequeña Emily y a mí para ahogarnos en los mares españoles.
Al día siguiente, cuando fui a la escuela, me sentí menos tímido, y mucho menos al otro, y así fui por grados hasta que me encontré completamente a mis anchas y feliz entre mis nuevos compañeros.
Todavía era torpe en los juegos y estaba atrasado en los estudios; pero contaba con la costumbre para conseguir lo primero, y pensaba trabajar mucho en lo segundo. En consecuencia, me puse con ahínco a las dos cosas. En los juegos y en lo serio. Creo que aproveché bastante, y en muy poco tiempo mi vida en Murdstone y Grimby me pareció tan lejana que me costaba trabajo creer en ella, mientras que mi vida actual me era tan familiar que me parecía que la llevaba hacía mucho tiempo.
La escuela del doctor Strong era inmejorable y se parecía tan poco a la de míster Creakle como el bien y el mal. Estaba dirigida con un orden grave y decoroso y por un buen sistema. En todas las cosas se apelaba al honor y a la buena fe de los alumnos, con la intención confesada de contar con estas cualidades mientras no se diera motivo para lo contrario. Esta confianza daba los mejores resultados. Todos sentíamos que tomábamos parte en la buena marcha del establecimiento y que a nosotros tocaba mantener su reputación y su honor. Así, todos nos encariñábamos vivamente con la casa y, por mi parte, puedo responder que no he visto ni a uno de mis camaradas que no pensase como yo.
Estudiábamos con todas nuestras fuerzas, para hacer honor al doctor, y en el recreo nos divertíamos mucho y gozábamos de mucha libertad. Recuerdo que con todo aquello hablaban muy bien de nosotros en la ciudad, y que nuestra conducta y modales rara vez perjudicaban la reputación del doctor Strong o la de sus alumnos. Algunos de los mayores, que vivían en casa del doctor, me informaron de ciertos detalles de su vida. No hacía todavía un año que se había casado con la linda mujer que vi en su despacho. Por su parte había sido un matrimonio de amor. La chica no tenía dinero, según decían nuestros camaradas; pero, en cambio, poseía una cantidad enorme de parientes pobres, siempre dispuestos a invadir la casa de su marido. Se atribuían los modales distraídos del doctor a las pesquisas constantes a que se entregaba sobre las raíces griegas. En mi inocencia, o mejor dicho en mi ignorancia, suponía que el doctor tenía una especie de manía botánica, tanto más cuanto siempre iba mirando al suelo al andar. Fue bastante más tarde cuando llegué a saber que se trataba de las raíces de las palabras, y que tenía intención de hacer un nuevo diccionario. Adams, que era el primero de la clase y que tenía mucha disposición para las matemáticas, había calculado el tiempo que tardaría el doctor en hacer aquel diccionario; teniendo en cuenta su plan primitivo y los resultados obtenidos, calculaba que para dar fin a aquella empresa necesitaría mil seiscientos cuarenta y nueve años a partir del último aniversario del doctor, que había cumplido entonces los sesenta y dos. Pero el doctor era el ídolo de los alumnos, y, en realidad, hubiese sido necesario que el colegio hubiera estado compuesto por niños muy malos para que fuera de otro modo, pues verdaderamente era el mejor de los hombres, lleno de una fe tan sencilla, que habría podido conmover hasta los corazones de piedra de las grandes urnas alineadas a lo largo de la verja cuando paseaba de arriba abajo en el patio, bajo las miradas de los cuervos y de las cornejas, que le seguían volviendo la cabeza con expresión de lástima, como si supieran que estaban mucho más al corriente que él de los asuntos de este mundo. Si un vagabundo, atraído por el crujir de sus zapatos, lograba acercársele lo bastante para llamar su atención con un relato de miseria, podía estar seguro de obtener de su caridad lo suficiente para vivir bien dos días. Sabían esto tan bien en la casa, que los maestros y los discípulos de más edad saltaban muchas veces por la ventana para arrojar a los mendigos antes de que el doctor pudiera percatarse de su presencia, y muchas veces hasta se había hecho esto a unos pasos de él sin que se diera cuenta. Una vez fuera de sus dominios y desprovisto de toda protección era como una oveja para los rateros. De buena gana se habría quitado las polainas para darlas. A decir verdad, circulaba entre nosotros una historia que se remontaba a no sé qué época y se fundaba en no sé qué autoridad, pero que yo creo que era cierta. Se decía que un día de invierno, en que hacía mucho frío, el doctor había dado sus polainas a una pobre mujer, que enseguida había suscitado el escándalo de la vecindad paseando de puerta en puerta a su nene envuelto en aquellos pañales improvisados, con gran sorpresa de todos, pues las polainas del doctor eran tan conocidas en los alrededores como la catedral. La leyenda añadía que el único que no las reconoció fue el doctor, que, viéndolas poco después en el escaparate de una tienda de compraventa de mala fama, donde recibían toda clase de cosas a cambio de un vaso de ginebra, se detuvo a examinarlas con aire de aprobación, como si observase en ellas algún nuevo perfeccionamiento en su corte que les diera una ventaja señalada sobre las suyas.
