Nadie se puede imaginar lo que me costó hacer aquella proposición. Era pedir como una gracia que me separaran de Dora.
—¿Anular nuestro contrato, Copperfield, anularlo?
Le expliqué con cierta firmeza que acudía a todos los expedientes porque no sabía cómo subsistir si no ganaba dinero; que no temía nada por el porvenir, y apoyé mucho en ello para hacerle ver que sería un yerno digno de atención, pero que por el momento me veía en la necesidad de trabajar.
—Siento mucho lo que me dice usted, Copperfield —respondió míster Spenlow—; lo siento muchísimo. No hay costumbre de anular un contrato por semejantes razones. No es modo de proceder en los negocios. Sería un mal precedente… ; sin embargo…
—Es usted muy bueno —murmuré, en espera de alguna concesión.
—Nada de eso; no se equivoque —continuó míster Spenlow—; iba a decirle que si tuviera las manos libres, si no tuviera un asociado, míster Jorkins…
Mis esperanzas se desvanecieron al momento; sin embargo, hice todavía un esfuerzo.
—¿Y cree usted que si me dirigiera a míster Jorkins…?
Míster Spenlow movió la cabeza con abatimiento.
—Dios me libre, Copperfield —dijo—, de ser injusto con nadie, y menos con míster Jorkins. Pero conozco a mi asociado, Copperfield. Míster Jorkins no es hombre que acoja bien una proposición tan insólita. Míster Jorkins sólo conoce las tradiciones recibidas, y no sale de ellas. ¡Usted le conoce!
Yo no le conocía. Nada más sabía que míster Jorkins había sido anteriormente director de todo y que ahora vivía solo en una casa muy cerca de Montagu-Square, que le hacía horriblemente falta revocar; que llegaba a la oficina muy tarde y se iba muy temprano; que nunca parecía que le consultaran sobre nada; que tenía un gabinete sombrío para él solo en el primer piso, en el que nunca se hacía ningún negocio, y que tenía sobre su pupitre una carpeta vieja de papel secante, amarilla por el tiempo, pero sin una mancha de tinta, y que se decía que estaba allí desde hacía veinte años.
—¿Tendría usted inconveniente en que hablara del asunto a míster Jorkins? —le pregunté.
—Ninguno —dijo míster Spenlow—; pero tengo experiencia sobre el carácter de míster Jorkins, Copperfield. Querría que fuese de otra manera y me alegraría mucho poder hacer lo que usted desea. No tengo ningún inconveniente en que hable usted a míster Jorkins si cree que merece la pena.
Aprovechándome de su permiso, que acompañó de un apretón de manos, continué en mi rincón, pensado en Dora y mirando al sol, que abandonaba los tubos de las chimeneas para iluminar la pared de la casa de enfrente, hasta la llegada de míster Jorkins. Entonces subí a su gabinete, y en mi vida he visto un hombre más sorprendido de recibir una visita.
—Entre usted, míster Copperfield; pase usted.
Entré, me senté y le expuse mi situación poco más o menos como se la había expuesto a míster Spenlow. Míster Jorkins no era tan terrible como podía uno sospechar. Era un hombre grueso, de sesenta años, de expresión dulce y benévola, que tomaba tal cantidad de tabaco, que entre nosotros se decía que aquel estimulante era su principal alimento, puesto que después no le quedaba sitio en todo su cuerpo para ninguna otra cosa.
—¿Supongo que habrá usted hablado de ello a míster Spenlow? —dijo míster Jorkins después de haberme escuchado hasta el fin con algo de impaciencia.
—Sí, señor; es él quien me ha sugerido su nombre.
—¿Le ha dicho que yo pondría inconvenientes? —preguntó míster Jorkins.
Tuve que admitir que a míster Spenlow le parecía muy verosímil.
—Lo siento mucho, míster Copperfield —dijo míster Jorkins muy confuso—, pero no puedo hacer nada por usted. El caso es… Pero tengo una cita en el banco. Si usted me permite.
