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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

David Copperfield (31 page)

BOOK: David Copperfield
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—¿Quieres subir —me dijo mientras enhebraba la aguja a dar los buenos días de mi parte a míster Dick y decirle que me gustaría saber si su Memoria avanza?

Me levanté vivamente para cumplir su encargo.

—Supongo —dijo mi tía, mirándome tan atentamente como a la aguja que acababa de enhebrar—, supongo que el nombre de Dick te parecerá algo corto.

—Es lo que pensaba ayer: que me parece algo corto —respondí.

—No vayas a creer que no tiene otro, que podría usar si quisiera —dijo mi tía con dignidad—. Babley, míster Richard Babley, ese es su verdadero nombre.

Iba a decir, por un sentimiento de respeto a causa de mi juventud y por la familiaridad, un tanto censurable, que me había tomado, que quizá sería mejor que le llamase por su nombre entero; pero mi tía prosiguió:

—Pero no le llames en ningún caso así; no puede soportar su nombre; es una peculiaridad suya, aunque no sé si a eso se le podrá llamar siquiera manía. Pero ha sufrido bastante por culpa de personas que llevaban ese mismo nombre para que le repugne mortalmente, Dios lo sabe. Dick es aquí su nombre, y en todas partes ya; es decir, si fuera alguna vez a alguna parte, que no va. Así, ten cuidado, hijo mío, y no le llames nunca más que míster Dick.

Prometí obedecer y subí a cumplir mi mensaje; y pensaba en el camino que si míster Dick trabajaba en su Memoria desde hacía mucho tiempo con la asiduidad que ponía cuando le vi aquella mañana por la puerta abierta al bajar a desayunar, la Memoria debía de estar acabándose. Le encontré todavía absorto en la misma ocupación, con una larga pluma en la mano y la cabeza casi pegando contra el papel. Estaba tan abstraído que tuve tiempo de fijarme, antes de que se percatara de mi presencia, en una gran cometa que había en un rincón, en numerosos paquetes de manuscritos en desorden, plumas innumerables y, por encima de todo, una inmensa provisión de tinta (por lo menos una docena de botellas de litro alineadas).

—¡Ah Febo! —dijo míster Dick depositando la pluma—, no sé cómo va el mundo; pero te diré una cosa —añadió bajando la voz—: no querría que lo repitieras, pero…

Aquí me hizo signos de que me acercara, y hablándome al oído: «El mundo está loco, loco de atar, hijo mío», dijo míster Dick cogiendo tabaco de una caja redonda que había encima de la mesa y riendo de todo corazón.

Yo cumplí mi menaje sin aventurarme a decir mi parecer sobre aquella cuestión.

—Pues bien —dijo míster Dick como respuesta—; salúdala de mi parte y dile que… creo que estoy en buen camino; creo verdaderamente estar en buen camino —dijo míster Dick pasándose la mano por sus cabellos grises y lanzando una mirada inquieta a su manuscrito—. ¿Has estado en el colegio?

—Sí, señor —respondí—; una temporada.

—¿Y recuerdas la fecha —dijo míster Dick mirándome fijamente y cogiendo su pluma— de la muerte del rey Carlos I?

Dije que creía que era en 1649.

—Pues bien —dijo míster Dick rascándose la oreja con la pluma y mirándome con expresión de duda—; eso es lo que dicen los libros; pero yo no comprendo cómo puede ser. Si hace tanto tiempo, ¿cómo las gentes que le rodeaban han podido tener la torpeza de meter en mi cabeza un poco de la confusión que había en la suya cuando se la cortaron?

Yo me quedé muy sorprendido de la pregunta; pero no pude darle ningún dato sobre el asunto.

—Es muy extraño —dijo míster Dick lanzando una mirada de desaliento a sus papeles y volviendo a pasarse las manos por los cabellos—, pero no consigo desembrollar la cuestión. No lo veo claro. Pero poco importa, poco importa —dijo alegremente y más animado—; tenemos tiempo. Saluda a tu tía, y que estoy en muy buen camino.