Lo que era un encanto era ver al doctor con su mujercita. Tenía una manera afectuosa y paternal de demostrarla su ternura, que sólo con eso se expresaba la bondad de aquel hombre. A menudo los veía paseando por el jardín, por donde estaban los melocotones, y a veces lo había observado de cerca en el despacho del doctor o en el salón. Ella parecía cuidarle y quererle mucho, aunque su interés por el diccionario nunca me pareció demasiado grande, a pesar de que los bolsillos y el sombrero del doctor estaban siempre llenos de fragmentos de aquel trabajo y generalmente parecía que se lo explicaba a ella mientras se paseaban.
Yo veía mucho a mistress Strong, pues se había aficionado a mí desde el día en que me presentaron al doctor, y siempre continuó interesándose por mí con cariño. Quería mucho a Agnes y venía a menudo a nuestra casa. Era curioso que con míster Wickfield estaba siempre nerviosa, y parecía tenerle miedo. Cuando venía a vernos por la tarde, evitaba siempre aceptar su brazo para volver a su casa, y me pedía a mí que la acompañara. A veces, cuando atravesábamos alegremente el patio de la catedral sin esperar encontrar a nadie, veíamos aparecer a Jack Maldon, que se sorprendía mucho de vernos.
La madre de mistress Strong me entusiasmaba. Se llamaba mistress Mackleham; pero los chicos solían llamarla el Veterano, por la táctica con que hacía maniobrar contra el doctor al numeroso batallón de sus parientes. Era una mujercita de ojos penetrantes, que llevaba siempre, cuando iba muy vestida, una toca adornada con flores artificiales y dos mariposas, también artificiales, que revoloteaban alrededor de las flores. Se decía entre nosotros que aquella toca procedía, seguramente, de Francia y, en efecto, su origen debía de ser de aquella ingeniosa nación; pero lo que sé con certeza es que aparecía por las noches por todas partes por donde mistress Mackleham hacía su entrada, pues tenía un cestito chino para llevarla de una casa a otra. Las mariposas tenían el don de revolotear con sus alas temblorosas como las abejas laboriosas, aunque al doctor Strong sólo le ocasionaba gastos.
Observaba al Veterano, y conste que no adopto el nombre por faltarle al respeto, con toda comodidad una noche que se me hizo memorable por otro incidente que también voy a relatar. El doctor daba aquella noche una reunión de despedida en honor de Jack Maldon, que se marchaba a las Indias, donde iba como cadete en un regimiento o algo parecido, habiendo terminado por fin aquel asunto míster Wickfield. Ese día era también el cumpleaños del doctor. Hacíamos una fiesta y le habíamos hecho nuestro regalo por la mañana. El número uno había pronunciado un discurso en nombre de todos los alumnos y le habíamos vitoreado hasta quedar roncos, lo que le había emocionado haciéndole llorar. Y ahora, por la noche, míster Wickfield, Agnes y yo veníamos a tomar el té en su compañía.
—He olvidado, doctor —dijo la madre de mistress Strong cuando nos hubimos sentado—, felicitarle en este día, como es de rigor, aunque en mi caso esto no es una fórmula; permítame desearle muchas felicidades para este año y muchos que le sigan.
—Muchas gracias, señora —contestó el doctor.
—Muchos, muchos, muchos años de felicidad —dijo el Veterano—, no solamente por usted, sino también por Annie, por Jack Maldon y por otras muchas personas.
—Me parece que fue ayer, Jack —continuó—, cuando eras una criaturita. Copperfield sería mayor que tú cuando cortejabas a Annie detrás de las grosellas en el fondo del jardín.
—Mamá —dijo mistress Strong—, ya no te debe importar esto.
—Annie, no seas absurda —repuso su madre—. Si te ruborizas al oír estas cosas ahora, que eres toda una señora casada, ¿cuándo vas a dejar de azorarte al oírlas?
—¡Vaya, Annie —exclamó Jack Maldon—, vamos!