Y diciendo esto se levantó precipitadamente, e iba a abandonar la habitación, cuando me atreví a decirle que temía que no hubiera medio de arreglar el asunto.
—No —dijo míster Jorkins deteniéndose en la puerta para mover la cabeza—; hay inconvenientes, ¿sabe usted?
Continuó hablando muy deprisa. Después salió.
—Comprenda usted, míster Copperfield —dijo volviendo a entrar muy inquieto—, que si míster Spenlow ve inconvenientes…
—Personalmente no, señor.
—¡Oh, personalmente! —repitió míster Jorkins con impaciencia—. Le aseguro que tiene inconvenientes, míster Copperfield, insuperables. Lo que usted desea es imposible… Pero tengo una cita en el banco…
Y se escapó corriendo. Según he sabido después, pasó tres días sin reaparecer por su despacho.
Estaba decidido a mover tierra y cielo si era necesario. Esperé, por lo tanto, el regreso de míster Spenlow para contarle mi entrevista con su asociado, dándole a entender que tenía algunas esperanzas de que fuera posible dulcificar al inflexible Jorkins si se proponía hacerlo.
—Copperfield —me contestó míster Spenlow con una sonrisa sagaz—, usted no conoce a mi asociado míster Jorkins desde hace tanto tiempo como yo. Nada más lejos de mi espíritu que suponer a Jorkins capaz de hipocresía; pero Jorkins tiene una manera de presentar sus objeciones que muy a menudo engaña a las gentes. No, Copperfield; créame —dijo moviendo la cabeza—; no hay manera de conmover a míster Jorkins.
Yo empezaba a no saber demasiado cuál de los dos, si míster Spenlow o míster Jorkins, era realmente el asociado de quien provenían los inconvenientes; pero veía con claridad que en uno o en otro había una fuerza invencible y que no había que contar, ni mucho menos, con el reembolso de las mil libras de mi tía. Dejé las oficinas en un estado de depresión que no recuerdo sin remordimientos, pues sé que era el egoísmo (el egoísmo de los dos, Dora) el que lo formaba, y me volví a casa.
Trataba de familiarizar mi espíritu con lo peor que pudiera suceder e intentaba imaginar las determinaciones que tendríamos que tomar si el porvenir se nos presentaba bajo los colores más sombríos, cuando un coche que me seguía se detuvo a mi lado, haciéndome levantar los ojos. Por la portezuela me tendían una mano blanca, y vi la sonrisa del rostro que nunca había visto sin experimentar un sentimiento de reposo y de felicidad desde el día que lo había contemplado en la antigua escalera de madera y que había asociado en mi espíritu su belleza serena con el suave colorido de la vidriera de la iglesia.
—¡Agnes! —exclamé con alegría—. ¡Oh mi querida Agnes, qué alegría verte a ti mejor que a ninguna otra criatura humana!
—¿De verdad? —dijo en tono cordial.
—¡Tengo tanta necesidad de hablar contigo! —le dije—. El corazón se me tranquiliza sólo con mirarte. Si hubiera tenido una varita mágica, tú eres la persona que hubiera deseado ver.
—Vamos —dijo Agnes.
—¡Ah! Dora quizá primero —confesé enrojeciendo.
—Ya lo creo que Dora primero —dijo Agnes riendo.
—Pero tú la segunda —le dije—. ¿Dónde ibas?
Iba a mi casa para ver a mi tía, y se alegró mucho de salir del coche, que olía a cuadra; demasiada cuenta me di, pues había metido la cabeza por la portezuela todo el tiempo mientras charlaba. Despedimos al cochero, se agarró de mi brazo y echamos a andar juntos. Ella era la personificación de la Esperanza; ya no me sentía el mismo con Agnes a mi lado.