Me iba, cuando llamó mi atención hacia la cometa.

—¿Qué te parece esa cometa?

Respondí que me parecía muy bonita, y que debía de tener lo menos siete pies de alta.

—La he hecho yo. La lanzaremos uno de estos días tú y yo —dijo míster Dick—. ¿Ves?

Y me enseñaba que estaba hecha de un papel cubierto de una escritura fina y apretada, pero tan clara, que al dirigir mis miradas sobre sus líneas me pareció ver dos o tres veces alusiones a la cabeza del rey Carlos I.

—Hay mucho hilo bramante —dijo míster Dick—, y cuando sube muy alta lleva, como es natural, lo escrito muy lejos. Es una manera de propagarlo, no sé dónde puede ir a parar; depende de las circunstancias del viento y demás, y yo lo aprovecho.

Tenía un aspecto tan bueno, tan dulce y tan respetable, a pesar de su apariencia de fuerza y de viveza, que no estaba yo muy seguro de que no fuera una broma para divertirme, y me eché a reír. Él hizo otro tanto, y nos separamos como los mejores amigos del mundo.

—Y bien, muchacho —me dijo mi tía cuando baje—. ¿Cómo está míster Dick?

Le respondí que la saludaba, y que la Memoria estaba en muy buen camino.

—¿Y qué piensas de míster Dick? —me preguntó mi tía.

Tenía ganas de eludir la cuestión, contestando que me parecía muy amable; pero mi tía no se dejaba despistar así. Puso su labor sobre las rodillas y me dijo, cruzando las manos:

—Vamos; tu hermana Betsey Trotwood me habría dicho al momento lo que pensara de cualquier persona. Haz todo lo posible por parecerte a tu hermana, y habla.

—¿No está míster Dick, no está…? Le hago esta pregunta porque no sé, no sé, tía, si no tendrá la cabeza un poco mal —balbucí, dándome cuenta de que pisaba en falso.

—Nada de eso —dijo mi tía.

—¡Oh! —repuse con voz débil.

—Si hay alguien en el mundo que no esté mal de la cabeza, precisamente es míster Dick —dijo mi tía con mucha decisión y energía.

Yo no podía hacer nada mejor que repetir:

—¡Oh!

—Han dicho que estaba loco —prosiguió mi tía—. Tengo un placer egoísta en recordar que han dicho que estaba loco, pues sin ello nunca hubiera tenido la suerte de gozar de su compañía y de sus consejos desde hace más de diez años; a decir verdad, desde que tu hermana Betsey Trotwood me dejó defraudada.

—Hace tanto tiempo.

—Y bonita gente era la que tenía la audacia de llamarle loco —prosiguió mi tía—. Míster Dick era una especie de pariente lejano; pero no tengo necesidad de explicarte esto. Si no hubiera sido por mí, su propio hermano le habría encerrado para toda la vida; eso es todo.

Me asusta pensar la hipocresía que había en mí cuando, viendo la indignación de mi tía sobre aquel punto, traté de tomar un aire indignado como ella.

—¡Un orgulloso idiota! —dijo mi tía—; porque su hermano era un poco excéntrico, aunque no es ni la mitad de excéntrico que la mayoría de la gente; no quería que le vieran en su casa y pensaba enviarle a una casa de salud, aunque le había sido particularmente recomendado por su difunto padre, quien le consideraba casi como un idiota. Y también había que ver al hombre que pensaba así; él sí que estaba loco, estoy segura.

De nuevo, como mi tía parecía completamente convencida, yo traté de parecerlo también.