—Sí, John; de hecho una señora madura, aunque no lo sea por la edad; porque ¿quién me ha oído decir que una muchacha de veinte años sea madura por la edad? Tu prima es la mujer del doctor y como tal la he descrito. Es mejor para ti, John, que tu prima sea la mujer del doctor; has encontrado en él un buen amigo con influencia, que aún será mejor, me atrevo a predecírtelo, si te lo mereces. No es falsa vanidad, pues dudo en admitir francamente que hay algunos miembros de nuestra familia que necesitan un amigo. Tú eras uno de ellos, antes de que la influencia de tu prima te lo hubiese procurado.
El doctor, en la bondad de su corazón, movió su mano como para quitarle importancia y ahorrar a Jack Maldon que siguieran insistiendo. Pero mistress Mackleham se cambió a una silla cerca del doctor, y dándole con el abanico en la manga dijo:
—No, realmente, mi querido doctor; debe usted dispensarme que me entrometa, porque lo siento tan intensamente, que casi puede llamarse una monomanía. Es como una obsesión. Usted ha sido una bendición para nuestra familia. Usted realmente es nuestra providencia.
—Tonterías, tonterías —dijo el doctor.
—No, no; dispénseme usted —repuso el Veterano—. Sin nadie presente más que nuestro querido e íntimo amigo míster Wickfield, no puedo consentir que me achiquen; voy a tener que reclamar los privilegios de suegra si siguen ustedes así y reñirles. Soy completamente franca; lo que diga es lo que dije cuando me sorprendió usted tanto la primera vez; ¿se acuerda usted qué sorprendida estaba cuando pidió la mano de Annie? No porque fuera nada extraordinario el hecho de la petición, sería ridículo decirlo, sino porque usted conoció a su pobre padre y a ella cuando era un bebé de seis meses. No me lo figuraba a usted bajo ese aspecto, ni como novio posible para nadie.
—¡Ay, ay! —dijo el doctor de buen humor—. Eso no importa.
—Pero a mí sí —dijo el Veterano dándole con el abanico en los labios—; me importa mucho recordar estas cosas, que se me pueden discutir si me equivoco. Pues bien, entonces hablé a Annie y le conté lo que había sucedido: «Querida mía, ha venido el doctor Strong, que ha pedido tu mano». ¿Hice yo la menor presión? No; le dije: «Mira, Annie; dime la verdad ahora mismo. ¿Está libre tu corazón?». «Mamá —me contestó llorando—, soy muy joven —lo era realmente— y casi no sé si tengo corazón.» «Entonces, querida mía —le dije—, puedes estar segura de que está libre. De todos modos, el doctor Strong está en una gran inquietud y se le debe contestar. No se le puede tener esperando en ese estado.» «Mamá —me dijo Annie, todavía llorando—, ¿será desgraciado sin mí? Si fuera a serlo, le respeto y le estimo tanto, que creo que lo aceptaré.» Así fue decidido; y entonces, pero nada más que entonces, le dije a Annie: «El doctor Strong no solamente será tu marido, sino que representará también a tu padre, la cabeza de nuestra familia; representará la sabiduría, el rango, y puede decirse también la fortuna de nuestra familia; en resumen, será nuestra providencia». Usé esa palabra en aquella ocasión, y hoy la he vuelto a repetir. Si tengo algún mérito, es la constancia.
Su hija permanecía silenciosa e inmóvil durante aquel discurso, con los ojos fijos en el suelo; su primo, de pie a su lado y mirando también al suelo. Por fin dijo dulcemente, con voz temblorosa:
—Mamá, espero que hayas terminado.
—Mi querida Annie —repuso el Veterano—, no he terminado aún. Como me preguntas, te contesto, y no he terminado. Me quejo de que realmente eres un poco descastada con tu familia, y como es inútil quejarme a ti, quiero quejarme a tu marido. Ahora, mi querido doctor, mire a su tontuela mujer.
Al volver el doctor su bondadoso rostro con sonrisa de sencillez y dulzura hacia ella, inclinó aún más la cabeza. Observé que míster Wickfield la miraba fijamente.
—Cuando el otro día le dije a esta antipática —prosiguió su madre moviendo la cabeza y su abanico coquetonamente hacia ella— que había una necesidad en la familia que podría contarle a usted; mejor dicho, que debía contársela, me dijo que hablar de ello era pedir un favor, y que como usted era demasiado generoso para ella, pedir era tener, y que no lo diría nunca.
—Annie, querida mía —dijo el doctor—, aquello estuvo mal, porque fue robarme una alegría.
—Casi con las mismas palabras que yo se lo dije —exclamó su madre—. Desde ahora en adelante, en cuanto sepa que hay algo que no lo va a decir por esa razón, estoy casi segura, mi querido doctor, de que se lo diré yo misma.