Déjame entrar (32 page)

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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
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—Oye, estaba pensando una cosa.

—¿Sí?

Ahí estaba. Su madre le había dicho que le había
pedido a su padre muy en serio
que hablara con él sobre lo de Jonny. La verdad es que Oskar sí que
quería
hablar de ello. Su padre estaba a una distancia segura de todo aquello, no intervendría de ninguna manera. Su padre tosió, tomó impulso. Expulsó el aire. Miraba al agua. Entonces dijo:

—Sí, he estado pensando… ¿Tienes patines?

—No. Ningunos que me queden bien.

—Así que no. No, porque si se forma hielo este invierno, y parece que va… pues podía ser divertido tenerlos. Yo los tengo.

—Seguro que no me valen.

Su padre sonrió, con una especie de carcajada.

—No, pero… el hijo de Östen por lo visto tenía unos que se le han quedado pequeños. Un treinta y nueve. ¿Qué número calzas?

—El treinta y ocho.

—Bueno, pero con unos calcetines gordos, pues… entonces tengo que pedírselos.

—Qué bien.

—Sí. Bueno. ¿Nos vamos a casa?

Oskar asintió. A lo mejor más tarde. Y lo de los patines estaba bien. Si pudieran arreglarlo, mañana se los podría llevar a casa.

Fue con los miniesquís hasta el palo de enebro, retrocedió hasta que la cuerda se tensó, le hizo a su padre la señal de que estaba listo y éste arrancó la moto con el pie. Tuvieron que subir la cuesta en primera. La moto hacía tanto ruido que las cornejas, asustadas, abandonaban las copas de los pinos batiendo las alas.

Oskar se deslizó lentamente hacia arriba; como en un remonte, iba derecho con las piernas juntas. No iba pensando en nada, sólo en intentar mantener los esquís en las viejas roderas para evitar cortar la nieve. Fueron hacia casa mientras se hacía de noche.

Lacke bajó las escaleras de la plaza con una caja de bombones Aladdin metida en la cinturilla del pantalón. No le gustaba mangar cosas, pero no tenía dinero y quería regalarle algo a Virginia. Le habría gustado llevar también unas rosas, pero ¡anda!, intenta mangar en una floristería.

Ya había oscurecido, y al bajar la cuesta que iba hasta la escuela, vaciló. Miró a su alrededor, rebuscó con el pie en la nieve y encontró una piedra del tamaño de un puño, la sacó con el pie y se la guardó en el bolsillo, apretándola con la mano. No es que creyera que le iba a servir de algo contra lo que había visto, pero el peso y el frío de la piedra le hacían sentirse más seguro.

Sus preguntas por los patios no habían dado más resultado que unas cuantas miradas vigilantes y recelosas de padres que se encontraban haciendo muñecos de nieve con sus pequeños. Viejo verde.

Sí; no se dio cuenta, hasta que abrió la boca para hablar con una mujer que estaba sacudiendo las alfombras, de lo extraño que debía de resultar su comportamiento. La mujer había dejado de dar golpes, volviéndose hacia él con la pala de sacudir en la mano como si fuera un arma.

—Perdón —dijo Lacke—… sí, me pregunto… estoy buscando a un niño.

—¿Ah, sí?

Bueno. Él mismo había oído cómo sonaba, y eso le había puesto más nervioso.

—Sí, ella ha… desaparecido. Me pregunto si alguien, a lo mejor, la ha visto por aquí.

—¿Es tu hija?

—No, pero…

Aparte de con algunos adolescentes, desechó la idea de hablar con personas a las que no conociera, o que sólo hubiera visto una vez. Se encontró con un par de conocidos, pero no sabían nada. Busca y hallarás, sí, claro. Pero uno tiene que saber con exactitud qué es lo que está buscando.

Cuando caminaba por el parque hacia la escuela, echó una mirada hacia el puente de Jocke.

La información en los periódicos del día anterior fue bastante amplia, sobre todo en lo que concernía a la forma macabra en que había sido encontrado el cadáver. Un alcohólico asesinado era en sí una gran noticia, pero además se habían regodeado con los niños que lo vieron, los bomberos que tuvieron que serrar el hielo, etcétera. Al lado del texto aparecía la foto del pasaporte de Jocke en la que tenía, como mínimo, el aspecto de un asesino en serie.

Lacke continuó caminando al lado de la tétrica fachada de ladrillo de la escuela de Blackeberg, por las escaleras anchas y empinadas como si fueran la entrada del palacio de justicia o del infierno. En la pared, al lado de los escalones más bajos, alguien había pintado con un spray «
Iron Maiden
», quién sabe qué significaba aquello. Quizá algún grupo.

Continuó a través del aparcamiento, hacia la calle Björnsonsgatan. Normalmente habría atajado cruzando por detrás de la escuela, pero allí estaba… tan oscuro. Podía imaginarse fácilmente a aquel ser acurrucado entre las sombras. Miraba hacia las copas de los altos pinos que bordeaban el camino. Unos bultos oscuros dentro del ramaje. Probablemente nidos de urracas.