Mi tía le había escrito una de esas extrañas y cómicas cartitas que no eran mucho más grandes que un billete de banco. Rara vez llevaba más lejos su verbo epistolar. Era para anunciarle que había tenido pérdidas a consecuencia de las cuales dejaba definitivamente Dover; pero que ya había tomado una decisión y que estaba demasiado bien para que nadie se preocupara por ella, y Agnes había venido a Londres para ver a mi tía, que la quería y a quien quería mucho desde hacía años, es decir, desde el momento en que yo me establecí en casa de míster Wickfield. No estaba sola, según me dijo. Había venido con su padre y con Uriah Heep.
—¿Son ya asociados? —pregunté—. ¡Que el Cielo le confunda!
—Sí —dijo Agnes—; tenían algunos negocios aquí, y he aprovechado la ocasión para venir yo también a Londres. No hay que creer que sea por mi parte una visita completamente desinteresada y amistosa, Trotwood, pues… temo tener prejuicios injustos… ; pero no me gusta dejar a papá solo con él.
—¿Sigue ejerciendo la misma influencia sobre míster Wickfield, Agnes?
Agnes movió tristemente la cabeza.
—Ha cambiado todo tanto en nuestra casa, que ya no reconocerías nuestra querida y vieja morada. Ahora viven con nosotros.
—¿Quién? —pregunté.
—Uriah y su madre. Él ocupa tu antigua habitación —dijo Agnes mirándome a la cara.
—¡Lástima no estar encargado de proporcionarle los sueños! ¡No seguiría durmiendo allí mucho tiempo!
—Yo continúo en mi antigua habitacioncita —dijo Agnes—;aquella en que aprendía mis lecciones. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Te acuerdas? La habitación pequeña que daba al salón.
—¿Que si me acuerdo, Agnes? Es en la que te vi por primera vez; estabas de pie en aquella puerta, con la cestita de las llaves colgada.
—Precisamente —dijo Agnes sonriendo—. Me gusta que lo recuerdes tan bien. ¡Qué felices éramos entonces! Sí; he conservado aquella habitación para mí; pero no siempre puedo librarme de mistress Heep, ¿sabes?, pues a veces tengo que hacerle compañía, cuando me gustaría más estar sola. Pero es la única queja que tengo contra ella. Algunas veces me cansa con tanto elogiar a su hijo. ¿Pero qué hay más natural en una madre? Es muy buen hijo.
Miraba a Agnes mientras que me hablaba así, sin descubrir en su rostro la menor sospecha de las intenciones de Uriah. Sus hermosos ojos, tan dulces y tan seguros al mismo tiempo, sostenían mi mirada con su franqueza de costumbre y sin la menor alteración en el rostro.
—El mayor inconveniente de su presencia en casa —dijo Agnes— es que no puedo estar con papá todo el tiempo que quisiera, pues Uriah está constantemente entre nosotros. No puedo velar por él, si es que no es una expresión demasiado atrevida, tan de cerca como me gustaría. Pero si emplean con él la mentira o la traición, espero que mi cariño termine por triunfar. Espero que el verdadero afecto de una hija vigilante y abnegada sea más fuerte que todos los peligros del mundo.
Aquella sonrisa luminosa, que no he visto nunca en ningún otro rostro, desapareció en el momento en que yo admiraba su dulzura y en que recordaba la felicidad que antes tenía viéndolo, y me preguntó con un cambio marcado en la fisonomía, mientras nos acercábamos a la calle en que estaba mi casa, si yo sabía cómo había perdido su fortuna mi tía. Ante mi respuesta negativa, Agnes se quedó pensativa, y me pareció sentir temblar el brazo que se apoyaba en el mío.
Encontramos a mi tía sola y un poco inquieta. Había surgido entre ella y mistress Crupp una discusión sobre una cuestión abstracta (la conveniencia de residir el bello sexo en unas habitaciones de soltero), y mi tía, sin preocuparse de los espasmos de mistress Crupp, había cortado la discusión declarando a aquella señora que olía a coñac, que me robaba y que se marchara al momento. Mistress Crupp, considerando aquellas dos expresiones como injuriosas, había anunciado su intención de apelar al jurado inglés, refiriéndose, a lo que colegí, a nuestras libertades nacionales.
