Read Del amor y otros demonios Online
Authors: Gabriel García Márquez
—Para qué quiero silla si no tendré a quién ensillar —, dijo. —Déjela que se pudra con él —.
El cochero tuvo que ayudarlo a subir en la carroza por su corpulencia pueril, y el marqués le hizo la distinción de sentarlo a su derecha.
Abrenuncio pensaba en el caballo.
—Es como si se me hubiera muerto la mitad del cuerpo, suspiró.
—Nada es tan fácil de resolver como la muerte de un caballo —, dijo el marqués.
Abrenuncio se animó. —Éste era distinto —, dijo.
—Si tuviera los medios, lo haría sepultar en tierra sagrada —.
Miró al marqués a la espera de su reacción, y terminó:
—En octubre cumplió cien años —.
—No hay caballo que viva tanto —, dijo el marqués.
—Puedo probarlo —, dijo el médico.
Servía los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos de otros males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan Méndez Nieto, otro judío portugués emigrado al Caribe por la persecución en España, y había heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadie ponía en duda su sabiduría. Sus pleitos con los otros médicos, que no perdonaban sus aciertos inverosímiles ni sus métodos insólitos, eran constantes y sangrientos. Había inventado una píldora de una vez al año que afinaba el tono de la salud y alargaba la vida, pero causaba tales trastornos del juicio los primeros tres días que nadie más que él se arriesgaba a tomarla. En otros tiempos solía tocar el arpa a la cabecera de los enfermos para sedarlos con cierta música compuesta a propósito. No practicaba la cirugía, que siempre consideró un arte inferior de dómines y barberos, y su especialidad terrorífica era predecir a los enfermos el día y la hora de la muerte. Sin embargo, tanto su buena fama como la mala se sustentaban en lo mismo: se decía, y nadie lo desmintió nunca, que había resucitado a un muerto.
A pesar de su experiencia, Abrenuncio estaba conmovido por el arrabiado. —El cuerpo humano no está hecho para los años que uno podría vivir —,
dijo. El marqués no perdió una palabra de su disertación minuciosa y colorida, y sólo habló cuando el médico no tuvo nada más que decir.
—¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre? —,
preguntó.
—Matarlo —, dijo Abrenuncio.
El marqués lo miró espantado.
—Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos —, prosiguió el médico, impasible.
—Y no se asombre, señor: hay más cristianos buenos de los que uno cree —.
Se refería en realidad a los cristianos pobres de cualquier color, en los arrabales y en el campo, que tenían el coraje de echar un veneno en la comida de sus arrabiados para evitarles el espanto de postrimerías. A fines del siglo anterior una familia entera se tomó la sopa envenenada porque ninguno tuvo corazón para envenenar solo a un niño de cinco años.
—Se supone que los médicos no sabemos que esas cosas suceden —, concluyó Abrenuncio. —Y no es así pero carecemos de autoridad moral para respaldarlas. A cambio de eso, hacemos con los moribundos lo que usted acaba de ver. Los encomendamos a San Huberto, y los amarramos a un poste para que puedan agonizar peor y por más tiempo —
—¿No hay otro recurso? —, preguntó el marqués.
—Después de los primeros insultos de la rabia, no hay ninguno —, dijo el médico. Habló de tratados alegres que la consideraban como enfermedad curable, con base en fórmulas diversas: la hepática terrestre, el cinabrio, el almizcle, el mercurio argentino, el anagallis flore purpureo. —Pamplinas —, dijo.
—Lo que pasa es que a unos les da la rabia y a otros no, y es fácil decir que a los que no les dio fue por las medicinas —.
Buscó los ojos del marqués para asegurarse de que seguía despierto, y concluyó:
—¿Por qué tiene tanto interés? —
—Por piedad —, mintió el marqués.
Contempló desde la ventana el mar aletargado por el tedio de las cuatro, y se dio cuenta con el corazón oprimido de que habían vuelto las golondrinas. Aún no se alzaba la brisa. Un grupo de niños trataba de cazar a pedradas un alcatraz extraviado en una playa cenagosa, y el marqués lo siguió en su vuelo fugitivo hasta que se perdió entre las cúpulas radiantes de la ciudad fortificada .
La carroza entró en el recinto de las murallas por la puerta de tierra de la Media Luna y Abrenuncio guió al cochero hasta su casa a través del bullicioso arrabal de los artesanos. No fue fácil. Neptuno era mayor de setenta años, y además indeciso y corto de vista, y estaba acostumbrado a que el caballo siguiera solo por las calles que conocía mejor que él. Cuando dieron por fin con la casa, Abrenuncio se despidió en la puerta con una sentencia de Horacio.
—No sé latín —, se excusó el marqués.
—Ni falta que le hace! —, dijo Abrenuncio. Y lo dijo en latín, por supuesto.