No era sólo el aspecto de aquel ser, era también la forma de atacar. Él quizá, quizá hubiera podido aceptar que lo de los dientes y las garras tuviera alguna explicación lógica si no hubiera sido por el salto que dio desde el árbol. Antes de que llevaran a Virginia a casa, había estado mirando el árbol. La rama desde la que ese ser debía haber saltado estaba posiblemente a cinco metros del suelo.

Caer cinco metros justo en la espalda de alguien; si se añadía «artista de circo» a todas las demás cosas para tener una explicación «lógica», entonces, tal vez. Pero todo junto resultaba exactamente igual de absurdo que lo que le había dicho a Virginia, de lo que se arrepentía ahora.

Mierda…

Se sacó la caja de bombones de los pantalones. El calor de su cuerpo tal vez ya había estropeado, derretido el chocolate. Movió la caja para comprobarlo. No. Sonaba bien dentro. Los bombones no se habían pegado. Siguió por la calle Björnsonsgatan, frente al supermercado ICA, con la caja en la mano.

TOMATE TRITURADO. TRES BOTES 5 CORONAS

Hacía seis días.

Lacke seguía agarrando todavía la piedra que tenía en el bolsillo. Miró el anuncio, podía imaginarse la mano de Virginia moviéndose hasta hacer aparecer por arte de magia las letras rectas e iguales. ¿Hoy se habría quedado en casa descansando? Claro que sería muy propio de ella ir dando tumbos al trabajo antes de que la sangre siquiera hubiera tenido tiempo de coagular.

Cuando llegó hasta el portal de Virginia echó una ojeada a sus ventanas. Apagado. ¿Estaría en casa de su hija? Bueno, subiría de todas formas y le dejaría los bombones en la puerta. Estaba totalmente oscuro dentro del portal. Se le erizaron los pelos de la nuca.

El niño está aquí.

Permaneció unos segundos sin pestañear, luego se precipitó sobre el punto rojo iluminado del interruptor de la luz, lo pulsó con el reverso de la mano en la que llevaba la caja de bombones. La otra mano apretaba con fuerza la piedra que tenía en el bolsillo.

Se oyó un suave golpe seco del relé del sótano cuando se encendió la luz. Nada. El portal de Virginia. Escaleras de hormigón de color amarillo con un dibujo de salpicaduras. Respiró profundamente un par de veces y empezó a subir las escaleras.

Justo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Virginia vivía en el piso de arriba, en el tercero, y sus piernas se arrastraron escaleras arriba como dos tablas inertes unidas a las caderas. Esperaba que ella estuviera en casa, que se sintiera bien, que le permitiera hundirse en su butaca de skay y no hacer otra cosa más que descansar en el sitio en el que prefería estar. Soltó la piedra del bolsillo y llamó a la puerta. Aguardó un poco. Volvió a llamar.

Había empezado a tratar de colocar la caja de bombones en el picaporte cuando oyó pasos sigilosos dentro del piso. Se apartó de la puerta. Dentro, dejaron de oírse pasos. Ella estaba al otro lado.

—¿Quién es?

Nunca jamás Virginia había preguntado eso antes. Uno llamaba, pin, pin, sonaban sus pasos y se abría la puerta. Pasa, pasa. Él tosió, aclarándose la garganta:

—Soy yo.

Una pausa. Podía oír la respiración de ella, ¿o eran sólo figuraciones suyas?

—¿Qué quieres?

—Saber cómo te encuentras, únicamente. Otra pausa.

—No me encuentro bien.

—¿Puedo pasar?

Esperó. Con la caja de bombones ante sí ridículamente agarrada con las dos manos. Se oyó un chasquido al abrirse el cerrojo, sonido de llaves cuando giró la cerradura de seguridad. Otro chirrido más al quitar la cadena. El picaporte se movió hacia abajo y la puerta se abrió.

Él, inconscientemente, dio medio paso atrás, golpeándose la espalda con el remate del pasamanos. Virginia apareció en el quicio de la puerta abierta. Parecía moribunda.

Además de la mejilla hinchada tenía la cara cubierta de pequeñas, muy pequeñas erupciones y sus ojos parecían reflejar la resaca del siglo. Una tupida red de líneas rojas cruzaban la esclerótica y las pupilas casi habían desaparecido. Ella asintió.

—Tengo una pinta horrorosa.

—Qué va. Sólo… creía que quizá… ¿puedo pasar?

—No. No tengo fuerzas.

—¿Has ido al médico?

—Lo haré. Mañana.

—Sí. Aquí, yo…

Le alargó la caja de bombones que había tenido todo el tiempo delante de él como un escudo. Virginia la cogió.

—Gracias.

—Oye, ¿hay algo que yo pueda…?

—No. Me pondré bien. Sólo necesito descansar. No tengo fuerzas para estar aquí de pie. Estaremos en contacto.

—Sí. Voy a…

Virginia cerró la puerta.

—… mañana.

De nuevo chirrido de cerraduras y cadenas. Se quedó con los brazos caídos delante de la puerta. Luego se acercó y trató de escuchar. Oyó que se abría un armario, pasos lentos dentro del piso.