Sin embargo, mi tía había tenido tiempo de reponerse mientras Peggotty había salido para enseñarle a míster Dick los guardias a caballo. Además, encantada de ver a Agnes, no pensaba ya en su disputa no siendo para envanecerse de la manera como había salido de ella. Así es que nos recibió de muy buen humor. Cuando Agnes hubo dejado su sombrero encima de la mesa y se sentó a su lado, no pude por menos que pensar, viendo su frente radiante y sus ojos serenos, que aquel parecía el lugar donde debía siempre estar; que mi tía tenía en ella, a pesar de su juventud e inexperiencia, una confianza absoluta. ¡Ah! ¡Tenía mucha razón en contar con su fuerza, con su afecto sencillo, con su abnegación y fidelidad!
Nos pusimos a hablar de los negocios de mi tía, a la cual conté lo que había intentado inútilmente aquella mañana.
—No era juicioso, Trot; pero la intención era buena. Eres un buen chico, generoso; pero más bien creo que debía decir un hombre, y estoy orgullosa de ti, amigo mío. No hay nada que decir hasta ahora. Ahora, Trot y Agnes, miremos de frente la situación de Betsey Trotwood y veamos en qué está.
Via Agnes palidecer mirando atentamente a mi tía, y mi tía no miraba menos atentamente a Agnes mientras acariciaba a su gato.
—Betsey Trotwood —dijo mi tía—, que nunca había dado cuentas a nadie de sus asuntos de dinero (no hablo de tu hermana, Trot, sino de mí), tenía una fortunita. Poco importa saber lo que tenía; pero era bastante para vivir; quizá algo más, pues había ahorrado para aumentar el capital. Betsey tuvo su dinero en papel del Estado durante cierto tiempo; pero después, aconsejada por su apoderado, lo colocó en el Banco Hipotecario. Aquello iba muy bien y daba una renta considerable. ¿No os parece que cuando hablo de Betsey estoy contando la historia de un barco de guerra? Como aquello terminó y devolvieron su dinero a Betsey, se vio obligada a pensar de nuevo en qué lo colocaba, y creyéndose más hábil que su hombre de negocios, que no estaba tan listo como antes (me refiero a tu padre, Agnes), se le metió en la cabeza administrarse sola su fortuna. Llevó, como suele decirse, sus cerdos al mercado; pero no fue buena vendedora. En primer lugar, perdió en las minas; después, en las empresas particulares en que se trataba de ir a buscar en el mar los tesoros perdidos, o alguna otra locura del mismo género —continuó, a manera de explicación y frotándose la nariz—; después volvió a perder en las minas y, por fin, lo perdió todo en un banco. Yo no sé lo que valían las acciones de aquel banco durante cierto tiempo —dijo mi tía—; creo que el cien por cien; pero el banco estaba en el otro extremo del mundo, y se ha desvanecido en el espacio según creo. En todo caso, ha quebrado, y no pagará nunca ni medio penique. Ahora bien: como todos los medios peniques de Betsey estaban allí, se han terminado. Lo mejor que se puede hacer es no volver a hablar de ello.
Mi tía terminó aquel relato sumario y filosófico mirando con cierto aire de triunfo a Agnes, que poco a poco recobraba su color natural.
—¿Es esa toda la historia, querida miss Trotwood? —preguntó Agnes.
—Me parece que es suficiente, hija mía —dijo mi tía—. Si tuviera más dinero que perder, quizá no fuera todo, pues Betsey hubiera encontrado el medio de enviarlo a reunirse con el otro, y de dar un nuevo capítulo a la historia, no lo dudo; pero como no había más dinero, aquí termina.