El marqués quedó tan impresionado, que su primer acto al volver a casa fue el más raro de su vida. Le ordenó a Neptuno que recogiera el caballo muerto en el cerro de San Lázaro y lo enterrara en tierra sagrada, y que muy temprano al día siguiente le mandara a Abrenuncio el mejor caballo de su establo.
Después del alivio efímero de las purgas de antimonio, Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo hasta tres veces al día para sofocar el incendio de sus vísceras, o se sumergía en baños calientes con jabones de olor hasta seis veces para templar los nervios. Nada le quedaba entonces de lo que fue de recién casada, cuando concebía aventuras comerciales que sacaba adelante con una certidumbre de adivina, tales eran sus logros, hasta la mala tarde en que conoció al Judas Iscariote y se la llevó la desgracia.
Lo había encontrado por casualidad en una corraleja de ferias peleándose a manos limpias, casi desnudo y sin ninguna protección, contra un toro de lidia. Era tan hermoso y temerario que no pudo olvidarlo. Días después volvió a verlo en una cumbiamba de carnaval a la que ella asistía disfrazada de pordiosera con antifaz, y rodeada por sus esclavas vestidas de marquesas con gargantillas y pulseras y zarcillos de oro y piedras preciosas. Judas estaba en el centro de un círculo de curiosos, bailando con la que le pagara, y habían tenido que poner orden para calmar las ansias de las pretendientas. Bernarda le preguntó cuánto costaba. Judas le contestó bailando:
—Medio real —.
Bernarda se quitó el antifaz.
—Lo que te pregunto es cuánto cuestas de por vida —, le dijo.
Judas vio que a cara descubierta no era tan pordiosera como parecía. Soltó la pareja, y se acercó a ella caminando con ínfulas de grumete para que se le notara el precio.
—Quinientos pesos oro —, dijo.
Ella lo midió con un ojo de tasadora rejugada.
Era enorme, con piel de foca, torso ondulado, caderas estrechas y piernas espigadas, y con unas manos plácidas que negaban su oficio. Bernarda calculó:
—Mides ocho cuartas —.
—Más tres pulgadas —, dijo él.
Bernarda le hizo bajar la cabeza al alcance de ella para examinarle la dentadura, y la perturbó el hálito de amoníaco de sus axilas. Los dientes estaban completos, sanos y bien alineados.
—Tu amo debe estar loco si cree que alguien te va a comprar a precio de caballo —, dijo Bernarda.
—Soy libre y me vendo yo mismo —, contestó él. Y remató con un cierto tono: —Señora —.
—Marquesa —, dijo ella.
Él le hizo una reverencia de cortesano que la dejó sin aliento, y lo compró por la mitad de sus pretensiones.
—Sólo por el placer de la vista —, según dijo. A cambio le respetó su condición de libre y el tiempo para seguir con su toro de circo. Lo instaló en un cuarto cercano al suyo que había sido del caballerango, y lo esperó desde la primera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura de que él iría sin ser invitado. Pero tuvo que esperar dos semanas sin dormir en paz por los ardores del cuerpo.
En realidad, tan pronto como él supo quién era ella y vio la casa por dentro, recobró su distancia de esclavo. Sin embargo, cuando Bernarda había dejado de esperarlo y durmió con sayuela y pasó la tranca en la puerta, él se metió por la ventana. La despertó el aire del cuarto enrarecido por su grajo amoniacal. Sintió el resuello de minotauro buscándola a tientas en la oscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que le agarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras le roncaba en el oído: —Puta, puta —. Desde esa noche supo Bernarda que no quería hacer nada más de por vida.
Se enloqueció por él. Se iban por las noches a los bailes de candil en los arrabales, él vestido de caballero con levita y sombrero redondo que Bernarda le compraba a su gusto, y ella disfrazada de cualquier cosa al principio, y después con su propia cara. Lo bañó en oro, con cadenas, anillos y pulseras, y le hizo incrustar diamantes en los dientes. Creyó morir cuando se dio cuenta de que se acostaba con todas las que encontraba a su paso, pero al final se conformó con las sobras. Fueron los tiempos en que Dominga de Adviento entró en su dormitorio a la hora de la siesta, creyendo que Bernarda estaba en el trapiche, y los sorprendió en pelotas haciendo el amor por el suelo. La esclava se quedó más deslumbrada que atónita con la mano en la aldaba.
—No te quedes ahí como una muerta —, le gritó Bernarda.
—o te vas, o te revuelcas aquí con nosotros — .
Dominga de Adviento se fue con un portazo que le sonó a Bernarda como una bofetada. Ella la convocó esa noche y la amenazó con castigos atroces por cualquier comentario que hiciera de lo que había visto.
—No se preocupe, blanca —, le dijo la esclava.
—Usted puede prohibirme lo que quiera, y yo le cumplo —.Y concluyó:
—Lo malo es que no puede prohibirme lo que pienso —.