¿Qué voy a hacer?

No era asunto suyo obligarla a hacer algo que no quisiera, pero de buena gana la habría cogido y se la habría llevado a un hospital ya. Bueno. Volvería mañana por la mañana. Si seguía igual lo haría, quisiera o no.

Lacke bajó los escalones de uno en uno. Estaba muy cansado. Cuando llegó al último tramo antes de acceder al portal, se sentó en el peldaño de arriba, apoyando la cabeza entre las manos.

Yo soy… el responsable.

Se apagó la luz. Los tendones del cuello se le tensaron, jadeó profundamente. Era el relé. Programado de antemano. Permaneció sentado en la escalera a oscuras, sacó con cuidado la piedra del bolsillo del abrigo, la cogió entre las dos manos, mirando fijamente en la oscuridad.

Vamos, ven
, pensó.
Vamos, ven.

Virginia dejó fuera el rostro suplicante de Lacke, cerró y echó la cadena de seguridad en la puerta. No quería que él la viera. No quería que la viera nadie. Le había costado un gran esfuerzo decir las palabras que dijo, mostrar una especie de cordura elemental.

Su estado había empeorado vertiginosamente desde que había vuelto del ICA. Lotte la había ayudado y, en el estado de aturdimiento en que se encontraba, Virginia había soportado sin más el dolor de la luz del sol en la cara. Una vez en casa se había mirado en el espejo y había descubierto que tenía cientos de pequeñas ampollas en el rostro y en la piel del dorso de las manos. Quemaduras.

Había dormido un par de horas y se había despertado al anochecer. El hambre había cambiado entonces de expresión, se había convertido en inquietud. Un banco de pececillos con espinas nadando frenéticamente invadía su circulación sanguínea. No podía estar ni tumbada ni sentada ni de pie. Iba dando vueltas y más vueltas por el piso, rascándose todo el cuerpo. Se dio una ducha fría tratando de atenuar aquella sensación de nerviosismo y de agitación. No sirvió de nada.

No se podía describir con palabras. Le recordaba la sensación que tuvo cuando a los veintidós años recibió la noticia de que su padre se había caído del tejado de la casita de verano y se había roto la nuca. Entonces también había empezado a dar vueltas y más vueltas, como si no hubiera un solo sitio en el mundo en el que su cuerpo pudiera estar, en el que no sintiera dolor.

Lo mismo ahora, sólo que peor. El nerviosismo, la angustia no paraban un momento. Eso la arrastraba a dar vueltas por el piso hasta que no podía más, hasta que se sentó en una silla y se golpeó la cabeza contra la mesa de la cocina. En medio de la desesperación se tomó dos pastillas Rohipnol y se las tragó con un poco de vino blanco que sabía a desagüe.

Normalmente bastaba con una para que durmiera como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Ahora, el único efecto fue que sintió un terrible malestar y a los cinco minutos vomitó una flema verde y las dos pastillas medio deshechas.

Siguió dando vueltas, rasgó un periódico en trozos diminutos, gateó por el suelo gimiendo de angustia. Fue gateando hasta la cocina, tiró la botella de vino de la mesa de forma que cayó al suelo y se rompió ante sus ojos.

Tomó uno de los cristales puntiagudos.

No lo pensó. Sólo apretó la punta contra la palma de la mano y el dolor le hizo bien, parecía de verdad. El banco de pececillos que tenía en el cuerpo se apresuró hacia el punto donde le dolía. Brotó la sangre. Se llevó la mano a los labios y la lamió, chupó y la angustia cesó. Lloraba de alivio mientras se cortaba la mano por otro sitio y seguía chupando. El sabor de la sangre se mezcló con el de las lágrimas.

Acurrucada en el suelo de la cocina, con la mano apretada contra la boca, chupando con ansiedad como un niño recién nacido que mamara por primera vez del pecho de su madre, se sintió tranquila por segunda vez durante aquel día terrible.

Después de algo más de media hora, tras levantarse del suelo, limpiar los cristales y ponerse una tirita en la palma de la mano, la inquietud empezó a aumentar de nuevo. Fue entonces cuando Lacke llamó a la puerta.

Una vez que lo hubo despachado, entró en la cocina y dejó la caja de bombones en la despensa. Se sentó en una silla e intentó entender algo. La inquietud se lo impidió. Enseguida tuvo que ponerse de pie. Lo único que sabía era que nadie podía estar aquí con ella. Y menos Lacke. Le haría daño. La inquietud la obligaría a ello.

Había contraído alguna enfermedad. Para las enfermedades había medicinas.

Mañana iría a visitar a algún médico, un médico que le hiciera una revisión y le dijera: sí, no es más que un ataque de esto y esto. Tendremos que ponerte un poco de esto y esto durante unas semanas. Y después estarás bien.

Paseó de un extremo a otro del piso. Empezaba a volverse insoportable de nuevo.

Se golpeó los brazos, las piernas, pero los pececillos se habían vuelto a despertar, no había remedio. Ella sabía lo que tenía que hacer. Sollozó de miedo al dolor. Pero el dolor era tan corto y el alivio tan grande.

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