—Entonces yo no lo consentí, y le hice una proposición; le dije: «Su hermano está completamente cuerdo y es infinitamente más sensato que usted es ni lo será nunca, al menos así lo espero; concédale una pequeña pensión y que se venga a vivir a mi casa. A mí no me asusta; no soy vanidosa, y estoy dispuesta a cuidarle, y no le maltrataré, como podrían hacerlo, sobre todo, en un manicomio». Después de innumerables dificultades —continuó mi tía— lo conseguí, y está aquí desde entonces. Y es el mejor amigo, el hombre más amable, la criatura con quien mejor se puede vivir en el mundo. En cuanto a los consejos… . nadie sabe apreciar ni conocer el espíritu de este hombre como yo.

Mi tía se sacudió un poco el vestido, moviendo la cabeza, como si con aquellos dos movimientos desafiara al mundo entero.

—Tenía una hermana que era su favorita —continuó—, una criatura muy buena y muy cariñosa para él; pero hizo como todas las mujeres, y se casó, y el marido hizo lo que hacen todos, y la hizo desgraciada. El efecto de su desgracia sobre míster Dick (y no es locura), unido con el temor que le inspiraba su hermano y el sentimiento de la dureza con que le trataban, fue tal que le dio una fiebre cerebral; fue antes de que se instalara en mi casa; pero aquel recuerdo le resulta penoso todavía. ¿Te ha hablado del rey Carlos I?

—Sí, tía.

—¡Ah! —dijo frotándose la nariz, un poco contrariada—; es su manera alegórica de expresarlo, pues lo une en su espíritu con una gran conmoción, lo que es bastante natural, y es como una figura de la cual se sirve, una comparación, y ¿por qué no lo ha de hacer así, si le parece bien?

Ciertamente, tía —dije.

—No es así como se expresa la gente por lo general, ni es ese el lenguaje que se emplea en negocios, ya lo sé; por eso insisto para que no lo ponga en su Memoria.

—¿Es que… es una Memoria sobre su propia vida lo que escribe, tía?

—Sí, pequeño —respondió frotándose de nuevo la nariz—. Está haciendo una Memoria para asuntos suyos, dirigida al lord Chambelan o al lord no sé cuántos; en fin, a uno de esos a quienes se paga para que reciban Memorias. Supongo que la enviará uno de estos días; todavía no ha conseguido redactarla sin mezclar en ella la alegoría; pero ¡qué más da!, así se entretiene.

El caso es que después descubrí que míster Dick trataba desde hacía diez años de impedir al rey Carlos I que apareciese en su Memoria, sin conseguirlo.

—Repito —dijo mi tía— que nadie conoce el espíritu de ese hombre como yo; es el más cariñoso y fácil de llevar. ¿Que le gusta lanzar una cometa de vez en cuando? ¿Eso qué significa? Franklin también soltaba cometas y era cuáquero o algo parecido, si no me equivoco, y un cuáquero soltando cometas es mucho más ridículo que otro hombre cualquiera.

Si hubiera podido suponer que mi tía me contaba aquellos detalles para mi educación personal o por darme una prueba de confianza, me habría sentido muy halagado y habría sacado pronósticos favorables de semejante favor. Pero no podía hacerme ilusiones; era evidente para mí que si se metía en aquellas explicaciones era porque la cuestión se presentaba, a pesar suyo, en su espíritu, y era a sí misma a quien se dirigía y no a mí, aunque pareciera que me dedicaba su discurso, en ausencia de mejor interlocutor.

Al mismo tiempo debo decir que la generosidad con que defendía a míster Dick no solamente me inspiraba muchas esperanzas egoístas, sino que también despertaba en mi corazón cierto afecto hacia ella. Creo que empezaba a darme cuenta de que, a pesar de todas sus excentricidades y extrañas fantasías, era una persona que merecía respeto y confianza. Aunque estaba lo mismo de animada que la víspera contra los burros, y fuese violenta su indignación cuando se precipitaba al jardín para defender el césped si veía que un joven al pasar le ponía los ojos tiernos a Janet, sentada en su ventana (lo que era una de las ofensas más grandes que se podía hacer a la dignidad de mi tía), me era imposible, sin embargo, no sentir cada vez más respeto hacia ella y menos temor.