Si el marqués lo supo se hizo bien el desentendido. A fin de cuentas, Sierva María era lo único que le quedaba en común con la esposa, y no la tenía como hija suya sino sólo de ella. Bernarda, por su parte, ni siquiera lo pensaba. Tan olvidada la tenía, que de regreso de una de sus largas temporadas en el trapiche la confundió con otra por lo grande y distinta que estaba. La llamó, la examinó, la interrogó sobre su vida, pero no obtuvo de ella una palabra.
—Eres idéntica a tu padre —, le dijo. —Un engendro —.
Ese seguía siendo el ánimo de ambos el día en que el marqués regresó del hospital del Amor de Dios y le anunció a Bernarda su determinación de asumir con mano de guerra las riendas de la casa. Había en su premura un algo frenético que dejó a Bernarda sin réplica.
Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los esclavos. El esplendor de antaño seguía intacto bajo el polvo: la cama imperial que la servidumbre creía de oro por el brillo de sus cobres; el mosquitero de gasas de novia, las ricas vestiduras de pasamanería, el lavatorio de alabastro con numerosos pomos de perfumes y afeites alineados en un orden marcial sobre el tocador; el beque portátil, la escupidera y el vomitorio de porcelana, el mundo ilusorio que la anciana baldada por el reumatismo había soñado para la hija que no tuvo y la nieta que nunca vio.
Mientras las esclavas resucitaban el dormitorio, el marqués se ocupó de poner su ley en la casa.
Espantó a los esclavos que dormitaban a la sombra de las arcadas y amenazó con azotes y ergástulas a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugaran a suerte y azar en los aposentos clausurados. No eran disposiciones nuevas. Se habían cumplido con mucho más rigor cuando Bernarda tenía el mando y Dominga de Adviento lo imponía, y el marqués se regodeaba en público de su sentencia histórica: —En mi casa se hace lo que yo obedezco —. Pero cuando Bernarda sucumbió en los tremedales del cacao y Dominga de Adviento murió, los esclavos volvieron a infiltrarse con gran sigilo, primero las mujeres con sus crías para ayudar en oficios menudos, y luego los hombres ociosos en busca de la fresca de los corredores.
Aterrada por el fantasma de la ruina, Bernarda los mandaba a que se ganaran la comida mendigando en la calle. En una de sus crisis decidió manumitirlos, salvo a los tres o cuatro del servicio doméstico, pero el marqués se opuso con una sinrazón:
—Si han de morirse de hambre, es mejor que se mueran aquí y no por esos andurriales —.
No se atuvo a fórmulas tan fáciles cuando el perro mordió a Sierva María. Invistió de poderes al esclavo que le pareció de más autoridad y mayor confianza, y le impartió instrucciones cuya dureza escandalizó a la misma Bernanda. A la primera noche, cuando la casa estaba ya en orden por primera vez desde la muerte de Dominga de Adviento, encontró a Sierva María en la barraca de las esclavas, entre media docena de jóvenes negras que dormían en hamacas entrecruzadas a distintos niveles. Las despertó a todas para impartir las normas del nuevo gobierno.
—Desde esta fecha la niña vive en la casa —, les dijo.
—Y sépase aquí y en todo el reino que no tiene más que una familia, y es sólo de blancos —.
La niña resistió cuando él quiso llevarla en brazos al dormitorio, y tuvo que hacerle entender que un orden de hombres reinaba en el mundo. Ya en el dormitorio de la abuela, mientras le cambiaba el refajo de lienzo de las esclavas por una camisa de noche, no logró de ella una palabra. Bernarda lo vio desde la puerta: el marqués sentado en la cama luchando con los botones de la camisa de dormir que no pasaban por los ojales nuevos, y la niña de pie frente a él, mirándolo impasible. Bernarda no
pudo reprimirse. —¿Por qué no se casan? —, se burló y como el marqués no le hizo caso, dijo más:
—No sería un mal negocio parir marquesitas criollas con patas de gallina para venderlas a los circos —.
Algo había cambiado también en ella. A pesar de la ferocidad de la risa su rostro parecía menos amargo, y había en el fondo de su perfidia un sedimento de compasión que el marqués no advirtió.
Tan pronto como la sintió lejos, le dijo a la niña:
—Es una gorrina — .
Le pareció percibir en ella una chispa de interés:
—¿Sabes lo que es una gorrina? —, le preguntó, ávido de una respuesta. Sierva María no se la concedió. Se dejó acostar en la cama, se dejó acomodar la cabeza en las almohadas de plumas, se dejó cubrir hasta las rodillas con la sábana de hilo olorosa al cedro del arcón sin hacerle la caridad de una mirada. Él sintió un temblor de conciencia:
—¿Rezas antes de dormir? —
La niña no lo miró siquiera. Se acomodó en posición fetal por el hábito de la hamaca y se durmió sin despedirse. El marqués cerró el mosquitero con el mayor cuidado para que los murciélagos no la sangraran dormida. Iban a ser las diez y el coro de las locas era insoportable en la casa redimida por la expulsión de los esclavos.