Esperaba con extraordinaria ansiedad la respuesta de míster Murdstone; pero hacía grandes esfuerzos para disimularlo y por serles simpático a mi tía y a míster Dick. Tenía que salir con este último a lanzar la gran cometa; pero como no tenía más trajes que el indumento un poco extravagante con que me había adornado mi tía en el primer momento, me veía obligado a permanecer en casa, excepto una hora después de oscurecer, que mi tía me hacía dar un paseo para mi salud por delante del jardín antes de meterme en la cama. Por último llegó la respuesta de míster Murdstone. Mi tía me informó, con gran terror por mi parte, que iba a venir a hablarle en persona al día siguiente. Al otro día todavía estaba con mi curioso indumento y contaba las horas tembloroso y muy preocupado en lucha con mis esperanzas, que sentí debilitarse, y mis temores, que podían conmigo, esperando a cada momento sentirme estremecer a la vista de su sombrío rostro y muy impaciente porque no llegaba.

Mi tía estaba un poco más agresiva y severa que de costumbre; en ninguna otra cosa se le notaba que se preparase a recibir al que tanto temor me inspiraba a mí. Trabajaba delante de la ventana, y yo, sentado a su lado, reflexionaba en los resultados posibles e imposibles de la visita de míster Murdstone. La tarde avanzaba y la comida había sido retrasada indefinidamente; pero mi tía, impaciente ya, acababa de decir que la sirvieran, cuando lanzó un grito de alarma a la vista de un burro. ¡Cuál no sería mi consternación al ver a miss Murdstone, montada en él, atravesar con paso decidido el césped sagrado, detenerse enfrente de la casa y mirar a su alrededor!

—¡Váyase usted; no tiene nada que hacer aquí! —gritaba mi tía sacudiendo su cabeza y su puño por la ventana—. ¿Cómo se atreve usted? ¡Que se marche! ¡Oh, qué descaro!

Mi tía estaba tan exasperada por la frescura con que miss Murdstone miraba a su alrededor, que creí que perdía el movimiento y se quedaba incapaz de salir al ataque como de costumbre. Aproveché la oportunidad para informarle de quiénes eran aquella señora y aquel caballero que se acercaban a ella, pues el camino era una pendiente y el señor que se había quedado detrás era míster Murdstone en persona.

—¡Me tiene sin cuidado quiénes sean! —exclamó mi tía sacudiendo todavía la cabeza y gesticulando desde la ventana todo lo contrario de una bienvenida—. ¡Que no hubieran contravenido mis órdenes! ¡No lo consentiré! ¡Que se marchen! Janet, ¡échalos, échalos!

Yo, oculto detrás de mi tía, vi una especie de combate. El burro, con sus cuatro patas plantadas en el suelo, resistía a todo el mundo. Janet le tiraba de la brida para hacerle dar la vuelta. Míster Murdstone trataba de hacerle avanzar; miss Murdstone pegaba a Janet con su sombrilla, y muchos chiquillos acudían al ruido, gritando con todas sus fuerzas.

De pronto mi tía, reconociendo entre ellos al pequeño malhechor encargado de conducir los asnos, que era uno de sus enemigos más encarnizados, aunque apenas tenía trece años, se precipitó en el teatro del combate, le cogió y le arrastró al jardín, con la chaqueta por encima de la cabeza y los talones arañando el suelo. Después llamó a Janet para que fuera a llamar a la policía con el objeto de que le cogieran y juzgaran allí mismo, y lo retuvo ante su vista. Pero esta escena dio fin a la comedia, pues el golfillo, que sabía muchas tretas de las que mi tía no tenía ni idea, encontró pronto medio de escapar, dejando las huellas de sus zapatones en los arriates y montándose en el burro triunfantemente.

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